Documentación pontificia

04 julio 2025

Discurso del Santo Padre León XIV a los participantes en los siguientes capítulos generales: sociedad de misiones africanas; tercera orden regular de san francisco; formadores de los siervos del paráclito

Sala del Consistorio, viernes, 6 de junio de 2025

Conversión, Misión y Misericordia

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡La paz esté con ustedes!

Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos!

Saludo a los Superiores Generales presentes, especialmente a los recién elegidos, a los miembros de los órganos de gobierno y a todos ustedes, pertenecientes a la Tercera Orden Regular de San Francisco – ¿quién es el nuevo General? ¿Ya ha sido reelegido? Ah, todavía no, bien; también a la Sociedad de las Misiones Africanas y al Instituto de los Siervos del Paráclito.

Muchos de ustedes vienen a este encuentro en el contexto del Capítulo General, en un momento importante para su vida y para la de toda la Iglesia. Recemos, pues, ante todo al Señor por sus Institutos y por todas las personas consagradas, para que «teniendo como único fin y por encima de todo a Dios, unan la contemplación, con la que se adhieren a Dios con la mente y con el corazón, y el ardor apostólico, con el que se esfuerzan por colaborar en la obra de la redención» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, 5).

Ustedes aquí representan tres realidades carismáticas nacidas en momentos diferentes de la historia de la Iglesia, en respuesta a necesidades contingentes de diversa índole, pero unidas y complementarias en la armoniosa belleza del Cuerpo místico de Cristo (cf. Id., Const. dogm. Lumen gentium, 7).

La fundación más antigua, entre las aquí presentes, es la de la Tercera Orden Regular de San Francisco, cuyos inicios se remontan al mismo Santo de Asís, salvo la elevación a Orden que tuvo lugar posteriormente por obra del Papa Nicolás V (cf. Bula Pastoralis officii, 20 de julio de 1447). Los temas que abordan en el 113º Capítulo General —la vida común, la formación y las vocaciones— conciernen en cierta medida a toda la gran Familia de Dios. Sin embargo, es importante que, como dice el título que han dado a sus trabajos, los aborden a la luz de su carisma «penitencial». Esto nos recuerda, en efecto, que, según las propias palabras de San Francisco, solo a través de un camino constante de conversión podemos ofrecer a los hermanos «las fragantes palabras de nuestro Señor Jesucristo» (Primera carta a los fieles, 19).

De fecha más reciente es la Sociedad de Misiones Africanas, fundada el 8 de diciembre de 1856 por el venerable obispo Melchior de Marion Brésillac, signo de esa misión que está en el corazón mismo de la vida de la Iglesia (cf. Francisco, Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 273). La historia de su Instituto, queridos hermanos, da buen testimonio de esta verdad: la fidelidad a la misión, en efecto, les ha permitido superar a lo largo del tiempo mil dificultades internas y externas a sus comunidades y les ha hecho crecer, sacando de las adversidades la ocasión y la inspiración para partir hacia nuevos horizontes apostólicos en África y luego en otras partes del mundo. A este respecto, es muy hermosa la exhortación que les dejó el fundador de mantenerse fieles, en el anuncio, a la sencillez de la predicación apostólica y, al mismo tiempo, siempre dispuestos a abrazar la «locura de la Cruz» (cf. 1 Cor 1, 17-25): sencillos y tranquilos, incluso ante las incomprensiones y las burlas del mundo. Libres de cualquier condicionamiento porque «llenos» de Cristo, y capaces de llevar a los hermanos al encuentro con Él porque animados por una única aspiración: anunciar a todo el mundo su Evangelio (cf. Flp 1,12-14.21). ¡Qué gran signo para toda la Iglesia y para todo el mundo!

Y llegamos al instituto de fundación más reciente: los Siervos del Paráclito. Siervos de ese Espíritu que habita en nosotros (cf. Rom 8,9) por el don del Bautismo y que sana «quod est saucium», es decir, lo que está herido, como cantaremos dentro de unos días en la secuencia de Pentecostés. Siervos del Espíritu que sana: así los quiso el padre Gerald Fitzgerald, que en 1942 inició su obra de atención a los sacerdotes en dificultad, «Pro Christo sacerdote», como dice su lema (cf. Constituciones, 4,4). Desde entonces, en diversas partes del mundo, llevan a cabo su ministerio de cercanía humilde, paciente, delicada y discreta hacia personas profundamente heridas, proponiéndoles itinerarios terapéuticos que, junto a una vida espiritual sencilla e intensa, personal y comunitaria, acompañan de una asistencia profesional altamente cualificada y diferenciada según las necesidades. Su presencia también nos recuerda algo importante: que todos nosotros, aunque llamados a ser ministros de Cristo, médicos de almas (cf. Lc 5, 31-32) para nuestros hermanos y hermanas, somos ante todo enfermos que necesitan curación. Como dice san Agustín, utilizando la imagen de una barca, todos nosotros «en esta vida tenemos como hendiduras propias de nuestra mortalidad y fragilidad, por las que entra el pecado desde las olas de este siglo» (Discurso 278, 13,13). Y el santo obispo de Hipona propone un remedio para el mal: «Para vaciarnos y no hundirnos —dice—, pongamos mano... a esta exhortación... ¡Perdonemos!» (ibíd.). Perdonemos, porque en todas partes, «en nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y en los movimientos, en definitiva, en todas partes donde haya cristianos, todos [...] [puedan] encontrar un oasis de misericordia» (Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 11 de abril de 2015, 12).

Queridos, gracias por su visita, que hoy en esta sala nos muestra a la Iglesia en tres dimensiones luminosas de su belleza: el compromiso de la conversión, el entusiasmo de la misión y el calor de la misericordia. Gracias por el gran trabajo que realizan en todo el mundo. Los bendigo y rezo por ustedes, en esta novena de Pentecostés, para que sean cada vez más instrumentos dóciles del Espíritu Santo según los designios de Dios. Gracias.

Discurso del Papa a los moderadores de las asociaciones de fieles, de movimientos eclesiales y de nuevas comunidades

Sala Clementina, Viernes 6 de junio 2025

Unidad y celo misionero en unión con el Papa

“Que vuestros carismas sean levadura en un mundo desgarrado por la discordia y la violencia”

En el nombre del Padre, del Hijo

y del Espíritu Santo. ¡Que la paz sea con vosotros!

Su Eminencia,

Queridos hermanos en el episcopado,

Queridos hermanos y hermanas!

Me alegra daros la bienvenida con ocasión del encuentro anual organizado por el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida con vosotros, moderadores, responsables internacionales y delegados de las agregaciones eclesiales reconocidas o erigidas por la Santa Sede.

Vosotros representáis a miles de personas que viven su experiencia de fe y su apostolado en asociaciones, movimientos y comunidades. Por lo tanto, quisiera, en primer lugar, agradeceros el servicio de guía y animación que prestáis. Apoyar y animar a los hermanos en el camino cristiano implica responsabilidad, compromiso, y a menudo también dificultades e incomprensiones, pero es una tarea indispensable y muy valiosa. La Iglesia les agradece todo el bien que hacéis.

El don de la vida asociativa y los carismas

Los grupos a los que pertenecéis son muy diferentes entre sí, por naturaleza e historia, y todos son importantes para la Iglesia. Algunos nacieron para compartir un propósito apostólico, caritativo o de culto, o para apoyar el testimonio cristiano en entornos sociales específicos. Otros, sin embargo, surgieron de una inspiración carismática, un carisma inicial que dio vida a un movimiento, a una nueva forma de espiritualidad y evangelización.

En el deseo de asociarse, que dio origen al primer tipo de agrupaciones, encontramos una característica esencial: ¡nadie es cristiano solo! Formamos parte de un pueblo, de un cuerpo que el Señor ha constituido. San Agustín, hablando de los primeros discípulos de Jesús, dice: «Se habían convertido ciertamente en templo de Dios, y no solo individualmente, sino todos juntos en templo de Dios» ( En. in Ps. 131 , 5). La vida cristiana no se vive aisladamente, como si fuera una aventura intelectual o sentimental, confinada en nuestra mente y corazón. Se vive con otros, en grupo, en comunidad, porque Cristo resucitado se hace presente entre los discípulos reunidos en su nombre.

El apostolado asociado de los fieles fue fuertemente impulsado por el Concilio Vaticano II, en particular con el Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, donde, entre otras cosas, se afirma que «es de gran importancia también porque, tanto en las comunidades eclesiales como en diversos ambientes, a menudo necesita ejercerse mediante la acción común. De hecho, las asociaciones erigidas para la actividad apostólica común apoyan a sus miembros y los capacitan en el apostolado, ordenan y guían su acción apostólica, de modo que se pueden esperar frutos mucho más abundantes que si cada individuo trabajara por separado» (n. 18).

Luego están las realidades que nacen de un carisma: el carisma de un fundador o de un grupo de iniciadores, o el carisma inspirado en el de un instituto religioso. Esta también es una dimensión esencial en la Iglesia. Quisiera invitarlos a considerar los carismas en relación con la gracia, con el don del Espíritu. En la Carta Iuvenescit Ecclesia , que conocéis bien, se afirma que la jerarquía eclesiástica y el sacramento del Orden existen para que «la ofrenda objetiva de la gracia», que se da a través de «los Sacramentos, el anuncio normativo de la Palabra de Dios y la cura pastoral» (n. 14), permanezca siempre viva entre los fieles. Los carismas, en cambio, «se distribuyen libremente por el Espíritu Santo, para que la gracia sacramental lleve sus frutos a la vida cristiana de diferentes maneras y en todos sus niveles » (n. 15).

Por lo tanto, todo en la Iglesia se entiende en referencia a la gracia: la institución existe para que la gracia se ofrezca siempre, los carismas surgen para que esta gracia sea recibida y dé fruto. Sin carismas, se corre el riesgo de que la gracia de Cristo, ofrecida en abundancia, no encuentre la tierra fértil para recibirla. Por eso Dios suscita los carismas, para que despierten en los corazones el deseo de encontrar a Cristo, la sed de la vida divina que él nos ofrece; en una palabra, ¡la gracia!

Con esto deseo reiterar, siguiendo el ejemplo de mis predecesores y el Magisterio de la Iglesia, especialmente desde el Concilio Vaticano II, que los dones jerárquicos y carismáticos «son consustanciales a la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesús» (San Juan Pablo II, Mensaje al Congreso Mundial de Movimientos Eclesiales , 27 de mayo de 1998). Gracias a los carismas que dieron origen a sus movimientos y comunidades, muchas personas se han acercado a Cristo, han redescubierto la esperanza en la vida, han descubierto la maternidad de la Iglesia y desean ser ayudadas a crecer en la fe, en la vida comunitaria, en las obras de caridad, y a compartir con los demás, a través de la evangelización, el don recibido.

Unidad y misión, en unión con el Papa

La unidad y la misión son dos pilares de la vida de la Iglesia y dos prioridades del ministerio petrino. Por ello, invito a todas las asociaciones y movimientos eclesiales a colaborar fiel y generosamente con el Papa, especialmente en estos dos ámbitos.

Ante todo, siendo fermento de unidad. Todos experimentan continuamente la comunión espiritual que los une. Es la comunión que el Espíritu Santo crea en la Iglesia. Es una unidad que tiene su fundamento en Cristo: Él nos atrae, nos atrae hacia sí y, por lo tanto, nos une entre nosotros. Así lo expresó San Paulino de Nola cuando escribió a San Agustín: «Tenemos una sola cabeza, una sola gracia que nos inunda, vivimos de un solo pan, caminamos por un mismo camino, vivimos en la misma casa. [...] Somos uno, tanto en el espíritu como en el cuerpo del Señor, para no ser nada si nos separamos de Él» ( Carta 30, 2).

Esta unidad, que vivís en grupos y comunidades, se extiende por doquier: en la comunión con los Pastores de la Iglesia, en la cercanía a las demás realidades eclesiales, haciéndoos cercanos a las personas que encontráis, para que vuestros carismas permanezcan siempre al servicio de la unidad de la Iglesia y sean ellos mismos «fermento de unidad, de comunión y de fraternidad» (cf. Homilía , 18 de mayo de 2025) en un mundo tan desgarrado por la discordia y la violencia.

En segundo lugar, la misión. La misión ha marcado mi experiencia pastoral y moldeado mi vida espiritual. Ustedes también han vivido este camino. Del encuentro con el Señor, de la nueva vida que ha invadido sus corazones, nació el deseo de darlo a conocer. Y han involucrado a muchas personas, dedicando mucho tiempo, entusiasmo y energía a dar a conocer el Evangelio en los lugares más remotos, en los entornos más difíciles, soportando dificultades y fracasos. Mantened siempre vivo este impulso misionero entre ustedes: los movimientos hoy también tienen un papel fundamental en la evangelización. Entre ustedes hay personas generosas, bien formadas, con experiencia en el terreno. Este es un legado que debemos fructificar, atentos a la realidad actual y a sus nuevos desafíos. Pongan sus talentos al servicio de la misión, tanto en los lugares de la primera evangelización como en las parroquias y estructuras eclesiales locales, para llegar a muchos que están lejos y, a veces sin saberlo, esperan la Palabra de vida.

Conclusión

Queridos, me alegra encontrarme hoy con vosotros por primera vez. Si Dios quiere, tendremos otras oportunidades para conocernos mejor, pero mientras tanto os animo a continuar vuestro camino. ¡Tened siempre al Señor Jesús en el centro! Esto es esencial, y los carismas mismos sirven a este propósito. El carisma es funcional al encuentro con Cristo, al crecimiento y la maduración humana y espiritual de las personas, y a la edificación de la Iglesia. En este sentido, todos estamos llamados a imitar a Cristo, quien se despojó de sí mismo para enriquecernos (cf. Flp 2,7). Así, quien persigue un propósito apostólico con otros o quien es portador de un carisma está llamado a enriquecer a los demás, despojándose de sí mismo. Y esto es fuente de libertad y de gran alegría.

¡Gracias por lo que sois y también por lo que hacéis! Os encomiendo a la protección de María, Madre de la Iglesia, y os bendigo de corazón a vosotros y a todos aquellos a quienes representáis. ¡Gracias!

Discurso del santo padre León XIV a los participantes en el simposio “Nicea y la Iglesia del tercer milenio: hacia la unidad católico-ortodoxa”

Sala Clementina Sábado, 7 de junio de 2025

Nicea, la brújula que debe guiar hacia la unidad

¡La paz esté con ustedes!

Eminencias,

Excelencias,

distinguidos Profesores,

queridos hermanos y hermanas en Cristo.

Les doy la más cordial bienvenida a todos ustedes que participan en el Simposio “Nicea y la Iglesia del Tercer Milenio: Hacia la Unidad Católico-Ortodoxa”, organizado conjuntamente por el Œcumenicum ―Instituto para Estudios Ecuménicos del Angelicum― y la Asociación Internacional Teológica Ortodoxa. Saludo especialmente a los representantes de las Iglesias ortodoxas y orientales, muchos de los cuales me honraron con su presencia en la Misa de inauguración de mi pontificado.

Antes de continuar con los comentarios normales, quisiera disculparme por llegar un poco tarde, y también pedirles que tengan paciencia conmigo. Aún no llevo ni un mes en el nuevo trabajo, así que me queda mucho por aprender. Pero estoy muy contento de estar con ustedes esta mañana.

Me alegra ver que el Simposio esté firmemente orientado hacia el futuro. El Concilio de Nicea no es sólo un evento del pasado sino también una brújula que debe seguir sirviéndonos de guía hacia la plena unidad visible de los cristianos. El primer Concilio ecuménico es fundamental para el itinerario común que católicos y ortodoxos han emprendido juntos desde el Concilio Vaticano II. Para las Iglesias orientales, que conmemoran esa celebración en sus calendarios litúrgicos, el Concilio de Nicea no es simplemente un concilio entre otros o el primero de una serie, sino el Concilio por excelencia, que promulgó la norma de la fe cristiana, la confesión de fe de los “318 Padres” (cf. Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, n. 43).

