
En el mundo académico católico, no es raro encontrar críticas a autores posmodernos —incluyendo a algunas pensadoras feministas— por parte de quienes, en realidad, nunca los han leído en serio. Observo que se repiten las mismas, por ejemplo, sobre algunas citas de Simone de Beauvoir o Judith Butler, acompañadas de objeciones bastante banales, hasta el punto de atribuirles afirmaciones que nunca pronunciaron. No solo considero todo esto incorrecto, sino también peligroso.
Pensadores como Daniel Dennett o Paul Graham distinguen dos maneras de abordar el diálogo. La primera es la del “argumento del hombre de paja” (Straw man): se toma la versión más débil de la idea del otro para ridiculizarla y refutarla fácilmente. Esto es lo que, por desgracia, suele ocurrir cuando nos relacionamos con autores alejados del pensamiento cristiano. La segunda manera es la del “argumento del hombre de acero” (Steel man): consiste en reconstruir el argumento del otro en su forma más sólida y coherente, incluso mejorándolo, antes de señalar cualquier debilidad o contradicción.
El Papa Francisco ha afirmado repetidamente que no vivimos simplemente en una época de cambio, sino en un cambio de época. Este punto de inflexión histórico exige un nuevo paradigma y, por lo tanto, nuevas síntesis. Pero ¿cómo podemos lograrlas sin un auténtico ejercicio de razón abierta, como solía decir el Papa Benedicto XVI? ¿Y cómo podemos ser creíbles si no nos dejamos cuestionar seriamente incluso por pensadores cuyas ideas no compartimos?
En esta perspectiva también se inscribe el Papa León XIV, quien, en su encuentro con la Fundación Centesimus Annus, invitó a entender la Doctrina social de la Iglesia, no como un conjunto rígido de respuestas preestablecidas, sino como un conocimiento vivo, fruto de la escucha, las hipótesis, el diálogo y el encuentro. Solo así —dijo— la Doctrina puede apoyar el diálogo y contribuir a la construcción de una cultura del encuentro.
Hoy necesitamos la valentía que Pablo VI reconoció en Santo Tomás de Aquino: “la valentía de la verdad, la libertad de espíritu para afrontar nuevos problemas, la honestidad intelectual de quienes no admiten la contaminación del cristianismo con la filosofía profana, pero tampoco el rechazo apriorístico de esta última”. Me gustaría ver un poco más de esta valentía entre los pensadores católicos de hoy.
de Marta Rodríguez