Los tres temas de este Simposio son particularmente relevantes para nuestro camino ecuménico. En primer lugar, la fe de Nicea. Como la Comisión Teológica Internacional ha puesto de relieve en su reciente Documento con motivo del 1700º aniversario de Nicea, el año 2025 representa «una oportunidad inestimable para subrayar que lo que tenemos en común es mucho más fuerte, cuantitativa y cualitativamente, que lo que nos divide: todos creemos en el Dios Trinidad, en Cristo verdadero hombre y verdadero Dios, en la salvación en Jesucristo, según las Escrituras interpretadas en la Iglesia y bajo la moción del Espíritu Santo. Todos creemos en la Iglesia, el bautismo, la resurrección de los muertos y la vida eterna» (Ídem). Estoy convencido de que volviendo al Concilio de Nicea y aprovechando juntos esta fuente común, seremos capaces de ver bajo una óptica diferente los puntos que todavía nos separan. A través del diálogo teológico y con la ayuda de Dios, obtendremos una mejor comprensión del misterio que nos une. Celebrando juntos esta fe de Nicea y proclamándola juntos, avanzaremos hacia el restablecimiento de la completa comunión entre nosotros.

El segundo tema del Simposio es la sinodalidad. El Concilio de Nicea inauguró un camino sinodal que la Iglesia debe seguir para tratar las cuestiones teológicas y canónicas, a nivel universal. La contribución de los delegados fraternos de las Iglesias y comunidades eclesiales de oriente y de occidente en el reciente Sínodo sobre la Sinodalidad que se tuvo aquí en el Vaticano, fue un valioso estímulo para una más amplia reflexión sobre la naturaleza y la práctica de la sinodalidad. El documento final del Sínodo notaba que «el diálogo ecuménico es fundamental para desarrollar una comprensión de la sinodalidad y de la unidad de la Iglesia. Nos empuja a imaginar prácticas sinodales auténticamente ecuménicas, incluso hasta formas de consulta y discernimiento sobre cuestiones urgentes de interés común» (Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión, n. 138). Tengo la esperanza de que la preparación y la conmemoración conjunta del 1700º aniversario del Concilio de Nicea será una ocasión providencial «para profundizar y confesar juntos la fe cristológica y poner en práctica formas de sinodalidad entre los cristianos de todas las tradiciones» (cf. Íbid., n. 139).

El Simposio tiene un tercer tema relacionado con la fecha de la Pascua. Como sabemos, uno de los objetivos del Concilio de Nicea fue establecer una fecha común para la Pascua, con el fin de expresar la unidad de la Iglesia en toda la oikoumene. Lamentablemente, la diferencia en sus calendarios ya no permite a los cristianos celebrar juntos la fiesta más importante del año litúrgico, lo que provoca problemas pastorales en las comunidades, divide a las familias y debilita nuestra credibilidad como testigos del Evangelio. Se han propuesto varias soluciones concretas que, respetando el principio de Nicea, permitirían a los cristianos celebrar juntos la “Fiesta de las fiestas”. En este año, en el que todos los cristianos han celebrado la Pascua el mismo día, quisiera reafirmar la apertura de la Iglesia católica para buscar una solución ecuménica que favorezca una celebración común de la resurrección del Señor, dando así mayor fuerza misionera a nuestra proclamación del “el nombre de Jesús y la salvación que nace de la fe en la verdad salvífica del Evangelio” (Discurso a las Obras Misionales Pontificias, 22 mayo 2025).

Hermanos y hermanas, en esta víspera de Pentecostés, recordemos que la unidad que anhelan los cristianos no será fruto, ante todo, de nuestros propios esfuerzos, ni se realizará mediante un modelo o esquema preconcebido. Más bien, la unidad será un don recibido “como Cristo quiere y por los medios que Él quiere” (cf. Oración por la Unidad del Padre Paul Couturier), mediante la acción del Espíritu Santo. Por eso, los invito ahora a ponerse de pie y recemos juntos para suplicar el don de la unidad del Espíritu. La oración que voy a recitar a continuación, en la que se implora la unidad del Espíritu, está tomada de la tradición oriental:

“Rey celestial, Consolador, Espíritu de la Verdad,

que estás en todas partes y todo lo llenas,

Tesoro de bienes y Dador de la vida,

ven y mora en nosotros, y purifícanos de toda mancha

Tú, que eres bueno, salva nuestras almas". Amén

Que la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre ustedes y permanezca siempre. Amén

Muchas gracias.

Regina Caeli

Plaza de San Pedro, domingo, 8 de junio de 2025

De los gobernantes la valentía de gestos de distensión y diálogo

Antes de concluir esta celebración, dirijo un afectuoso saludo a todos ustedes que han participado y también a cuantos se han conectado a través de los medios de comunicación.

Mi agradecimiento va a los señores cardenales y obispos presentes y a todos los representantes de las asociaciones y movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades. Queridas hermanas y queridos hermanos, con la fuerza del Espíritu Santo, partan renovados de este Jubileo dedicado a ustedes. ¡Vayan y lleven a todos la esperanza del Señor Jesús!

Italia y otros países concluyen en estos días el año escolar. Deseo saludar a los jóvenes y a todos los estudiantes y profesores, especialmente a los estudiantes que en los próximos días realizarán los exámenes al final del ciclo de estudios.

Y ahora, por intercesión de la Virgen María, supliquemos al Espíritu Santo el don de la paz. Ante todo, la paz en los corazones: sólo un corazón pacífico puede difundir la paz en la familia, en la sociedad, en las relaciones internacionales. Que el Espíritu de Cristo resucitado abra caminos de reconciliación dondequiera que haya guerra; ilumine a los gobernantes y les dé el valor de realizar gestos de distensión y diálogo.

Discurso del Papa a los participantes en el encuentro de los representantes pontificios

Sala Clementina, Martes 10 junio 2025

Instrumentos de unidad y dignidad para los crucificados inocentes de hoy

Eminencias, excelencias, monseñores,

un saludo especial a todos vosotros, queridos representantes pontificios. Antes de compartir las palabras preparadas, quisiera solo decir a su eminencia y a todos vosotros que los que el cardenal ha señalado lo ha dicho no por sugerencia de alguien, sino porque lo creo profundamente: vuestro rol, vuestro ministerio es insustituible. Muchas cosas no podrían darse en la Iglesia si no fuera por el sacrificio, el trabajo y todo lo que hacéis, de tal modo que se permite que una dimensión tan importante de la gran misión de la Iglesia vaya adelante, y precisamente en ese caso del que hablaba, es decir de la selección de candidatos para el episcopado. ¡Gracias de corazón por lo que hacéis! Ahora tened un poco de paciencia.

Después de la celebración de ayer por la mañana, por el Jubileo de la Santa Sede, me alegra poder estar un poco con vosotros que sois los representantes del Papa en los Estados y las Organizaciones internacionales en todo el mundo.

Os doy las gracias en primer lugar por haber venido, afrontando un viaje que para muchos de vosotros ha sido muy largo. ¡Gracias! Vosotros sois, ya con vuestra persona, una imagen de la Iglesia católica, porque ¡no existe en ningún país del mundo un Cuerpo diplomático tan universal como el nuestro! Pero, al mismo tiempo, creo que se puede decir también que ningún país del mundo tiene un Cuerpo diplomático tan unido como vosotros estáis unidos: porque la vuestra, nuestra comunión no es solo funcional, ni solo ideal, sino que estamos unidos en Cristo y estamos unidos en la Iglesia. Es interesante reflexionar sobre este hecho: que la diplomacia de la Santa Sede constituye en su mismo personal un modelo – no ciertamente perfecto, pero muy significativo – del mensaje que propone, el de la fraternidad humana y de la paz entre todos los pueblos.

Queridos, estoy dando los primeros pasos en este ministerio que el Señor me ha encomendado. Y siento también hacia vosotros lo que confié hace algunos días hablando a la Secretaría de Estado, es decir el reconocimiento por los que me ayudan a desarrollar día a día mi servicio. ¡Y esta gratitud es aún mayor cuando pienso –y lo experimento en primera persona al abordar los diversos temas– que vuestro trabajo tantas veces me precede! Sí, y esto vale de forma particular precisamente para vosotros. Porque cuando se me presenta una situación que tiene que ver – por ejemplo – con la Iglesia en un determinado país, puedo contar con la documentación, las reflexiones, las síntesis preparadas por vosotros y vuestros colaboradores. La red de las Representaciones Pontificias siempre está activa y operativa. Esto es para mí motivo de gran aprecio y gratitud. Lo digo pensando ciertamente en la dedicación y la organización, pero aún más en las motivaciones que os guían, en el estilo pastoral que debería caracterizarnos, en el espíritu de fe que nos anima. Gracias a estas cualidades, yo también podré experimentar lo que escribía San Pablo VI, es decir que, mediante sus representantes, que residen en las varias naciones, el Papa se hace partícipe de la vida misma de sus hijos y que, incluyéndose en ella, conoce, de forma más rápida y segura, las necesidades y a la vez las aspiraciones (cfr Cart. ap. M.P. Sollicitudo omnium Ecclesiarum, Introducción).

Y ahora quisiera compartir con vosotros una imagen bíblica que me ha venido a la mente pensando en vuestra misión en relación con la mía. Al principio de los Hechos de los Apóstoles (3,1-10), el pasaje de la sanación del lisiado describe bien el ministerio de Pedro. Estamos en el alba de la experiencia cristiana y la primera comunidad, reunida en torno a los apóstoles, sabe que puede contar con una única realidad: Jesús, resucitado y vivo. Un hombre lisiado se sienta a pedir limosna a la puerta del Templo. Parece una imagen de una humanidad que ha perdido la esperanza y está resignada. Todavía hoy la Iglesia encuentra a menudo hombres y mujeres que ya no tienen alegrías, que la sociedad ha puesto a los márgenes, o que la vida ha obligado en un cierto sentido a mendigar la existencia. Así indica esta página de los Hechos: «Pedro, con Juan a su lado, se quedó mirándolo y le dijo: “Míranos”. Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pero Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda”. Y agarrándolo de la mano derecha lo incorporó. Al instante se le fortalecieron los pies y los tobillos, se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios» (3,4-8).

La petición que Pedro hace a este hombre hace pensar: «Míranos». Mirarse a los ojos significa construir una relación. El ministerio de Pedro es crear relaciones, puentes; y un representante del Papa está sobre todo al servicio de esta invitación, de este mirarse a los ojos. ¡Sed siempre la mirada de Pedro! Sed hombres capaces de construir relaciones ahí donde cuesta más. Pero al hacer esto conservad la misma humildad y el mismo realismo que Pedro, que sabe muy bien que no tiene la solución a todo: «No tengo oro ni plata», dice; pero sabe también que tiene lo que cuenta, es decir a Cristo, el sentido más profundo de toda existencia: «en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda».

Dar a Cristo significa dar amor, dar testimonio de esa caridad que está preparada para todo. Cuento con vosotros para que en los países donde vivís todos sepan que la Iglesia está siempre preparada para todo por amor, que está siempre del lado de los últimos, de los pobres, y que siempre defenderá el sacrosanto derecho de creer en Dios, de creer que esta vida no está a merced de los poderes de este mundo, sino que está atravesada por un sentido misterioso. Solo el amor es digno de fe, frente al dolor de los inocentes, de los crucificados de hoy, que muchos de vosotros conocen personalmente porque servís pueblos víctimas de guerras, de violencias, de injusticias, o también de ese falso bienestar que ilusiona y decepciona.

Queridos hermanos, os consuele siempre el hecho de que vuestro servicio es sub umbra Petri, como encontraréis inscrito en el anillo que recibiréis como un regalo de mi parte. Sentíos siempre unidos a Pedro, custodiados por Pedro, enviados por Pedro. Solo en la obediencia y en la comunión efectiva con el Papa vuestro ministerio podrá ser eficaz para la edificación de la Iglesia, en comunión con los Obispos locales.

Tened siempre una mirada de bendición, porque el ministerio de Pedro es bendecir, es decir saber ver siempre el bien, también ese escondido, el que está en minoría. Sentíos misioneros, enviados por el Papa para ser instrumentos de comunión, de unidad, al servicio de la dignidad de la persona humana, promoviendo en todos los lugares relaciones sinceras y constructivas con las autoridades con las que estáis llamados a cooperar. Vuestra competencia sea siempre iluminada por la firme decisión para la santidad. Están como ejemplos los santos que han estado al servicio diplomático de la Santa Sede, como san Juan XXIII y san Pablo VI.

Queridos, vuestra presencia hoy aquí refuerza la conciencia de que el rol de Pedro es confirmar en la fe. Vosotros sois los primeros que necesitáis esta confirmación parar convertiros en mensajeros, signos visibles en cada parte del mundo.

La Puerta Santa que ayer por la mañana hemos atravesado todos juntos, nos impulse a ser testigos valientes de Cristo que es siempre nuestra esperanza. Gracias.

Audiencia general de León XIV

Plaza de San Pedro, miércoles 11 de junio de 2025

Nunca abandonar la esperanza incluso cuando nos sentimos perdidos

Queridos hermanos y hermanas:

con esta catequesis quisiera dirigir nuestras miradas a otro aspecto esencial de la vida de Jesús, esto es, a sus curaciones. Por eso, los invito a presentar ante el Corazón de Cristo las partes más doloridas o frágiles de ustedes, aquellos lugares de su vida en los que se sienten paralizados y bloqueados. ¡Pidamos al Señor con confianza que escuche nuestro grito y nos cure!

El personaje que nos acompaña en esta reflexión nos ayuda a comprender que nunca hay que abandonar la esperanza, incluso cuando nos sentimos perdidos. Se trata de Bartimeo, un hombre ciego y mendigo, que Jesús encontró en Jericó (cf. Mc 10,40-52). El lugar es significativo: Jesús se dirige a Jerusalén, pero comienza su viaje, por así decirlo, desde los «infiernos» de Jericó, ciudad que se encuentra por bajo del nivel del mar. De hecho, Jesús, con su muerte, fue a recuperar a ese Adán que cayó y que nos representa a cada uno de nosotros.

Bartimeo significa «hijo de Timeo»: describe a ese hombre a través de una relación; sin embargo, él está dramáticamente solo. Pero este nombre también podría significar «hijo del honor» o «de la admiración», exactamente lo contrario de la situación en la que se encuentra [1]. Y dado que el nombre es tan importante en la cultura judía, significa que Bartimeo no consigue vivir lo que está llamado a ser.

Además, a diferencia del gran movimiento de personas que camina detrás de Jesús, Bartimeo permanece inmóvil. El evangelista dice que está sentado al borde del camino, por lo que necesita que alguien lo levante y lo ayude a seguir caminando.

¿Qué podemos hacer cuando nos encontramos en una situación que parece sin salida? Bartimeo nos enseña a apelar a los recursos que llevamos dentro y que forman parte de nosotros. Él es un mendigo, sabe pedir, es más, ¡puede gritar! Si realmente deseas algo, haz todo lo posible por conseguirlo, incluso cuando los demás te reprenden, te humillan y te dicen que lo dejes. Si realmente lo deseas, ¡sigue gritando!

El grito de Bartimeo, relatado en el Evangelio de Marcos —«¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!» (v. 47)— se ha convertido en una oración muy conocida en la tradición oriental, que también nosotros podemos utilizar: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy pecador».

Bartimeo es ciego, ¡pero paradójicamente ve mejor que los demás y reconoce quién es Jesús! Ante su grito, Jesús se detiene y lo llama (cf. v. 49), porque no hay ningún grito que Dios no escuche, incluso cuando no somos conscientes de dirigirnos a Él (cf. Éx2,23). Parece extraño que, ante un ciego, Jesús no se acerque inmediatamente a él; pero, si lo pensamos bien, es la forma de reactivar la vida de Bartimeo: lo empuja a levantarse, confía en su posibilidad de caminar. Ese hombre puede ponerse de pie, puede resucitar de sus situaciones de muerte. Pero para hacer esto debe realizar un gesto muy significativo: ¡debe arrojar su manto! (cf. v. 50)

Para un mendigo, el manto lo es todo: es la seguridad, es la casa, es la defensa que lo protege. Incluso la ley tutelaba el manto del mendigo y obligaba a devolverlo por la tarde, si había sido tomado en prenda (cf. Ex 22,25). Sin embargo, muchas veces lo que nos bloquea son precisamente nuestras aparentes seguridades, lo que nos hemos puesto para defendernos y que, en cambio, nos impide caminar. Para ir a Jesús y dejarse curar, Bartimeo debe exponerse a Él en toda su vulnerabilidad. Este es el paso fundamental para todo camino de curación.

Incluso la pregunta que Jesús le hace parece extraña: «¿Qué quieres que haga por ti?». Pero, en realidad, no es obvio que queramos curarnos de nuestras enfermedades; a veces preferimos quedarnos quietos para no asumir responsabilidades. La respuesta de Bartimeo es profunda: utiliza el verbo anablepein, que puede significar «ver de nuevo», pero que también podríamos traducir como «levantar la mirada». Bartimeo, de hecho, no solo quiere volver a ver, ¡también quiere recuperar su dignidad! Para mirar hacia arriba, hay que levantar la cabeza. A veces las personas se bloquean porque la vida las ha humillado y solo desean recuperar su propio valor.

Lo que salva a Bartimeo, y a cada uno de nosotros, es la fe. Jesús nos cura para que podamos ser libres. Él no invita a Bartimeo a seguirlo, sino le dice que se vaya, que se ponga en camino (cf. v. 52). Marcos, sin embargo, concluye el relato refiriendo que Bartimeo se puso a seguir a Jesús: ¡ha elegido libremente seguir a Aquel que es el Camino!

Queridos hermanos y hermanas, llevemos con confianza ante Jesús nuestras enfermedades, y también las de nuestros seres queridos, llevemos el dolor de quienes se sienten perdidos y sin salida. Clamemos también por ellos, y estemos seguros de que el Señor nos escuchará y se detendrá.

[1] Es la interpretación que da también Agustín en El consenso de los evangelistas, 2, 65, 125: PL 34, 1138.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España, México, Ecuador y Venezuela. Los invito a llevar con confianza ante Jesús nuestras enfermedades y las de nuestros seres queridos; a no ser indiferentes al dolor de los hermanos que se sienten perdidos y sin salida, sino a darles voz; seguros de que el Señor nos escuchará y actuará. Pidamos a Dios, por intercesión de María Santísima, que nos conceda la gracia de seguir a Aquel que es el Camino, Jesucristo nuestro Señor. Muchas gracias.

Llamamiento

Deseo asegurar mis oraciones por las víctimas de la tragedia ocurrida en la escuela de Graz. Estoy cercano a las familias, a los profesores y a los compañeros de escuela. Que el Señor acoja en su paz a estos hijos suyos.

Discurso del Santo Padre al clero de la diócesis de Roma

Aula Pablo VI, Jueves 12 de junio de 2025

Hombres de comunión creíbles y proféticos

Quiero pedir un fuerte aplauso para todos los que están aquí y para todos los sacerdotes y diáconos de Roma.

Queridos presbíteros y diáconos que prestan su servicio en la diócesis de Roma, queridos seminaristas, ¡les saludo a todos con afecto y amistad!

Agradezco a Su Eminencia, el cardenal vicario, sus palabras de saludo y la presentación que ha hecho, contando un poco de su presencia en esta ciudad.

He deseado encontrarme con ustedes para conocerlos de cerca y comenzar a caminar juntos. Les doy las gracias por su vida entregada al servicio del Reino, por sus esfuerzos cotidianos, por tanta generosidad en el ejercicio del ministerio, por todo lo que viven en silencio y que, a veces, va acompañado de sufrimiento o incomprensión. Realizan servicios diferentes, pero todos ustedes son preciosos a los ojos de Dios y en la realización de su proyecto.

La diócesis de Roma preside en la caridad y en la comunión, y puede cumplir esta misión gracias a cada uno de ustedes, en el vínculo de gracia con el obispo y en la fecunda corresponsabilidad con todo el pueblo de Dios. La nuestra es una diócesis muy particular, porque muchos sacerdotes llegan de diferentes partes del mundo, especialmente por motivos de estudio; y esto implica que también la vida pastoral —pienso sobre todo en las parroquias— está marcada por esta universalidad y por la acogida recíproca que ello conlleva.

A partir precisamente de esta mirada universal que ofrece Roma, quisiera compartir cordialmente con ustedes algunas reflexiones.

La primera nota, que me está particularmente cerca, es la de la unidad y la comunión. En la oración llamada «sacerdotal», como sabemos, Jesús pidió al Padre que los suyos sean uno (cf. Jn 17, 20-23). El Señor sabe bien que solo unidos a Él y entre nosotros podemos dar fruto y dar al mundo un testimonio creíble. La comunión presbiteral aquí en Roma se ve favorecida por el hecho de que, según una antigua tradición, se suele vivir juntos, en rectorías, colegios u otras residencias. El presbítero está llamado a ser hombre de comunión, porque él es el primero en vivirla y alimentarla continuamente. Sabemos que esta comunión se ve hoy obstaculizada por un clima cultural que favorece el aislamiento o la autorreferencialidad. Ninguno de ustedes está exento de estas insidias que amenazan la solidez de nuestra vida espiritual y la fuerza de nuestro ministerio.

Pero debemos vigilar porque, además del contexto cultural, la comunión y la fraternidad entre nosotros también encuentran algunos obstáculos, por así decirlo «internos», que afectan a la vida eclesial de la diócesis, a las relaciones interpersonales y también a lo que habita en el corazón, especialmente ese sentimiento de cansancio que sobreviene porque hemos vivido fatigas particulares, porque no nos hemos sentido comprendidos y escuchados, o por otras razones. Quisiera ayudarles, caminar con ustedes, para que cada uno recupere la serenidad en su ministerio; pero precisamente por eso les pido un impulso en la fraternidad presbiteral, que hunde sus raíces en una vida espiritual sólida, en el encuentro con el Señor y en la escucha de su Palabra. Alimentados por esta savia, logramos vivir relaciones de amistad, compitiendo en estimarnos unos a otros (cf. Rom 12,10); sentimos la necesidad del otro para crecer y alimentar la misma tensión eclesial.

La comunión también debe traducirse en compromiso en esta diócesis; con carismas diferentes, con itinerarios formativos diferentes y también con servicios diferentes, pero único debe ser el esfuerzo por sostenerla. Pido a todos que presten atención al camino pastoral de esta Iglesia, que es local, pero, por quien la guía, es también universal. Caminar juntos es siempre garantía de fidelidad al Evangelio; juntos y en armonía, tratando de enriquecer a la Iglesia con el propio carisma, pero teniendo en el corazón el ser el único cuerpo del que Cristo es la Cabeza.

La segunda nota que deseo entregarle es la de la ejemplaridad. Con motivo de las ordenaciones sacerdotales del pasado 31 de mayo, en la homilía recordé la importancia de la transparencia de la vida, basándome en las palabras de San Pablo a los ancianos de Éfeso: «Ustedes saben cómo me he comportado» (Hch 20,18). Se lo pido con corazón de padre y de pastor: ¡comprometámonos todos a ser sacerdotes creíbles y ejemplares! Somos conscientes de los límites de nuestra naturaleza y el Señor nos conoce en profundidad; pero hemos recibido una gracia extraordinaria, se nos ha confiado un tesoro precioso del que somos ministros, servidores. Y al servidor se le pide fidelidad. Ninguno de nosotros está exento de las sugestiones del mundo y la ciudad, con sus mil propuestas podría incluso alejarnos del deseo de una vida santa, induciendo una nivelación a la baja en el que se pierden los valores profundos del ser presbíteros. Déjense atraer una vez más por la llamada del Maestro, para sentir y vivir el amor de la primera hora, el que les impulsó a tomar decisiones difíciles y a hacer renuncias valientes. Si juntos intentamos ser ejemplares en una vida humilde, entonces podremos expresar la fuerza renovadora del Evangelio para cada hombre y cada mujer.

Una última nota que deseo entregarles es la de mirar los desafíos de nuestro tiempo con clave profética. Estamos preocupados y afligidos por todo lo que sucede cada día en el mundo: nos hieren las violencias que generan muerte, nos interpelan las desigualdades, las pobrezas, tantas formas de marginación social, el sufrimiento difundido que toma los rasgos de un malestar que ya no perdona a nadie. Y estas realidades no solo ocurren en otros lugares, lejos de nosotros, sino que también afectan a nuestra ciudad de Roma, marcada por múltiples formas de pobreza y por graves emergencias como la de la vivienda. Una ciudad en la que, como señalaba el papa Francisco, a la «gran belleza» y al encanto del arte debe corresponder también «el simple decoro y la normal funcionalidad de los lugares y de las situaciones de la vida ordinaria, cotidiana. Porque una ciudad más habitable para sus ciudadanos es también más acogedora para todos» (Homilía en las vísperas con Te Deum, 31 de diciembre de 2023).

El Señor nos ha querido precisamente en este tiempo lleno de desafíos que, a veces, nos parecen más grandes que nuestras fuerzas. Estamos llamados a abrazar estos desafíos, a interpretarlos evangélicamente, a vivirlos como ocasiones de testimonio. ¡No huyamos ante ellos! Que el compromiso pastoral, como el del estudio, se convierta para todos en una escuela para aprender a construir el Reino de Dios en el hoy de una historia compleja y estimulante. En tiempos recientes hemos tenido el ejemplo de santos sacerdotes que supieron conjugar la pasión por la historia con el anuncio del Evangelio, como don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani, profetas de paz y justicia. Y aquí en Roma hemos tenido a don Luigi Di Liegro que, ante tanta pobreza, dio su vida para buscar caminos de justicia y promoción humana. Bebamos de la fuerza de estos ejemplos para seguir sembrando semillas de santidad en nuestra ciudad.

Muy queridos, les aseguro mi cercanía, mi afecto y mi disponibilidad para caminar con ustedes. Encomendemos al Señor nuestra vida sacerdotal y pidámosle que crezcamos en la unidad, en la ejemplaridad y en el compromiso profético para servir a nuestro tiempo. Nos acompañe la sentida exhortación de san Agustín, que dijo: «Amar esta Iglesia, permanecer en esta Iglesia, ser esta Iglesia. Amar al buen Pastor, al Esposo hermoso, que no engaña a nadie y no quiere que nadie perezca. Oren también por las ovejas descarriadas: que también ellas vengan, también ellas reconozcan, también ellas amen, para que haya un solo rebaño y un solo pastor» (Discurso 138, 10). ¡Gracias!

Mensaje del Santo Padre León XIV para la IX Jornada Mundial de los pobres

16 de noviembre de 2025, XXXIII Domingo del T.O.

Trabajo, educación, casa y salud: condiciones de una seguridad que no se detendrá nunca con las armas

Tú, Señor, eres mi esperanza (cfr Sal 71,5)

1. «Tú, Señor, eres mi esperanza» (Sal 71,5). Estas palabras brotan de un corazón oprimido por graves dificultades: «Me hiciste pasar por muchas angustias» (v. 20), dice el salmista. A pesar de ello, su alma está abierta y confiada, porque permanece firme en la fe, que reconoce el apoyo de Dios y lo proclama: «Tú eres mi Roca y mi fortaleza» (v. 3). De ahí nace la confianza indefectible de que la esperanza en Él no defrauda: «Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca tenga que avergonzarme!» (v. 1).

En medio de las pruebas de la vida, la esperanza se anima con la certeza firme y alentadora del amor de Dios, derramado en los corazones por el Espíritu Santo. Por eso no defrauda (cf. Rm 5,5), y san Pablo puede escribir a Timoteo: «Nosotros nos fatigamos y luchamos porque hemos puesto nuestra esperanza en el Dios viviente» (1Tm 4,10). El Dios viviente es, de hecho, el «Dios de la esperanza» (Rm 15,13), que, en Cristo, mediante su muerte y resurrección, se ha convertido en «nuestra esperanza» (1Tm 1,1). No podemos olvidar que hemos sido salvados en esta esperanza, en la que necesitamos permanecer enraizados.

2. El pobre puede convertirse en testigo de una esperanza fuerte y fiable, precisamente porque la profesa en una condición de vida precaria, marcada por privaciones, fragilidad y marginación. No confía en las seguridades del poder o del tener; al contrario, las sufre y con frecuencia es víctima de ellas. Su esperanza sólo puede reposar en otro lugar. Reconociendo que Dios es nuestra primera y única esperanza, nosotros también realizamos el paso de las esperanzas efímeras a la esperanza duradera. Frente al deseo de tener a Dios como compañero de camino, las riquezas se relativizan, porque se descubre el verdadero tesoro del que realmente tenemos necesidad. Resuenan claras y fuertes las palabras con las que el Señor Jesús exhortaba a sus discípulos: «No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben» (Mt 6,19-20).

3. La pobreza más grave es no conocer a Dios. Así nos lo recordaba el Papa Francisco cuando en Evangelii gaudium escribía: «La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe» (n. 200). Aquí se manifiesta una conciencia fundamental y totalmente original sobre cómo encontrar en Dios el propio tesoro. Insiste, en efecto, el apóstol Juan: «El que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20).

Es una regla de la fe y un secreto de la esperanza que todos los bienes de esta tierra, las realidades materiales, los placeres del mundo, el bienestar económico, aunque importantes, no bastan para hacer feliz al corazón. Las riquezas muchas veces engañan y conducen a situaciones dramáticas de pobreza, la más grave de todas es pensar que no necesitamos a Dios y que podemos llevar adelante la propia vida independientemente de Él. Vuelven a la mente las palabras de san Agustín: «Sea Dios toda tu presunción: siéntete indigente de Él, y así serás de Él colmado. Todo lo que poseas sin Él, te causará un mayor vacío.» (Enarr. in Ps. 85,3).

4. La esperanza cristiana, a la que remite la Palabra de Dios, es certeza en el camino de la vida, porque no depende de la fuerza humana sino de la promesa de Dios, que es siempre fiel. Por eso, los cristianos desde los orígenes quisieron identificar la esperanza con el símbolo del ancla, que da estabilidad y seguridad. La esperanza cristiana es como un ancla que fija nuestro corazón en la promesa del Señor Jesús, quien nos ha salvado con su muerte y resurrección y que volverá de nuevo en medio de nosotros. Esta esperanza sigue señalando como verdadero horizonte de vida el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» (2 P 3,13) donde la existencia de todas las criaturas encontrará su sentido auténtico, pues nuestra verdadera patria está en el cielo (cf. Flp 3,20).

La ciudad de Dios, en consecuencia, nos compromete con las ciudades de los hombres. Estas deben, desde ahora, comenzar a parecerse a ella. La esperanza, sostenida por el amor de Dios derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5,5 transforma el corazón humano en tierra fértil, donde puede brotar la caridad para la vida del mundo. La Tradición de la Iglesia reafirma constantemente esta circularidad entre las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La esperanza nace de la fe, que la alimenta y sostiene, sobre el fundamento de la caridad, que es madre de todas las virtudes. Y de la caridad tenemos necesidad hoy, ahora. No es una promesa, sino una realidad a la que miramos con alegría y responsabilidad: nos compromete, orientando nuestras decisiones al bien común. Quien carece de caridad no solo carece de fe y esperanza, sino que quita esperanza a su prójimo.

5. La invitación bíblica a la esperanza conlleva, por tanto, el deber de asumir responsabilidades coherentes en la historia, sin dilaciones. La caridad, en efecto, «representa el mayor mandamiento social» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1889). La pobreza tiene causas estructurales que deben ser afrontadas y eliminadas. Mientras esto sucede, todos estamos llamados a crear nuevos signos de esperanza que testimonien la caridad cristiana, como lo hicieron muchos santos y santas de todas las épocas. Los hospitales y las escuelas, por ejemplo, son instituciones creadas para expresar la acogida hacia los más débiles y marginados. Hoy deberían formar parte ya de las políticas públicas de todo país, pero las guerras y desigualdades con frecuencia lo impiden. Cada vez más, los signos de esperanza son hoy las casas-familia, las comunidades para menores, los centros de escucha y acogida, los comedores para los pobres, los albergues, las escuelas populares: cuántos signos, a menudo escondidos, a los que quizás no prestamos atención y, sin embargo, tan importantes para sacudirnos de la indiferencia y motivar el compromiso en las distintas formas de voluntariado.

Los pobres no son una distracción para la Iglesia, sino los hermanos y hermanas más amados, porque cada uno de ellos, con su existencia, e incluso con sus palabras y la sabiduría que poseen, nos provoca a tocar con las manos la verdad del Evangelio. Por eso, la Jornada Mundial de los Pobres quiere recordar a nuestras comunidades que los pobres están en el centro de toda la acción pastoral. No solo de su dimensión caritativa, sino también de lo que la Iglesia celebra y anuncia. Dios ha asumido su pobreza para enriquecernos a través de sus voces, sus historias, sus rostros. Toda forma de pobreza, sin excluir ninguna, es un llamado a vivir concretamente el Evangelio y a ofrecer signos eficaces de esperanza.

6. Esta es la invitación que nos llega de la celebración del Jubileo. No es casualidad que la Jornada Mundial de los Pobres se celebre hacia el final de este año de gracia. Cuando se cierre la Puerta Santa, tendremos que custodiar y transmitir los dones divinos que han sido derramados en nuestras manos a lo largo de todo un año de oración, conversión y testimonio. Los pobres no son objetos de nuestra pastoral, sino sujetos creativos que nos estimulan a encontrar siempre formas nuevas de vivir el Evangelio hoy. Ante la sucesión de nuevas oleadas de empobrecimiento, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Todos los días nos encontramos con personas pobres o empobrecidas y, a veces, puede suceder que seamos nosotros mismos los que tengamos menos, los que perdamos lo que antes nos parecía seguro: una vivienda, comida adecuada para el día, acceso a la atención médica, un buen nivel de educación e información, libertad religiosa y de expresión.

Al promover el bien común, nuestra responsabilidad social se basa en el gesto creador de Dios, que a todos da los bienes de la tierra; y al igual que estos, también los frutos del trabajo del hombre deben ser accesibles de manera equitativa. Ayudar al pobre es, en efecto, una cuestión de justicia, antes que de caridad. Como observa San Agustín: «Das pan al hambriento, pero sería mejor que nadie sintiese hambre y no tuvieses a nadie a quien dar. Vistes al desnudo, pero ¡ojalá todos estuviesen vestidos y no hubiese necesidad de vestir a nadie!» (Homilías sobre la primera carta de san Juan a los partos, VIII, 5).

Espero, por tanto, que este Año Jubilar pueda impulsar el desarrollo de políticas para combatir antiguas y nuevas formas de pobreza, además de nuevas iniciativas de apoyo y ayuda a los más pobres entre los pobres. El trabajo, la educación, la vivienda y la salud son las condiciones para una seguridad que nunca se logrará con las armas. Estoy contento por las iniciativas ya existentes y por el compromiso que cada día asumen a nivel internacional un gran número de hombres y mujeres de buena voluntad.

Confiemos en María Santísima, Consuelo de los afligidos, y con ella entonemos un canto de esperanza haciendo nuestras las palabras del Te Deum: «In Te, Domine, speravi, non confundar in aeternum —En ti, Señor, confié, no me veré defraudado para siempre».

Vaticano, 13 de junio de 2025, memoria de San Antonio de Padua, Patrono de los Pobres

LEÓN PP. XIV

Audiencia jubilar

Basílica de San Pedro, sábado 14 de junio 2025

Jesús es una puerta que une no un muro que separa

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡La paz esté con vosotros!

Queridos hermanos y hermanas,

Retomo esta mañana las audiencias jubilares especiales que el Papa Francisco inició en el mes de enero, proponiendo cada vez un aspecto particular de la virtud teologal de la esperanza y una figura espiritual que lo ha testimoniado. ¡Seguimos el camino iniciado, como peregrinos de esperanza!

Nos reúne la esperanza transmitida por los apóstoles desde el principio. Los apóstoles han visto en Jesús la tierra unirse al cielo: con los ojos, los oídos, las manos han acogido el Verbo de la vida. El Jubileo es una puerta abierta a este misterio. El año jubilar conecta más radicalmente el mundo de Dios al nuestro. Nos invita a tomar enserio lo que rezamos cada día: «en la tierra como en el cielo». Esta es nuestra esperanza. Este es el aspecto que hoy quisiéramos profundizar: esperar es conectar.

Uno de los más grandes teólogos cristianos, el obispo Ireneo de Lyon, nos ayudará a reconocer qué hermosa y actual es esta esperanza. Ireneo nació en Asia Menor y se formó entre aquellos que habían conocido directamente a los apóstoles. Después vino a Europa, porque en Lyon ya se había formado una comunidad de cristianos procedentes de su misma tierra. ¡Qué bien nos hace recordarlo aquí, en Roma, en Europa! El Evangelio fue traído a este continente desde fuera. Y también hoy las comunidades de migrantes son presencia que reavivan la fe en los países que les acogen. El Evangelio viene de fuera. Ireneo conecta Oriente y Occidente. Esto ya es un signo de esperanza, porque nos recuerda cómo los pueblos se siguen enriqueciendo mutuamente.

Pero Ireneo, tiene un tesoro aún más grande para donarnos. Las divisiones doctrinales que encontró en el seno de la comunidad cristiana, los conflictos internos y las persecuciones externas no lo desaniman. Al contrario, en un mundo a pedazos aprendió a pensar mejor, llevando cada vez más profundamente la atención a Jesús. Se convirtió en cantor de su persona, incluso de su carne. De hecho, reconoció que en Él lo que a nosotros parece opuesto se recompone en unidad. Jesús no es un muro que separa, sino una puerta que nos une. Es necesario permanecer en él y distinguir la realidad de las ideologías.

Queridos hermanos y hermanas, también hoy las ideas pueden volverse locas y las palabras pueden matar. La carne, sin embargo, es de lo que todos estamos hechos; es lo que nos une a la tierra y a las otras criaturas. La carne de Jesús debe ser acogida y contemplada en cada hermano y hermana, en cada criatura. Escuchemos el grito de la carne, escuchemonos llamar por nombre por el dolor de los demás. El mandamiento que hemos recibido desde el principio es el de amarnos los unos a los otros. Esto está escrito en nuestra carne, antes que en cualquier ley.

Ireneo, maestro de unidad, nos enseña a no contrastar, sino a conectar. Hay inteligencia no donde se separa, sino donde se conecta. Distinguir es útil, pero dividir nunca. Jesús es la vida eterna en medio de nosotros: él reúne a los opuestos y hace posible la comunión.

Somos peregrinos de esperanza, porque entre las personas, los pueblos y las criaturas es necesario alguien que decida moverse hacia la comunión. Otros nos seguirán. Como Ireneo en Lyon en el siglo II, así en cada una de nuestras ciudades volvamos a construir puentes donde hoy hay muros. Abramos puertas, conectemos mundos y habrá esperanza.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y de América Latina. Los animo a contemplar la humanidad de Jesús como posibilidad de comunión entre nosotros, y entre las demás criaturas para que, permaneciendo en Cristo, acrecentemos nuestra esperanza. Muchas gracias.

Llamamiento

También en estos días llegan noticias que desatan mucha preocupación. Se ha deteriorado gravemente la situación en Irán e Israel, y en un momento tan delicado deseo renovar con fuerza un llamamiento a la responsabilidad y a la razón. El compromiso para construir un mundo más seguro y libre de la amenaza nuclear debe ser perseguido a través de un encuentro respetuoso y un diálogo sincero, para edificar una paz duradera, fundada en la justicia, la fraternidad y el bien común. Nadie debería nunca amenazar la existencia del otro. Es deber de todos los países sostener la causa de la paz, iniciando caminos de reconciliación y favoreciendo soluciones que garanticen seguridad y dignidad para todos.

Videomensaje del Papa León XIV a los jóvenes de Chicago y de todo el mundo

14 de junio de 2025

Promesa de esperanza y luz de unidad

Mis queridos amigos,

Es un placer para mí saludar a todos ustedes reunidos en el White Sox Park para esta gran celebración como comunidad de fe en la Arquidiócesis de Chicago. Un saludo especial al Cardenal Cupich, a los obispos auxiliares, a todos mis amigos que se han reunido hoy para la Solemnidad de la Santísima Trinidad.

Y empiezo así porque la Trinidad es el modelo del amor de Dios por nosotros. Dios: Padre, Hijo y Espíritu. Tres personas en un solo Dios que viven unidas en la profundidad del amor, en comunidad, compartiendo esa comunión con todos nosotros.

Por eso, reunidos hoy en esta gran celebración, deseo expresarles mi gratitud y, al mismo tiempo, animarlos a seguir construyendo la comunidad, la amistad, como hermanos y hermanas en su vida cotidiana, en sus familias, en sus parroquias, en la arquidiócesis y en todo el mundo.

Quisiera enviar un saludo especial a todos los jóvenes - a ustedes que están reunidos hoy aquí y a los que puedan estar viendo este saludo a través de medios tecnológicos, en internet. A medida que crecen juntos, es posible que conozcan - sobre todo después de haber vivido el tiempo de la pandemia - tiempos de aislamiento, de grandes dificultades, a veces incluso de problemas en sus familias o en nuestro mundo actual. A veces puede ser que las circunstancias de sus vidas no les hayan dado la oportunidad de vivir de la fe, de vivir como miembros de una comunidad de fe, y me gustaría aprovechar esta oportunidad para invitarlos a cada uno de ustedes a mirar en su propio corazón, a reconocer que Dios está presente y que, tal vez de muchas maneras diferentes, Dios los busca, los llama, los invita a venir a conocer a su Hijo Jesucristo, a través de las Escrituras, tal vez a través de un amigo o un pariente..., un abuelo o una abuela, que tal vez sea una persona de fe. Descubrir lo importante que es para cada uno de nosotros prestar atención a la presencia de Dios en nuestros corazones, a ese deseo de amor en nuestras vidas, buscar de verdad, y encontrar formas en las que podamos hacer algo con nuestras vidas para servir a los demás.

Y en ese servicio a los demás, podemos descubrir que uniéndonos en amistad, construyendo comunidad, también nosotros podemos encontrar el verdadero sentido de nuestras vidas. Momentos de angustia, de soledad.... Tantas personas que sufren diversas experiencias de depresión o tristeza pueden descubrir que el amor de Dios es realmente capaz de curar, que trae esperanza, y que, de hecho, al reunirnos como amigos, como hermanos y hermanas, en una comunidad, en una parroquia, en una experiencia de vida vivida juntos en la fe, podemos descubrir que la gracia del Señor, el amor de Dios, puede realmente curarnos, puede darnos la fuerza que necesitamos, puede ser la fuente de esa esperanza que todos necesitamos en nuestras vidas.

Compartir este mensaje de esperanza unos con otros -concienciando, sirviendo, buscando formas de hacer de nuestro mundo un lugar mejor- nos da verdadera vida a todos y es un signo de esperanza para el mundo entero.

A los jóvenes aquí reunidos deseo decirles, una vez más, que son la promesa de esperanza para muchos de nosotros. El mundo los mira y les dice: los necesitamos, los queremos con nosotros para compartir esta misión -como Iglesia y en la sociedad- de proclamar un mensaje de verdadera esperanza y de promover la paz, de promover la armonía entre todos los pueblos.

Debemos mirar más allá de nuestros -si podemos llamarlos así- egoísmos. Debemos buscar formas de unirnos y promover un mensaje de esperanza. San Agustín nos dice que si queremos que el mundo sea un lugar mejor, debemos empezar por nosotros mismos, debemos empezar por nuestras propias vidas, nuestros propios corazones (cf. Sermón 311; Comentario al Evangelio de San Juan, Homilía 77).

Y así, en ese sentido, al reuniros como comunidad de fe, al celebrar en la Arquidiócesis de Chicago, al ofrecer su experiencia de alegría y esperanza, pueden comprender, pueden descubrir que ustedes también son, de hecho, faros de esperanza. Esa luz, que puede no ser fácil de ver en el horizonte; sin embargo, a medida que crecemos en nuestra unidad, a medida que nos reunimos en comunión, descubrimos que esa luz se hace cada vez más brillante. Esa luz que, en realidad, es nuestra fe en Jesucristo. Y podemos convertirnos en ese mensaje de esperanza, para promover la paz y la unidad en todo el mundo.

Todos vivimos con muchas preguntas en el corazón. San Agustín habla tantas veces de nuestro corazón "que no tiene descanso" y dice: "nuestro corazón no tiene descanso hasta que descanse en ti, Señor" (Confesiones 1,1). Esta inquietud no es algo malo, y deberíamos buscar la manera de apagarla, de eliminar o incluso anestesiar las tensiones que sentimos, las dificultades que experimentamos. Más bien, deberíamos entrar en contacto con nuestro corazón y reconocer que Dios puede actuar en nuestras vidas, a través de nuestras vidas, y a través de nosotros, llegar a otras personas.

Quisiera terminar este breve mensaje dirigido a todos ustedes con una invitación a ser verdaderamente esa luz de esperanza. "La esperanza no defrauda", nos dice San Pablo en su carta a los Romanos (5,5). Cuando los veo a cada uno de ustedes, cuando veo cómo la gente se reúne para celebrar su fe, me doy cuenta de cuánta esperanza hay en el mundo.

En este Año Jubilar de la Esperanza, Cristo, que es nuestra esperanza, nos llama verdaderamente a todos a unirnos, para que seamos un verdadero ejemplo vivo: la luz de la esperanza en el mundo de hoy.

Así que me gustaría invitarlos a todos a tomaros un momento, a abrir sus corazones a Dios, al amor de Dios, a esa paz que sólo el Señor puede darnos. A sentir lo profundamente hermoso, lo fuerte, lo significativo que es el amor de Dios en nuestras vidas. Y reconocer que, aunque no hacemos nada para merecer el amor de Dios, Dios, en su generosidad, sigue derramando su amor sobre nosotros. Y mientras nos da su amor, sólo nos pide que seamos generosos y compartamos con los demás lo que nos ha dado.

Que sean verdaderamente bendecidos al reunirse en esta celebración. Que el amor y la paz del Señor desciendan sobre cada uno de ustedes, sobre sus familias, y que Dios los bendiga a todos, para que sean siempre faros de esperanza, signo de esperanza y de paz en todo el mundo.

Y que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre vosotros y permanezca siempre con vosotros. Amén.

Ángelus

Plaza de San Pedro, domingo 15 de junio de 2025

Oponerse a toda forma de violencia y opresión

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:

Acabamos de concluir la celebración eucarística por el Jubileo del Deporte, y ahora con alegría dirijo mi saludo a todos ustedes, deportistas de diversas las edades y procedencias. Les exhorto a vivir la actividad deportiva, incluso a nivel competitivo, siempre con espíritu de gratuidad, con espíritu “lúdico” en el sentido noble de este término, porque en el juego y en la sana diversión el ser humano se asemeja a su Creador.

Quiero subrayar que el deporte es un camino para construir la paz, porque es una escuela de respeto y lealtad, que hace crecer la cultura del encuentro y la fraternidad. Hermanas y hermanos, los animo a practicar este estilo de manera consciente, oponiéndose a toda forma de violencia y opresión.

¡El mundo actual lo necesita tanto! De hecho, hay muchos conflictos armados. En Myanmar, a pesar del cese del fuego, continúan los combates, con daños incluso a las infraestructuras civiles. Invito a todas las partes a emprender el camino del diálogo inclusivo, el único que puede conducir a una solución pacífica y estable.

En la noche del 13 al 14 de junio, en la ciudad de Yelwata, en el área administrativa local de Gouma, en el estado de Benue, Nigeria, se produjo una terrible masacre en la que unas doscientas personas fueron asesinadas con extrema crueldad, la mayoría de ellas desplazados internos acogidos por la misión católica local. Rezo para que la seguridad, la justicia y la paz prevalezcan en Nigeria, un país querido y tan afectado por diversas formas de violencia. Y rezo especialmente por las comunidades cristianas rurales del estado de Benue, que son víctimas incesantes de la violencia.

Pienso también en la República de Sudán, devastada por la violencia desde hace ya más de dos años. Me ha llegado la triste noticia de la muerte del sacerdote Luke Jumu, párroco de El Fasher, víctima de un bombardeo. Mientras aseguro mis oraciones por él y por todas las víctimas, renuevo el llamamiento a los combatientes para que se detengan, protejan a los civiles y emprendan un diálogo por la paz. Exhorto a la comunidad internacional a intensificar sus esfuerzos para proporcionar al menos la asistencia esencial a la población, gravemente afectada por la crisis humanitaria.

Seguimos rezando por la paz en Oriente Medio, en Ucrania y en todo el mundo.

Esta tarde, en la Basílica de San Pablo Extramuros, será beatificado Floribert Bwana Chui, joven mártir congoleño. Fue asesinado a los veintiséis años porque, como cristiano, se oponía a la injusticia y defendía a los pequeños y a los pobres. ¡Que su testimonio dé valor y esperanza a los jóvenes de la República Democrática del Congo y de toda África!

¡Feliz domingo a todos! Y a ustedes, jóvenes, les digo: ¡los espero dentro de un mes para el Jubileo de los jóvenes! Que la Virgen María, Reina de la Paz, interceda por nosotros.

Angelus Domini…

Discurso del Papa León XIV a los participantes de la escuela de verano de astrofísica promovida por la Specola Vaticana

Sala del Consistorio, lunes 16 de junio 2025

La ciencia esté al servicio de la única familia humana

Buenos días y bienvenidos.

Me alegra tener estar oportunidad de saludaros a todos vosotros, estudiantes y estudiosos de varias partes del mundo que participáis en el Escuela de verano de la Specola Vaticana. Ofrezco mis mejores deseos para que esta experiencia de vivir y estudiar juntos no sólo sea un enriquecimiento académico y personal, sino que también ayude a desarrollar amistades y formas de colaboración que sólo puedan contribuir al progreso de la ciencia al servicio de nuestra única familia humana.

La Escuela de verano de este año está dedicada – así me dicen – al tema Explorar el universo con el telescopio espacial de James Webb. ¡Este debe ser un momento emocionante para ser astrónomos! Gracias a este instrumento verdaderamente extraordinario, por primera vez somos capaces de observar en profundidad en la atmósfera de exoplanetas, donde podría desarrollarse la vida, y estudiar las nebulosas, donde se forman los propios sistemas planetarios. Con el Webb, incluso podemos rastrear la antigua luz de galaxias distantes, que nos habla del origen mismo de nuestro universo.

Los autores de las sagradas Escrituras, escribiendo así hace tantos siglos, no han podido beneficiarse de este privilegio. Sin embargo, su imaginación poética y religiosa ha reflexionado sobre cómo podía haber sido el momento de la creación, cuando

“los astros que velan gozosos arriba en sus puestos de guardia, los llama, y responden: «Presentes», y brillan gozosos para su Creador” (Baruc 3, 34). Hoy en día, ¿no nos llenan de asombro y, acaso, de una alegría misteriosa las imágenes de James Webb al contemplar su sublime belleza?

El equipo científico de Telescopio Espacial ha trabajado duro para hacer que estas imágenes estén disponibles al público, por lo cual todos nosotros podemos estar agradecidos. Pero, de forma especial, todos vosotros que participáis en la Escuela de verano habéis recibido las competencias y la formación que os pueden consentir utilizar este instrumento extraordinario para ampliar nuestro conocimiento del cosmos del cual somos una parte minúscula pero significativa.

Naturalmente ninguno de vosotros ha llegado por sí solo a este punto. Cada uno de vosotros forma parte de una comunidad mucho más grande. Pensad en todas las personas que en los últimos treinta años han trabajado para construir el Telescopio Espacial y sus instrumentos y a aquellos que han trabajado para elaborar las ideas científicas para cuya verificación fue diseñado. Además de la contribución de vuestros colegas científicos, ingenieros y matemáticos, también es gracias al apoyo de vuestras familias y de muchos de vuestros amigos que habéis podido apreciar y formar parte de esta extraordinaria hazaña, que nos ha permitido ver de forma nueva el mundo que nos rodea.

Por tanto, no olvidéis nunca que esto que hacéis está dirigido a beneficiarnos a todos nosotros. Sed generosos al compartir lo que aprendéis y los que experimentáis lo mejor que podáis y de cualquier manera posible. No dudéis en compartir la alegría y el estupor nacidos de vuestra contemplación de las “semillas” que, con las palabras de San Agustín, Dios ha esparcido en la armonía del universo (cfr. De Genesis ad litteram, V, 23, 44-45). Más alegría compartiréis más alegría crearéis, y así, a través de vuestra búsqueda del conocimiento, cada uno de vosotros podrá contribuir a la construcción de un mundo más pacífico y justo.

Con estas reflexiones, amigos míos, os doy las gracias nuevamente por vuestra visita y os aseguro mis oraciones por vosotros, vuestras familias y vuestro trabajo y sobre todos vosotros invoco con gusto las bendiciones de Dios de la sabiduría y de la comprensión, de la alegría y de la paz.

Que Dios os bendiga.

[Bendición en inglés] Gracias.

Audiencia general

Plaza de San Pedro, Miércoles 18 de junio de 2025

El corazón de Cristo verdadera casa de la misericordia

Queridos hermanos y hermanas,

seguimos contemplando a Jesús que sana. Hoy quisiera invitarlos de manera particular a pensar en las situaciones en las que nos sentimos “bloqueados” y encerrados en un camino sin salida. A veces de hecho nos parece que sea inútil continuar a esperar; nos resignamos y no tenemos más ganas de luchar. Esta situación es descrita en los Evangelios con la imagen de la parálisis. Por esta razón desearía detenerme hoy sobre la sanación de un paralítico, narrada en el quinto capítulo del Evangelio de san Juan (5,1-9).

Jesús va Jerusalén para una fiesta de los judíos. No va directamente al Templo; se detiene ante una puerta, donde seguramente se lavaban a las ovejas que luego eran ofrecidas en sacrificio. Cerca a esta puerta, se ubicaban también tantos enfermos, que, a diferencia de las ovejas, ¡eran excluidos del Templo porque eran considerados impuros! Es entonces Jesús mismo quien los alcanza en su dolor. Estas personas esperaban un prodigio que pudiese cambiar su destino; de hecho, junto a la puerta se encontraba una piscina, cuyas aguas eran consideradas taumatúrgicas, o sea capaces de sanar: en algún momento cuando el agua se agitaba, según la creencia del tiempo, quien primero se zambullía, se curaba.

De esta forma se creaba una especie de “guerra de los pobres”: podemos imaginar la triste escena de estos enfermos que se arrastraban con fatiga para tratar de entrar en la piscina. Aquella piscina se llamaba Betzatá, que significa “casa de la misericordia”: podría ser una imagen de la Iglesia, en donde los enfermos y los pobres se juntan y hasta donde el Señor llega para sanar y donar esperanza.

Jesús se dirige específicamente a un hombre que está paralizado desde hace treinta y ocho años. Ya está resignado, porque no logra sumergirse en la piscina cuando el agua se agita (cfr v. 7). En efecto, aquello que muchas veces nos paraliza es precisamente la desilusión. Nos sentimos desanimados y corremos el riesgo de caer en la dejadez.

Jesús dirige a este paralítico una pregunta que puede parecer superficial: «¿Quieres curarte?» (v. 6). En cambio, es una pregunta necesaria, porque, cuando uno se encuentra bloqueado desde hace tantos años, puede también faltarle la voluntad de sanarse. A veces preferimos permanecer en condición de enfermos, obligando a los otros a ocuparse de nosotros. Es a veces también un pretexto para no decidir qué cosa hacer con nuestra vida. Jesús en cambio reconduce a este hombre a su deseo veraz y profundo.

Este hombre de hecho responde de manera más articulada a la pregunta de Jesús, revelando su visión de la vida. Ante todo, dice que no ha tenido nadie que lo sumerja en la piscina : entonces no es suya la culpa, sino de los otros que no se preocupan por él. Esta actitud se convierte en el pretexto para evitar asumirse las propias responsabilidades. ¿Pero es verdad que no había nadie que lo ayudase? He aquí la respuesta iluminadora de San Agustín: «Si, para ser sanado tenía absolutamente necesidad de un hombre, pero de un hombre que fuese también Dios. […] Ha venido por lo tanto el hombre que era necesario; ¿por qué postergar de nuevo la sanación?». [1]

El paralítico agrega que cuando trata de sumergirse en la piscina hay siempre alguien que llega antes que él. Este hombre está expresando una visión fatalista de la vida. Pensamos que las cosas nos pasan porque no somos afortunados, porque el destino nos es adverso. Este hombre está desanimado. Se siente derrotado en la lucha de la vida.

Jesús en cambio lo ayuda a descubrir que su vida también está en sus manos. Le invita a levantarse, a alzarse de su situación crónica, y a recoger su camilla (cfr v. 8). Ese camastro no se deja o se echa: representa su pasado de enfermedad, es su historia. Hasta aquel momento el pasado lo ha bloqueado; lo ha obligado a yacer como un muerto. Ahora es él que puede cargar aquella camilla y llevarla a donde quiera: ¡puede decidir qué cosa hacer con su historia! Se trata de caminar, asumiéndose la responsabilidad de escoger cuál camino recorrer. ¡Y esto gracias a Jesús!

Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor el don de entender dónde se ha bloqueado nuestra vida. Intentemos dar voz a nuestro deseo de sanar. Y recemos por todos aquellos que se sienten paralizados, que no ven una salida. ¡Pidamos regresar a vivir en el Corazón de Cristo que es la verdadera casa de la misericordia!

[1] Omelia 17, 7.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España, México, Honduras, Chile y Argentina. Jesús nos pregunta también a nosotros: «¿Quieres curarte?». No tengamos miedo de reconocer nuestras parálisis interiores, ni de presentar al Señor nuestros desanimos. Pidamos a María Santísima que nos ayude a responder con fe al llamado de Jesús, que nos invita a levantarnos y caminar con esperanza hacia la vida nueva que Él nos ofrece. Muchas gracias.

Llamamiento

Queridos hermanos y hermanas:

El corazón de la Iglesia está desgarrado por los gritos que se elevan desde los lugares en guerra, en particular desde Ucrania, Irán, Israel y Gaza. ¡No debemos acostumbrarnos a la guerra! Al contrario, hay que rechazar como una tentación el encanto de las armas poderosas y sofisticadas. En realidad, ya que en la guerra actual «al emplear en la guerra armas científicas de todo género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a los que luchan a tal barbarie, que supere, enormemente la de los tiempos pasados» (Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, 79). Por tanto, en nombre de la dignidad humana y del derecho internacional, repito a los responsables lo que solía decir el papa Francisco: ¡la guerra es siempre una derrota! Y con Pío XII: «Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra».

Discurso del Papa León XIV a los participantes del evento promovido por la fundación Domenico Bartolucci en el 500º aniversario del nacimiento de G. P. Da Palestrina

Sala Regia del Palacio Apostólico, Miércoles 18 de junio 2025

Con voz y corazón en la profundidad del misterio

Cari fratelli e sorelle, buonasera!

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!

Después de escuchar estas voces angelicales, casi sería mejor no hablar y dejarnos con esta hermosa experiencia…

Quisiera saludar a Su Eminencia el cardenal Dominique Mamberti, a la hermana Raffaella Petrini, a los estimados ponentes y a los ilustres invitados. Participo con alegría en este encuentro en el que, con palabras y música, celebramos la nueva emisión filatélica promovida por la Fundación Bartolucci y realizada por Correos Vaticanos con motivo del quinto centenario de Palestrina.

Giovanni Pierluigi da Palestrina fue, en la historia de la Iglesia, uno de los compositores que más contribuyó a la promoción de la música sacra, «para la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles» (San Pío X, Motu proprio Inter plurimas pastoralis officii sollicitudines, 22 de noviembre de 1903, 1), en el delicado y a la vez apasionante contexto de la Contrarreforma. Sus composiciones, solemnes y austeras, inspiradas en el canto gregoriano, unen estrechamente la música y la liturgia, «tanto dando a la oración una expresión más suave y favoreciendo la unanimidad, como enriqueciendo con mayor solemnidad los ritos sagrados» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 112).

La polifonía misma, por otra parte, es una forma musical cargada de significado, para la oración y para la vida cristiana. En primer lugar, se inspira en el Texto sagrado, al que se propone «revestir de melodías adecuadas» (Inter sollicitudines, 1) para que llegue mejor «a la inteligencia de los fieles» (ibíd.). Además, realiza este objetivo confiando las palabras a varias voces, que las repiten cada una a su manera y de forma original, con movimientos melódicos y armónicos variados y complementarios. Por último, armoniza el conjunto gracias a la maestría con la que el compositor desarrolla y entrelaza las melodías, respetando las reglas del contrapunto, haciendo que unas sean eco de otras, creando a veces incluso disonancias, que luego encuentran su resolución en nuevos acordes. El efecto de esta unidad dinámica en la diversidad —metáfora de nuestro camino común de fe bajo la guía del Espíritu Santo— es ayudar al oyente a entrar con mayor profundidad en el misterio expresado por las palabras, respondiendo, cuando es oportuno, con responsorios o in alternatim.

Precisamente gracias a esta riqueza de forma y contenido, la tradición polifónica romana, además de habernos dejado un inmenso patrimonio artístico y espiritual, sigue siendo hoy en día, en el ámbito musical, un punto de referencia al que mirar, con las debidas adaptaciones, en la composición sacra y litúrgica, para que a través del canto «los fieles participen plena, consciente y activamente en la Liturgia» (Sacrosanctum Concilium, 14), con una profunda implicación de la voz, la mente y el corazón. De todo esto, la Missa Papae Marcelli, en su género, es un ejemplo por excelencia, al igual que el precioso repertorio de composiciones que nos dejó el inolvidable cardenal Domenico Bartolucci, ilustre compositor y durante casi cincuenta años director de la Capilla Musical Pontificia «Sixtina».

Por lo tanto, doy las gracias a todos los que han hecho posible este encuentro: a la Fundación Bartolucci, a los ponentes, al coro y a todos ustedes. Los recuerdo en mi oración. San Agustín, hablando del canto del Aleluya pascual, decía: «Cantémoslo, pues, ahora, hermanos míos [...]. Como suelen cantar los caminantes, canta, pero camina [...]. Avanza, avanza en el bien [...]. ¡Canta y camina! ¡No te desvíes del camino, no mires atrás, no te detengas!» (Sermo 256, 3). Hagamos nuestra su invitación, especialmente en este tiempo santo de júbilo. A todos, mi bendición.

Saludo del Papa León XIv a los sacerdotes de la Pontificia Academia Eclesiástica que regresan tras un año misionero

Palacio Apostólico, Viernes 20 de junio de 2025

Como discípulos humildes y mansos

Me alegra encontrarlos hoy y dirigirles a cada uno de ustedes mi cordial saludo. Doy la bienvenida a su presidente, S. E. Mons. Salvatore Pennacchio, a su prefecto de estudios, Mons. Gabriel Viola, y a ustedes, queridos sacerdotes, que regresan de la experiencia del Año Misionero, coronamiento de su formación en la Pontificia Academia Eclesiástica.

La semana pasada, al encontrarme con sus compañeros de la Alma Mater de los diplomáticos pontificios, tuve ocasión de reiterar el valor de esta intuición formativa introducida por mi venerado predecesor. Les exhorté a ser y permanecer «pastores con los pies en la tierra», para encarnar esa figura del sacerdote al servicio del Papa en las Representaciones Pontificias, bien delineada en el Quirógrafo El ministerio petrino, con el que se quiso dar un nuevo impulso a su institución plurisecular, que pronto celebrará el 325º aniversario de su fundación.

Como afirmé en algunos encuentros en el contexto del reciente Jubileo de la Santa Sede, la custodia de esa solicitud por todas las Iglesias —propia del ministerio que me ha sido confiado— necesita el servicio fiel e insustituible de la Secretaría de Estado y de los Representantes Pontificios, con los que pronto comenzarán a colaborar.

Por eso los exhorto también a ustedes a ejercer el don de su sacerdocio con humildad y mansedumbre, con capacidad de escucha y cercanía, como fieles e incansables discípulos de Cristo, el Buen Pastor. Sean cuales sean las tareas que se les encomienden, en cualquier parte del mundo en que se encuentren, el Papa debe poder contar con sacerdotes que, en la oración como en el trabajo, no escatimen en llevar su cercanía a los pueblos y a las Iglesias con su testimonio.

Les agradezco nuevamente la docilidad y la abnegación con que en este último año se han entregado en los contextos más diversos, y bendigo de corazón el inicio de su ministerio en el servicio diplomático de la Santa Sede.

Discurso del Papa León XIV a los miembros de los capítulos generales de la orden de los frailes menores conventuales y de la orden de la santísima trinidad y de los cautivos

Sala Clementina, Viernes 20 de junio de 2025

Dóciles a la Iglesia e inspirados por Dios

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La paz esté con ustedes

Bienvenidos a todos queridos hermanos y hermanas: Saludo especialmente a los Superiores Generales —ambos han sido confirmados— , a los consejeros y a los capitulares de la Orden de los Frailes Menores Conventuales y la Orden de la Santísima Trinidad y de los Cautivos, así como a los delegados de las Terceras Ordenes y de grupos laicales.

El poder acoger juntos a franciscanos y trinitarios me ha recordado una pintura situada en el ábside de la basílica de San Juan de Letrán, que representa una audiencia de la que esta podría ser una hermosa conmemoración. En efecto, la imagen muestra al Papa Inocencio III, recibiendo a san Francisco y a san Juan de Mata juntos, para recordar su gran contribución a la reforma de la vida religiosa.

Es interesante señalar como san Francisco se representa de rodillas, con un enorme libro abierto, casi como si estuviese por decir al Pontífice: “Santidad yo sólo os pido vivir la regla del Santo Evangelio sine glossa” (cf. Test 14-15). San Juan de Mata, en cambio, está de pie y tiene en sus manos la regla que ha elaborado junto al Pontífice. Si san Francisco manifiesta la docilidad a la Iglesia, presentado su proyecto no como algo propio sino como un don divino, san Juan de Mata muestra el texto aprobado, después de estudio y discernimiento, como culminación de un trabajo absolutamente necesario para hacer realidad el propósito que Dios les ha inspirado. Ambas actitudes lejos de ser contradictorias se iluminarán mutuamente y serán pauta para el servicio que desde entonces la Santa Sede realiza en favor de todos los carismas.

Dios no sólo inspiró a ambos santos un camino espiritual y de servicio, sino también el deseo de confrontar con el Sucesor de Pedro el don recibido por el Espíritu para ponerlo a disposición de la Iglesia. San Francisco le plantea al Papa la necesidad de seguir a Jesús sin reservas, sin otros fines, sin ambigüedades ni artificios. San Juan de Mata plasma esa verdad en palabras que resultarán claves después y que san Francisco hará suyas. Un ejemplo hermoso de esto será el vivir “sin nada propio”, sin nada “escondido en la recámara del bolsillo o el corazón” como recalcaba el Papa Francisco (cf. Discurso a las Canonesas de la Orden del Espíritu Santo, 5 diciembre 2024). Otro de estos términos expresará la necesidad de que esa entrega se revierta en el servicio, de que el superior se perciba como Ministro, el que se hace menor, para ser servidor de todos. Es interesante como el versículo de san Mateo (cf. 20,27) ha incidido en el vocabulario de toda la vida religiosa, pues llamar prior, maestro, magister, o ministro conforman todo el ideario de la autoridad como servicio.

Para actualizar este don, ustedes los trinitarios han querido centrarse en el propósito de su Instituto: llevar consolación a aquellos que no pueden vivir su fe en libertad. Durante estos meses han hecho oración este deseo, siguiendo las palabras de san Pablo: «perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados» (2 Co 4,9), que inspiran el lema de este capítulo. Me uno a esta oración y pido también a Dios Trinidad que sea este uno de los frutos de su asamblea, que no dejen de recordar en su oración y en su esfuerzo cotidiano a los perseguidos por causa de su fe. Esa parte, la tercera —referente a los perseguidos—, según el magisterio de San Agustín, es la parte de Dios y la que marca la vocación del libertador de su Pueblo (Cuestiones sobre el Heptateuco, lib. II, 15). Además, esa tensión hacia los miembros de la Iglesia que más sufren, atraerá la mirada de las vocaciones, de los fieles y de los hombres de buena voluntad por esta realidad y los mantendrán disponibles a los servicios de frontera que desarrollan en la Península Arábica, Oriente Medio, África y el subcontinente indio.

Otro elemento esencial del propio propósito es el que han trabajado en este capítulo, ustedes, los frailes menores conventuales, que han discernido sobre los directorios de los capítulos general y provincial, pues en ellos “se habla de las cosas de Dios”. No es nuestro interés el que nos debe mover, sino el de Cristo, es su Espíritu el primero que debemos escuchar, para “escribir el futuro en el presente” —como dice el lema de su capítulo—. Escucharlo la voz del hermano, en el discernimiento de la comunidad, en la atención a los signos de los tiempos, a los reclamos del Magisterio. Queridos hijos de san Francisco de Asís, en el octavo centenario de la composición del Cántico de las criaturas o de Hermano sol, los exhorto a ser, cada uno personalmente y en cada una de sus fraternidades, un reclamo vivo al primado de la alabanza a Dios en la vida cristiana. Y no quiero olvidar que ustedes conventuales celebran el aniversario de su renovada presencia en extremo oriente.

Queridos hermanos, quisiera concluir este encuentro con las Alabanzas al Dios Altísimo, ese trisagio escrito por san Francisco: «Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas (Sal 76,15). Tú eres fuerte, tú eres grande (cf. Sal 85,10), tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo (Jn 17,11), rey del cielo y de la tierra (cf. Mt 11,25)».

Gracias a todos ustedes y que Dios les bendiga.

Mensaje de León XIV a los participantes en la segunda conferencia anual sobre Inteligencia Artificial, ética y gobernanza empresarial

[Palacio Piacentini (en via Veneto, sede del Mimit) y en la Sala Regia del Palacio Apostólico en Vaticano, 19-20 de junio de 2025]

Esencial un cuadro ético para la inteligencia artificial

Con motivo de esta Segunda Conferencia Anual de Roma sobre la Inteligencia Artificial, extiendo mis mejores deseos a todos los participantes. Su presencia da testimonio de la urgente necesidad de una reflexión profunda y un debate constante sobre la dimensión intrínsecamente ética de la inteligencia artificial, así como sobre su gestión responsable. En este sentido, me complace que la segunda jornada de la Conferencia se celebre en el Palacio Apostólico, una clara señal del deseo de la Iglesia de participar en estos debates que afectan directamente al presente y al futuro de nuestra familia humana.Junto con su extraordinario potencial para beneficiar a la familia humana, el rápido desarrollo de la inteligencia artificial también plantea cuestiones más profundas sobre el uso correcto de esta tecnología para generar una sociedad global más auténticamente justa y humana. En este sentido, aunque es sin duda un producto excepcional del genio humano, la inteligencia artificial es «ante todo un instrumento» (Papa Francisco, Discurso en la Sesión del G7 sobre Inteligencia Artificial, 14 de junio de 2024). Por definición, los instrumentos remiten a la inteligencia humana que los ha producido y obtienen gran parte de su fuerza ética de las intenciones de las personas que los utilizan. En algunos casos, la inteligencia artificial se ha utilizado de manera positiva e incluso noble para promover una mayor igualdad, pero también existe la posibilidad de que se utilice indebidamente para obtener ganancias egoístas a expensas de otros o, peor aún, para fomentar conflictos y agresiones.

Por su parte, la Iglesia desea contribuir a un debate sereno e informado sobre estas cuestiones apremiantes, subrayando ante todo la necesidad de evaluar las ramificaciones de la inteligencia artificial a la luz del «desarrollo integral de la persona y de la sociedad» (Nota Antiqua et nova, n. 6). Esto significa tener en cuenta el bienestar de la persona humana no solo desde el punto de vista material, sino también intelectual y espiritual; significa salvaguardar la dignidad inviolable de toda persona humana y respetar la riqueza cultural y espiritual y la diversidad de los pueblos del mundo. En esencia, es necesario evaluar los beneficios y los riesgos de la inteligencia artificial precisamente según este criterio ético superior.

Lamentablemente, como subrayó el difunto Papa Francisco, nuestras sociedades están viviendo hoy una cierta «pérdida o al menos, un oscurecimiento del sentido de lo humano», lo que a su vez nos desafía a todos a reflexionar más profundamente sobre la verdadera naturaleza y singularidad de nuestra dignidad humana común (Discurso en la Sesión del G7 sobre Inteligencia Artificial, 14 de junio de 2024). La inteligencia artificial, especialmente la generativa, ha abierto nuevos horizontes en muchos niveles diferentes, entre ellos la mejora de la investigación en el ámbito sanitario y los descubrimientos científicos, pero también plantea preguntas preocupantes sobre sus posibles repercusiones en la apertura de la humanidad a la verdad y la belleza, en nuestra capacidad particular de comprender y elaborar la realidad. Reconocer y respetar lo que caracteriza de manera única al ser humano es esencial para el debate sobre cualquier marco ético adecuado para la gestión de la inteligencia artificial.

Todos nosotros, estoy seguro, estamos preocupados por los niños y los jóvenes, y por las posibles consecuencias del uso de la inteligencia artificial en su desarrollo intelectual y neurológico. Hay que ayudar a nuestros jóvenes, y no obstaculizarles, en su camino hacia la madurez y la responsabilidad auténtica. Son nuestra esperanza para el futuro, y el bienestar de la sociedad depende de que se les dé la capacidad de desarrollar los dones y aptitudes recibidos de Dios y de responder a las exigencias del tiempo y a las necesidades de los demás con espíritu libre y generoso.

Ninguna generación ha tenido nunca un acceso tan rápido a la cantidad de información que ahora está disponible gracias a la inteligencia artificial. Pero, una vez más, el acceso a los datos —por muy vastos que sean— no debe confundirse con la inteligencia, que, necesariamente, «implica la apertura de la persona a las cuestiones últimas de la vida y refleja una orientación hacia lo Verdadero y lo Bueno» (Antiqua et nova, n. 29). Al final, la verdadera sabiduría tiene más que ver con reconocer el verdadero sentido de la vida que con la disponibilidad de datos. A la luz de esto, queridos amigos, expreso mi esperanza de que sus deliberaciones examinen la inteligencia artificial también en el contexto del necesario aprendizaje intergeneracional que permitirá a los jóvenes integrar la verdad en su vida moral y espiritual, influyendo así en sus decisiones maduras y abriendo el camino hacia un mundo de mayor solidaridad y unidad (cf. ibíd., n. 28).

La tarea que tienen ante sí no es fácil, pero es de vital importancia. Agradeciéndoles su compromiso actual y futuro, invoco de corazón sobre ustedes y sus familias las bendiciones divinas de la sabiduría, la alegría y la paz.

Desde el Vaticano, 17 de junio de 2025.

LEÓN PP. XIV

Discurso del Papa León XIV a los parlamentarios con ocasión del Jubileo de los gobernantes

Aula de las Bendiciones, Sábado 21 de junio 2025

La política es la forma más alta de caridad

Señora Presidenta del Consejo de Ministros y Señor Presidente de la Cámara de Diputados de la República Italiana,

Señora Presidenta y Señor Secretario General de la Unión Interparlamentaria,

Distinguidos representantes de instituciones académicas y líderes religiosos,

Me complace podernos reunir en el marco de la Conferencia de la Unión Interparlamentaria, durante el actual Jubileo de los Gobernantes y Administradores. Dirijo un cordial saludo a los miembros de las delegaciones procedentes de sesenta y ocho países diferentes y, de manera particular, a los presidentes de las respectivas instituciones parlamentarias.

La política ha sido definida acertadamente como «la forma más elevada de la caridad», citando al Papa Pío XI (Discurso a la Federación Italiana de Universidades Católicas, 18 de diciembre de 1927). En efecto, si consideramos el servicio que la vida política presta a la sociedad y al bien común, puede considerarse verdaderamente un acto de amor cristiano, que nunca es simplemente una teoría, sino siempre un signo concreto y un testimonio de la constante preocupación de Dios por el bien de nuestra familia humana (cf. Francisco, Carta encíclica Fratelli Tutti, 176-192).

A este respecto, me gustaría compartir con ustedes esta mañana tres reflexiones que considero importantes en el contexto cultural actual.

La primera se refiere a su responsabilidad de promover y proteger, independientemente de cualquier interés particular, el bien de la comunidad, el bien común, defendiendo especialmente a los vulnerables y marginados. Esto significaría, por ejemplo, trabajar para superar la inaceptable desproporción entre la inmensa acumulación de las riquezas concentrada en manos de unos pocos y los pobres del mundo (cf. León XIII, Carta encíclica Rerum Novarum, 15 de mayo de 1891, 1). Los que viven en condiciones extremas claman para que se escuche su voz y, a menudo, no encuentran oídos dispuestos a escuchar su súplica. Este desequilibrio genera situaciones de injusticia persistente, que fácilmente conducen a la violencia y, tarde o temprano, a la tragedia de la guerra. Una política sana, en cambio, al promover la distribución equitativa de los recursos, puede ofrecer un servicio eficaz a la armonía y la paz, tanto en el ámbito nacional como en el internacional.

La segunda reflexión se refiere a la libertad religiosa y al diálogo interreligioso. Este ámbito ha adquirido mayor importancia en el tiempo actual, y la vida política puede lograr mucho favoreciendo las condiciones para que exista una auténtica libertad religiosa y se desarrolle un encuentro respetuoso y constructivo entre las diferentes comunidades religiosas. La fe en Dios, con los valores positivos que de ella se derivan, es una fuente inmensa de bondad y de verdad para la vida de las personas y de las comunidades. San Agustín hablaba de la necesidad de pasar del amor sui —el amor egoísta, miope y destructivo— al amor Dei —el amor libre y generoso, fundado en Dios y que conduce a la entrega de sí mismo—. Ese paso, enseñaba, es esencial para la construcción de la civitas Dei, una sociedad cuya ley fundamental es la caridad (cf. De Civitate Dei, XIV, 28).

Para tener un punto de referencia común en la actividad política y no excluir a priori cualquier consideración de lo trascendente en los procesos decisorios, sería útil buscar un elemento que una a todos. A tal fin, un punto de referencia esencial es la ley natural, escrita no por manos humanas, sino reconocida como válida en todos los tiempos y lugares, y que encuentra su argumento más plausible y convincente en la propia naturaleza. En las palabras de Cicerón, ya autoritario exponente de esta ley en la antigüedad, cito de De Re Publica: «La ley natural es la razón recta, conforme a la naturaleza, universal, constante y eterna, que con sus mandamientos invita al deber y con sus prohibiciones aleja del mal [...]. No es lícito modificar esta ley ni sustraerle ninguna parte, ni es posible abolirla por completo; ni por medio del Senado ni del pueblo podemos liberarnos de ella, ni es necesario buscar a quien la comente o la interprete. Y no habrá una ley en Roma, otra en Atenas, una ahora y otra después, sino una sola ley eterna e inmutable que gobernará a todos los pueblos en todos los tiempos» (Cicerón, De re publica, III, 22).

La ley natural, universalmente válida más allá y por encima de otras convicciones de carácter más discutible, constituye la brújula que nos orienta en la legislación y en la acción, especialmente en las delicadas y apremiantes cuestiones éticas que, hoy más que en el pasado, afectan al ámbito de la vida personal y privada.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada y proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, forma parte hoy del patrimonio cultural de la humanidad. Ese texto, siempre actual, puede contribuir en gran medida a situar a la persona humana, en su integridad inviolable, en el centro de la búsqueda de la verdad, devolviendo así la dignidad a quienes no se sienten respetados en lo más íntimo de su ser y en los principios dictados por su conciencia.

Y llegamos a la tercera consideración. El grado de civilización alcanzado en nuestro mundo y los objetivos a los que están llamados a responder encuentran hoy un gran desafío en la inteligencia artificial. Se trata de un desarrollo que sin duda será de gran ayuda para la sociedad, siempre y cuando su uso no afecte a la identidad y la dignidad de la persona humana y sus libertades fundamentales. En particular, no hay que olvidar que la inteligencia artificial tiene su función en ser un instrumento para el bien del ser humano, no para degradarlo, ni para definir su derrota y sustituirlo. Se perfila, por tanto, un reto considerable, que requiere mucha atención y una mirada previsora hacia el futuro, para proyectar, incluso en el contexto de nuevos escenarios, estilos de vida sanos, justos y seguros, sobre todo en beneficio de las generaciones más jóvenes.

Nuestra vida personal tiene más valor que cualquier algoritmo, y las relaciones sociales requieren espacios humanos muy superiores a los esquemas limitados que cualquier máquina sin alma puede preconfigurar. No olvidemos que, a pesar de ser capaz de almacenar millones de datos y ofrecer en pocos segundos respuestas a muchas preguntas, la inteligencia artificial sigue teniendo una «memoria» estática, que no es en absoluto comparable a la de los hombres y las mujeres, que es creativa, dinámica, generativa, capaz de unir el pasado, el presente y el futuro en una búsqueda viva y fecunda de sentido, con todas las implicaciones éticas y existenciales que esto conlleva (cf. Francisco, Discurso en la Sesión del G7 sobre Inteligencia Artificial, 14 de junio de 2024).

La política no puede ignorar una provocación de esta magnitud. Al contrario, se ve llamada a responder a tantos ciudadanos que, con razón, miran con confianza y preocupación a los retos que plantea esta nueva cultura digital.

San Juan Pablo II, con motivo del Jubileo del 2000, señaló a los políticos a San Tomás Moro como testimonio a quien mirar e intercesor bajo cuya protección poner su compromiso. En efecto, Sir Thomas Moro fue un hombre fiel a sus responsabilidades civiles, un perfecto servidor del Estado precisamente en virtud de su fe, que le llevó a interpretar la política no como una profesión, sino como una misión para el crecimiento de la verdad y del bien. Él «puso su actividad pública al servicio de la persona, especialmente de los débiles y pobres; gestionó las controversias sociales con exquisito sentido de la equidad; protegió la familia y la defendió con enérgico compromiso; promovió la educación integral de la juventud»(Carta Ap. M.P. E Sancti Thomae Mori, 31 de octubre de 2000, 4). El valor con el que no dudó en sacrificar su propia vida para no traicionar la verdad lo convierte aún hoy, para nosotros, en un mártir de la libertad y del primado de la conciencia. ¡Que su ejemplo sea fuente de inspiración y guía para cada uno de ustedes!

Ilustres señoras y señores, les doy las gracias por esta visita. Les deseo en la oración lo mejor por su compromiso e invoco sobre ustedes y sus seres queridos abundantes bendiciones de Dios.

Gracias a todos ustedes. Que Dios los bendiga y bendiga su trabajo. Gracias.

Ángelus en la Solemnidad del cuerpo y la sangre de Cristo

Plaza de San Pedro, Domingo, 22 de junio de 2025

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Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Hoy, en muchos países, se celebra la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Corpus Domini, y el Evangelio narra el milagro de los panes y los peces (cf. Lc 9,11-17).

Para dar de comer a las miles de personas que acudieron a escucharlo y a pedirle curación, Jesús invita a los Apóstoles a que le presenten lo poco que tienen, bendice los panes y los peces y les ordena que los distribuyan entre todos. El resultado es sorprendente, no sólo cada uno recibe comida suficiente, sino que sobra en abundancia (cf. Lc 9,17).

El milagro, más allá del prodigio, es un “signo” y nos recuerda que los dones de Dios, incluso los más pequeños, crecen cuanto más se comparten.

Sin embargo, al leer todo esto en el día del Corpus Domini, reflexionamos sobre una realidad aún más profunda. Sabemos, en efecto, que en la raíz de todo compartir humano hay uno más grande que lo precede: el de Dios hacia nosotros. Él, el Creador, que nos dio la vida, para salvarnos pidió a una de sus criaturas que fuera su Madre, para asumir un cuerpo frágil, limitado, mortal, como el nuestro, poniéndose en sus manos como un niño. Así compartió hasta sus últimas consecuencias nuestra pobreza, eligiendo valerse, para redimirnos, precisamente de lo poco que podíamos ofrecerle (cf. Nicolás Cabásilas, La vida en Cristo, IV, 3).

Pensemos en lo bonito que es, cuando hacemos un regalo —quizás pequeño, acorde con nuestras posibilidades— ver que es apreciado por quien lo recibe; lo contentos que nos sentimos cuando comprobamos que, a pesar de su sencillez, ese regalo nos une aún más a quienes amamos. Pues bien, en la Eucaristía, entre nosotros y Dios, sucede precisamente esto, el Señor acoge, santifica y bendice el pan y el vino que ponemos en el altar, junto con la ofrenda de nuestra vida, y los transforma en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sacrificio de amor para la salvación del mundo. Dios se une a nosotros acogiendo con alegría lo que le presentamos y nos invita a unirnos a Él recibiendo y compartiendo con igual alegría su don de amor. De este modo —dice san Agustín—, como el “conjunto de muchos granos se ha transformado en un solo pan, así en la concordia de la caridad se forma un solo cuerpo de Cristo” (cf. Sermón 229/A, 2).

Queridos hermanos, esta noche haremos la Procesión Eucarística. Celebraremos juntos la Santa Misa y luego nos pondremos en camino, llevando el Santísimo Sacramento por las calles de nuestra ciudad. Cantaremos, rezaremos y, finalmente, nos reuniremos en la Basílica de Santa María la Mayor para implorar la bendición del Señor sobre nuestros hogares, nuestras familias y toda la humanidad. Partiendo desde el altar y el sagrario, que esta celebración sea un signo luminoso de nuestro compromiso de ser cada día portadores de comunión y paz los unos para los otros, en el compartir y en la caridad.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Continúan llegando noticias alarmantes desde Oriente Medio, sobre todo desde Irán. En este escenario dramático, que incluye a Israel y Palestina, corre el riesgo de caer en el olvido el sufrimiento diario de la población, especialmente de Gaza y los demás territorios, donde la necesidad de una ayuda humanitaria adecuada es cada vez más urgente.

Hoy más que nunca, la humanidad clama y pide la paz. Es un grito que exige responsabilidad y razón, y no debe ser sofocado por el estruendo de las armas ni por las palabras retóricas que incitan al conflicto. Todo miembro de la comunidad internacional tiene la responsabilidad moral de detener la tragedia de la guerra, antes de que se convierta en una vorágine irreparable. No existen conflictos “lejanos” cuando está en juego la dignidad humana.

La guerra no resuelve los problemas, sino que los amplifica y produce heridas profundas en la historia de los pueblos, que tardan generaciones en cicatrizar. Ninguna victoria armada podrá compensar el dolor de las madres, el miedo de los niños, el futuro robado.

¡Que la diplomacia haga callar las armas! ¡Que las naciones tracen su futuro con obras de paz, no con la violencia ni conflictos sangrientos!

Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos. Me complace saludar a los Parlamentarios y a los Alcaldes aquí presentes con ocasión del Jubileo de los Gobernantes y de los Administradores.

Saludo particularmente a los fieles de Bogotá y Samupués, Colombia; también a aquellos venidos de Polonia, en especial a los alumnos y profesores de un Instituto técnico de Cracovia; a la banda musical de Strengberg, Austria, a los fieles de Hannover, Alemania; a los jóvenes de Confirmación de Gioia Tauro y a los chicos de Tempio Pausania.

A todos les deseo que pasen un feliz domingo. Y bendigo a aquellos que hoy participan activamente en la fiesta del Corpus Domini, ya sea con el canto, la música, los homenajes florales, las artesanías y, sobre todo, con la oración y la procesión.

Muchas gracias a todos y feliz domingo.

Homilía del Papa en la Solemnidad del Santísimo cuerpo y sangre de Cristo,

Plaza de San Juan de Letrán, Domingo, 22 de junio de 2025

Compartir el pan para multiplicar la esperanza

Queridos hermanos y hermanas, es hermoso estar con Jesús. El Evangelio que acabamos de escuchar lo atestigua, narrando que las multitudes permanecían horas y horas con Él, que hablaba del Reino de Dios y curaba a los enfermos (cf. Lc 9,11). La compasión de Jesús por quienes sufren manifiesta la amorosa cercanía de Dios, que viene al mundo para salvarnos. Cuando Dios reina, el hombre es liberado de todo mal. Sin embargo, incluso para aquellos que reciben la buena nueva de Jesús, llega la hora de la prueba. En aquel lugar desierto, donde las multitudes han escuchado al Maestro, cae la tarde y no hay nada para comer (cf. v. 12). El hambre del pueblo y la puesta del sol son signos de un límite que se cierne sobre el mundo, sobre cada criatura: el día termina, al igual que la vida de los hombres. Es en esta hora, en el tiempo de la indigencia y de las sombras, cuando Jesús permanece entre nosotros.

Justo cuando el sol se pone y el hambre crece, mientras los propios apóstoles piden despedir a la gente, Cristo nos sorprende con su misericordia. Él tiene compasión del pueblo hambriento e invita a sus discípulos a que se ocupen de él, porque el hambre no es una necesidad que no tenga que ver con el anuncio del Reino y el testimonio de la salvación. Al contrario, esta hambre está vinculada con nuestra relación con Dios. Sin embargo, cinco panes y dos peces no parecen suficientes para alimentar al pueblo, porque los cálculos de los discípulos, aparentemente razonables revelan, en cambio, su poca fe. Ya que, en realidad, con Jesús contamos con todo lo necesario para dar fuerza y sentido a nuestra vida.

En efecto, a la urgencia del hambre, Él responde con el signo del compartir: levanta los ojos, pronuncia la bendición, parte el pan y da de comer a todos los presentes (cf. v. 16). Los gestos del Señor no inauguran un complejo ritual mágico, sino que manifiestan con sencillez el agradecimiento hacia el Padre, la oración filial de Cristo y la comunión fraterna que sostiene el Espíritu Santo. Para multiplicar los panes y los peces, Jesús divide los que hay: sólo así hay suficiente para todos, es más, sobran. Después de haber comido ―hasta saciarse―, con lo que sobró, llenaron doce canastos (cf. v. 17).

Esta es la lógica que salva al pueblo hambriento: Jesús actúa según el estilo de Dios, enseñando a hacer lo mismo. Hoy, en lugar de las multitudes que aparecen en el Evangelio, hay pueblos enteros, humillados por la codicia ajena aún más que por el hambre misma. Ante la miseria de muchos, la acumulación de unos pocos es signo de una soberbia indiferente, que produce dolor e injusticia. En lugar de compartir, la opulencia desperdicia los frutos de la tierra y del trabajo del hombre. Especialmente en este año jubilar, el ejemplo del Señor sigue siendo para nosotros un criterio urgente de acción y servicio: compartir el pan, para multiplicar la esperanza, proclama la venida del Reino de Dios.

Al salvar del hambre a las multitudes, Jesús anuncia que salvará a todos de la muerte. Este es el misterio de la fe, que celebramos en el sacramento de la Eucaristía. Así como el hambre es señal de nuestra radical indigencia vital, así también el partir el pan es signo del don divino de la salvación.

Queridos amigos, Cristo es la respuesta de Dios al hambre del hombre, porque su cuerpo es el pan de la vida eterna: ¡tomen y coman todos de él! La invitación de Jesús abarca nuestra experiencia cotidiana: para vivir, necesitamos alimentarnos de la vida, quitándosela a las plantas y a los animales. Sin embargo, comer algo exánime nos recuerda que también nosotros, por mucho que comamos, moriremos. En cambio, cuando nos alimentamos de Jesús, pan vivo y verdadero, vivimos para Él. Ofreciéndose sin reservas, el Crucificado Resucitado se entrega a nosotros, y de este modo descubrimos que hemos sido hechos para nutrirnos de Dios. Nuestra naturaleza hambrienta lleva la marca de una indigencia que es saciada por la gracia de la Eucaristía. Como escribe san Agustín, Cristo es, de verdad, «panis qui reficit, et non deficit; panis qui sumi potest, consumi non potest» (Sermo 130, 2), es decir, un pan que nutre y nunca falta; un pan que se puede comer pero que nunca se agota. La Eucaristía, en efecto, es la presencia verdadera, real y sustancial del Salvador (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1413), que transforma el pan en sí mismo, para transformarnos en Él. Vivo y vivificante, el Corpus Domini hace de nosotros, o sea, de la Iglesia misma, el cuerpo del Señor.

Por eso, según las palabras del apóstol Pablo (cf. 1 Cor 10,17), el Concilio Vaticano II enseña que «la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico […]. Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (Const. dogm. Lumen gentium, 3). La procesión que comenzaremos dentro de poco es un signo de ese camino. Juntos, pastores y rebaño, nos alimentamos del Santísimo Sacramento, lo adoramos y lo llevamos por las calles. Al hacerlo, lo ofrecemos a la mirada, a la conciencia y al corazón de la gente. Al corazón de quien cree, para que crea más firmemente, y al corazón de quien no cree, para que se cuestione sobre el hambre que tenemos en el alma y sobre el pan que puede saciarla.

Fortalecidos por el alimento que Dios nos da, llevemos a Jesús al corazón de todos, porque Jesús incluye a todos en la obra de la salvación, invitando a cada uno a participar en su mesa. ¡Dichosos los invitados, que se convierten en testigos de este amor!

Audiencia general

Plaza de San Pedro, Miércoles 25 de junio de 2025

Nutrirse del Evangelio para sanarse del cansancio de vivir

Queridos hermanos y hermanas,

hoy también meditamos sobre las curaciones de Jesús como señal de esperanza. En Él hay una fuerza que nosotros también podemos experimentar cuando entramos en relación con su Persona.

Una enfermedad muy difundida en nuestro tiempo es el cansancio de vivir: la realidad nos parece demasiado compleja, pesada, difícil de afrontar. Y entonces nos apagamos, nos adormecemos, con la ilusión que al despertarnos las cosas serán diferentes. Pero la realidad va afrontada, y junto con Jesús podemos hacerlo bien. A veces nos sentimos bloqueados por el juicio de aquellos que pretenden colocar etiquetas a los demás.

Me parece que estas situaciones puedan cotejarse con un pasaje del Evangelio de Marcos, donde se entrelazan dos historias: aquella de una niña de doce años, que yace en su lecho enferma a punto de morir; y aquella de una mujer, que, precisamente desde hace doce años, tiene pérdidas de sangre y busca a Jesús para sanarse (cfr Mc 5,21-43).

Entre estas dos figuras femeninas, el Evangelista coloca al personaje del padre de la muchacha: él no se queda en casa lamentándose por la enfermedad de la hija, sino sale y pide ayuda. Si bien sea el jefe de la sinagoga, no pone pretensiones argumentando su posición social. Cuando hay que esperar no pierde la paciencia y espera. Y cuando le vienen a decir que su hija ha muerto y es inútil disturbar al Maestro, él sigue teniendo fe y continúa esperando.

El coloquio de este padre con Jesús es interrumpido por la mujer que padecía flujo de sangre, que logra acercarse a Jesús y tocar su manto (v. 27). Con gran valentía esta mujer ha tomado la decisión que cambia su vida: todos seguían diciéndole que permanezca a distancia, que no se deje ver. La habían condenado a quedarse escondida y aislada. A veces también nosotros podemos ser víctimas del juicio de los demás, que pretenden colocarnos un vestido que no es el nuestro. Y entonces estamos mal y no logramos salir de eso.

Aquella mujer emboca el camino de la salvación cuando germina en ella la fe que Jesús puede sanarla: entonces encuentra la fuerza para salir e ir a buscarlo. Al menos quiere llegar a tocar sus vestidos.

Alrededor de Jesús había una muchedumbre, muchas personas lo tocaban, pero a ellos no les pasó nada. En cambio, cuando esta mujer toca a Jesús, se sana. ¿Dónde está la diferencia? Comentando este punto del texto, San Agustín dice – en nombre de Jesús –: «La multitud apretuja, la fe toca» (Sermones 243, 2, 2). Y así: cada vez que realizamos un acto de fe dirigido a Jesús, se establece un contacto con Él e inmediatamente su gracia sale de Él. A veces no nos damos cuenta, pero de una forma secreta y real la gracia nos alcanza y lentamente transforma la vida desde dentro.

Quizás también hoy tantas personas se acercan a Jesús de manera superficial, sin creer de verdad en su potencia. ¡Caminamos la superficie de nuestra iglesia, pero quizás el corazón está en otra parte! Esta mujer, silenciosa y anónima, derrota a sus temores, tocando el corazón de Jesús con sus manos consideradas impuras a causa de la enfermedad. Y he aquí que inmediatamente se siente curada. Jesús le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Mc 5,34).

Mientras tanto, llevaron a aquel padre la noticia que su hija había muerto. Jesús le dice: «¡No temas, basta que creas!» (v. 36). Luego fue a su casa y, viendo que todos lloraban y gritaban, dijo: «La niña no está muerta, sino que duerme» (v. 39). Luego entra donde está la niña, le toma la mano y le dice: «Talitá kum», “¡Niña, levántate!”. La muchacha se levanta y se pone a caminar (cfr vv. 41-42). Aquel gesto de Jesús nos muestra que Él no solo sana toda enfermedad, sino que también despierta de la muerte. Para Dios, que es Vida eterna, la muerte del cuerpo es como un sueño. La muerte verdadera es aquella del alma: ¡de esta debemos tener miedo!

Un último detalle: Jesús, luego de haber resucitado a la niña, dice a los padres que le den de comer (cfr v. 43). Esta es otra señal muy concreta de la cercanía de Jesús a nuestra humanidad. Podemos también entenderlo en sentido más profundo y preguntarnos: ¿cuándo nuestros muchachos se encuentran en crisis y tienen necesidad de nutrición espiritual, sabemos dársela? ¿Y cómo podemos hacerlo si nosotros mismos no nos nutrimos del Evangelio?

Queridos hermanos y hermanas, en la vida hay momentos de desilusión y de desánimo, y hay también la experiencia de la muerte. Aprendamos de aquella mujer, de aquel padre: vamos hacia Jesús: Él puede sanarnos, puede hacernos renacer. ¡Jesús es nuestra esperanza!

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los sacerdotes y seminaristas provenientes de España, México, Puerto Rico, Ecuador, Colombia, El Salvador, Venezuela. En la vida hay momentos de desilusión, de desaliento e incluso de muerte. Aprendamos de aquella mujer y de aquel padre: vayamos a Jesús. Él puede sanarnos, puede devolvernos la vida. ¡Él es nuestra esperanza! Muchas gracias.

Discurso del Papa León XIV a los obispos redentoristas scalabrinianos

Sala del Consistorio, Jueves 26 de junio de 2025

Servicio a los migrantes y evangelización de pobres y alejados: dos carismas siempre actuales

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡La paz sea con ustedes!

Eminencias, Excelencias,

Reverendos Superiores,

queridos hermanos, ¡bienvenidos!

Me alegra este encuentro y me parece hermosa la ocasión que lo motiva: la decisión de dos congregaciones religiosas de encontrarse y confrontarse con aquellos hermanos que han donado a la Iglesia en el ministerio episcopal. Se trata de un intercambio que sin duda enriquece a los obispos aquí presentes, a sus comunidades y a todo el pueblo de Dios, como enseña el Concilio Vaticano II (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 7; Congr. para las Rel. y las Inst. Sec. – Congr. para los Obispos, Criterios rectores sobre las relaciones entre los obispos y los religiosos en la Iglesia, 2).

La Iglesia está agradecida a sus Instituciones, a las que ha pedido, con el nombramiento de obispos entre sus miembros, un sacrificio nada indiferente en tiempos de escasez de religiosos, por lo que privarse de hermanos comprometidos en el servicio de las diversas obras conlleva no pocos problemas. ¡Quizás el general me diga algo!... Al mismo tiempo, sin embargo, ha hecho a sus congregaciones un don muy grande, porque el servicio a la Iglesia universal es para cualquier familia religiosa la gracia y la alegría más bella, como sin duda confirmarían sus fundadores.

En particular, ustedes, religiosos scalabrinianos y redentoristas, elegidos y consagrados para el servicio del Episcopado y también del Cardenalato, llevan en su ministerio la herencia de dos carismas importantes, especialmente en nuestros días: el servicio a los migrantes y la evangelización de los pobres y de los lejanos.

San Alfonso María de Ligorio, al entrar en contacto con la miseria de los barrios más abandonados de la Nápoles del siglo XVIII, renunció a una vida acomodada y a una carrera lucrativa, abrazando la misión de llevar el Evangelio a los últimos.

San Juan Bautista Scalabrini, más tarde, supo sentir y hacer suyas las esperanzas y los sufrimientos de tantas personas que partían, dejando todo atrás, para buscar en países lejanos un futuro mejor para ellos mismos y sus familias.

Ambos fueron fundadores, se convirtieron en obispos y supieron responder a los retos de unos sistemas sociales y económicos que, si bien por un lado abrían nuevas fronteras a varios niveles, por otro dejaban tras de sí tanta miseria ignorada y tantos problemas, creando focos de degradación de los que nadie parecía querer ocuparse.

Nosotros, en un momento histórico que, aunque presenta grandes oportunidades, no carece de dificultades y contradicciones, celebrando el Jubileo de la Esperanza, queremos recordar que, hoy como ayer, la voz que hay que escuchar para comprender qué hacer es la del «amor de Dios […] derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

También en nuestro mundo, la obra del Señor siempre nos precede: estamos llamados a conformar nuestras mentes y nuestros corazones a ella mediante un sabio discernimiento; y estoy convencido de que el debate que han promovido será muy útil para este fin. Los animo, por tanto, a mantener y cultivar también en el futuro estas relaciones de ayuda fraterna, con generosidad y desinterés, por el bien de todo el rebaño de Cristo. Les doy las gracias por el gran trabajo que realizan y los bendigo de corazón, junto con todas sus comunidades. ¡Gracias!

[Oración: Pater Noster]

[Bendición]

Discurso del Papa León XIV a los participantes en la Asamblea Plenaria de la “Reunión de las Obras para la Ayuda a las Iglesias Orientales (ROACO)”

Sala Clementina, Jueves 26 de junio de 2025

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡La paz esté con ustedes!

Eminencia y Reverendísimas Excelencias, queridos sacerdotes, hermanos y hermanas,

¡la paz esté con ustedes!

Les doy la bienvenida, feliz de encontrarlos al término de su Asamblea Plenaria. Saludo a Su Eminencia el cardenal Gugerotti, a los demás Superiores del Dicasterio, a los oficiales y a todos ustedes, miembros de las Agencias de la ROACO.

«Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7). Sé que para ustedes apoyar a las Iglesias orientales no es ante todo un trabajo, sino una misión ejercida en nombre del Evangelio que, como indica la palabra misma, es anuncio de alegría, que alegra ante todo el corazón de Dios, que nunca se deja vencer en generosidad. Gracias porque, junto con sus benefactores, siembran esperanza en las tierras del Oriente cristiano, nunca como ahora devastadas por las guerras, desecadas por los intereses, envuelta por un manto de odio que hace irrespirable y tóxico el aire. Ustedes son el tanque de oxígeno de las Iglesias orientales, agotadas por los conflictos. Para tantos pueblos, pobres de medios, pero ricos en fe, ustedes son una luz que brilla en las tinieblas del odio. Les ruego, con el corazón en la mano, que hagan siempre todo lo posible por ayudar a estas Iglesias, tan preciosas y probadas.

La historia de las Iglesias católicas orientales ha estado a menudo marcada por la violencia sufrida; lamentablemente, tampoco han faltado las opresiones y los malentendidos dentro de la propia estructura católica, incapaz de reconocer y apreciar el valor de tradiciones diferentes a la occidental. Pero hoy la violencia de la guerra parece abatirse sobre los territorios del Oriente cristiano con una vehemencia diabólica nunca antes vista. Su sesión anual también se ha visto afectada por la ausencia física de quienes deberían haber venido de Tierra Santa, pero no han podido emprender el viaje. El corazón sangra al pensar en Ucrania, en la trágica e inhumana situación de Gaza y en Oriente Medio, devastado por la propagación de la guerra. Todos nosotros, la humanidad, estamos llamados a evaluar las causas de estos conflictos, a verificar aquellas verdaderas y a tratar de superarlas, y a rechazar las falsas, fruto de simulaciones emocionales y de retórica, desenmascarándolas con decisión. La gente no puede morir a causa de las noticias falsas.

Es verdaderamente triste asistir hoy en día en tantos contextos a la imposición de la ley del más fuerte, en virtud de la cual se legitiman los propios intereses. Es desolador ver que la fuerza del derecho internacional y del derecho humanitario ya no parece obligar, sustituida por el supuesto derecho a obligar a los demás con la fuerza. Esto es indigno del ser humano, es vergonzoso para la humanidad y para los responsables de las naciones. ¿Cómo se puede creer, después de siglos de historia, que las acciones bélicas traen la paz y no se vuelven contra quienes las han llevado a cabo? ¿Cómo se puede pensar en sentar las bases del mañana sin cohesión, sin una visión de conjunto animada por el bien común? ¿Cómo se puede seguir traicionando los deseos de paz de los pueblos con la falsa propaganda del rearme, en la vana ilusión de que la supremacía resuelve los problemas en lugar de alimentar el odio y la venganza? La gente es cada vez más consciente de la cantidad de dinero que va a parar a los bolsillos de los mercaderes de la muerte y con el que se podrían construir hospitales y escuelas; ¡y en cambio se destruyen los que ya están construidos! Y me pregunto: como cristianos, además de indignarnos, alzar la voz y arremangarnos para ser constructores de paz y favorecer el diálogo, ¿qué podemos hacer? Creo que, ante todo, es necesario rezar de verdad. Depende de ustedes convertir cada noticia trágica y cada imagen que les impacta en un grito de intercesión a Dios. Y luego ayudar, como ustedes hacen y como muchos hacen y pueden hacer a través de ustedes. Pero hay más, y lo digo pensando especialmente en el Oriente cristiano: está el testimonio. Es la llamada a permanecer fieles a Jesús, sin enredarse en los tentáculos del poder. Es imitar a Cristo, que venció al mal amando desde la cruz, mostrando una forma de reinar diferente a la de Herodes y Pilato: uno, por miedo a ser destronado, mató a los niños, que hoy no dejan de ser destrozados por las bombas; el otro se lavó las manos, como corremos el riesgo de hacer cada día hasta llegar al umbral de lo irreparable. Miremos a Jesús, que nos llama a sanar las heridas de la historia con la sola mansedumbre de su cruz gloriosa, de la que brotan la fuerza del perdón, la esperanza de volver a empezar, el deber de permanecer honestos y transparentes en el mar de la corrupción. Sigamos a Cristo, que liberó los corazones del odio, y demos ejemplo para salir de la lógica de la división y la represalia. Quisiera dar las gracias y abrazar idealmente a todos los cristianos orientales que responden al mal con el bien: gracias, hermanos y hermanas, por el testimonio que dan sobre todo cuando permanecen en sus tierras como discípulos y testigos de Cristo.

Queridos amigos de la ROACO, en su trabajo ustedes ven, además de muchas miserias causadas por la guerra y el terrorismo —pienso en el reciente y terrible atentado en la iglesia de San Elías en Damasco—, también germinar brotes de Evangelio en el desierto.

Descubran al pueblo de Dios que persevera mirando al cielo, rezando a Dios y amando al prójimo. Toquen con mano la gracia y la belleza de las tradiciones orientales, de liturgias que dejan a Dios habitar el tiempo y el espacio, de cantos seculares impregnados de alabanza, gloria y misterio, que elevan una incesante petición de perdón para la humanidad. Encuentran figuras que, a menudo en secreto, se suman a las grandes filas de mártires y santos del Oriente cristiano En la noche de los conflictos, son testigos de la luz de Oriente.

Deseo que esta luz de sabiduría y salvación sea más conocida en la Iglesia católica, en la que aún existe mucha ignorancia al respecto y donde, en algunos lugares, la fe corre el riesgo de asfixiarse, también porque no se ha cumplido el feliz augurio expresado en varias ocasiones por san Juan Pablo II, quien hace cuarenta años dijo: «La Iglesia debe aprender de nuevo a respirar con sus dos pulmones, el oriental y el occidental» (Discurso al Sacro Colegio de los Cardenales, 28 de junio de 1985). Sin embargo, el Oriente cristiano solo puede conservarse si se ama; y solo se ama si se conoce. En este sentido, es necesario poner en práctica las claras invitaciones del Magisterio a conocer sus tesoros, por ejemplo, comenzando a organizar cursos básicos sobre las Iglesias orientales en los seminarios, las facultades de teología y los centros universitarios católicos (cf. San Juan Pablo II, Carta ap. Orientale lumen, 24; Congregación para la Educación Católica, Carta circular Eu égard au développement, 9-14). Y es necesario también el encuentro y el intercambio de la acción pastoral, porque los católicos orientales ya no son hoy primos lejanos que celebran ritos desconocidos, sino hermanos y hermanas que, a causa de las migraciones forzadas, viven al lado de nosotros. Su sentido de lo sagrado, su fe cristalina, que se ha vuelto granítica por las pruebas, y su espiritualidad que huele al misterio divino pueden resultar útiles para la sed de Dios latente pero presente en Occidente.

Encomendamos este crecimiento común en la fe a la intercesión de la Santísima Madre de Dios y de los apóstoles Pedro y Pablo, que unieron Oriente y Occidente. Los bendigo y los animo a perseverar en la caridad, animados por la esperanza de Cristo.

¡Gracias!