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Un camino abierto

 Un cammino aperto   DCM-006
07 junio 2025

“La Iglesia sin mujeres se derrumba”, afirmaba el papa Francisco con una franqueza que sorprendió a muchos. Palabras contundentes que marcaron un importante punto de inflexión en un largo y complejo camino que comenzó hace más de sesenta años con las 23 auditoras del Concilio Vaticano II. Hoy, con la elección del papa León XIV, la cuestión de la mujer en la Iglesia se encuentra en un posible nuevo punto de inflexión. Por un lado, las voces de las mujeres se escuchan cada vez con más frecuencia por los pasillos del Vaticano, con nombramientos impensables hace tan solo veinte años. Por otro lado, el acceso al diaconado sigue en estudio, pero, por el momento, sin perspectivas de apertura, lo que alimenta el debate en el panorama eclesial actual, generando también diferentes posiciones —por ahora sin un punto de síntesis— entre las propias mujeres católicas. Mientras las religiosas dirigen hospitales, escuelas y organizaciones benéficas en todo el mundo —algunas dirigen congregaciones tan grandes como multinacionales— y cada vez más mujeres ocupan cátedras de Teología, desarrollan estudios y dirigen el pensamiento, la cuestión de su papel en la Iglesia sigue siendo un campo de batalla candente, una prueba de fuego que revela diferentes visiones. ¿Qué ha cambiado desde el Concilio Vaticano II?

Al repasar los pontificados de los últimos sesenta años, se vislumbra un camino de aperturas graduales, pero también de tenaz resistencia, reflejo de una Iglesia que se encuentra en equilibrio entre la tradición y la renovación. Un camino marcado por la continuidad doctrinal —todos los pontífices han mantenido su firme postura sobre el sacerdocio reservado a los hombres—, pero también por avances progresivos en la práctica, con una expansión (aunque lenta y a veces obstaculizada) de los espacios para la participación femenina. Esta brecha fue abierta por el papa Juan XXIII, quien en Pacem in Terris (1963) marcó un punto de inflexión en la Doctrina social católica. En esta encíclica, el pontífice identificó explícitamente la emancipación femenina como uno de los “signos positivos de los tiempos” y afirmó la dignidad de la persona humana sin distinción de género. Reconoció el derecho de las mujeres a condiciones laborales adecuadas a sus necesidades y a su rol como esposas y madres, y apoyó la plena participación en la vida pública, social y política en igualdad de condiciones con los hombres.

El pontificado de Pablo VI se desarrolló en un período de profundos cambios sociales: surgieron movimientos feministas y la reivindicación de la igualdad de derechos se hizo cada vez más fuerte. En este contexto, el Papa —quien en su Mensaje a las Mujeres al cierre del Concilio (1965) escribió: ‘¡A vosotras os corresponde salvar la paz del mundo!’— inició un primer diálogo significativo sobre la cuestión femenina afirmando claramente la igual dignidad de hombres y mujeres, ambos creados a imagen de Dios. Montini, el gran timonel del Concilio, comenzó a abrir algunos roles eclesiales a las mujeres, manteniendo una clara distinción respecto a los ministerios ordenados. También realizó un gesto simbólicamente significativo al proclamar, en 1970, a las dos primeras mujeres Doctoras de la Iglesia: Santa Teresa de Ávila y Santa Catalina de Siena. Su enfoque, basado en la tradición cristiana, atribuyó un gran valor a la maternidad como vocación femenina específica, pero reconoció que la identidad de la mujer no se limita a ella. En la carta apostólica Inter Insigniores (1976), reiteró la imposibilidad de la ordenación sacerdotal de las mujeres. Con Juan Pablo II, la reflexión teológica se articuló más. En 1988 publicó la importante carta apostólica Mulieris Dignitatem, en la que defendía la complementariedad entre el hombre y la mujer y el papel específico de la mujer en la Iglesia y en la sociedad; en 1995 escribió la Carta a las Mujeres, en la que leemos: La Iglesia ve en María la máxima expresión del “genio femenino”. En 1994, con la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis, confirmó la postura tradicional sobre el sacerdocio masculino, declarando que la Iglesia no tenía la autoridad para conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y que esta decisión debía considerarse definitiva. En 1997 proclamó a Teresa de Lisieux Doctora de la Iglesia.

El pontificado de Benedicto XVI continuó la estela de su predecesor, reafirmando el valor irremplazable de la mujer en la Iglesia, a la vez que confirmaba las posturas tradicionales sobre los roles ministeriales. El papa Ratzinger valorizó las figuras femeninas como santas, teólogas y místicas, proclamando a Hildegarda de Bingen Doctora de la Iglesia en 2012. En su magisterio, subrayó la complementariedad entre hombre y mujer, rechazando las teorías de género y proponiendo una visión antropológica basada en la diferencia natural entre los sexos.

Con el Papa Francisco se produjo un cambio de ritmo significativo que, sin modificar la doctrina sobre los ministerios ordenados, introdujo cambios concretos y abrió nuevas perspectivas. Sus críticas al machismo eclesial y su llamado a la necesidad de desmasculinizar la Iglesia han dado un nuevo tono al debate. Francisco ha nombrado a mujeres laicas en puestos de responsabilidad nunca antes confiados a mujeres, y ha establecido dos comisiones sobre el diaconado femenino, reabriendo un debate teológico e histórico sobre el tema. Sin embargo, también fue criticado por la falta de decisiones definitivas al respecto. Su pontificado confirmó la postura sobre el sacerdocio femenino, pero representó un intento de cambiar el estilo de liderazgo y dar mayor voz y espacio a las mujeres en los procesos de toma de decisiones de la Iglesia.

Las mujeres católicas, cuyas expectativas han crecido considerablemente, viven hoy esta situación con sentimientos encontrados: algunas aprecian los pasos dados, otras los consideran insuficientes; algunas comparten la visión tradicional de los roles ministeriales, otras esperan cambios radicales. La elección del Papa León XIV abre un nuevo capítulo en la historia de la Iglesia. Su historia, sus primeras palabras, sus primeros gestos y encuentros nos hablan de un hombre de diálogo, paz y justicia. De esperanza.

“Aún vemos demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la Tierra y margina a los más pobres”, destacó en la homilía de la Misa inaugural de su pontificado. Pero el camino debe recorrerse “juntos: entre nosotros, con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes siguen otros caminos religiosos, con quienes cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz”. Su primer nombramiento en la Curia es femenino y de gran importancia: la hermana Tiziana Merletti, de las Hermanas Franciscanas de los Pobres, fue designada por el Papa como secretaria del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, del que sor Simona Brambilla es Prefecta.

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“Mujeres, Iglesia, Mundo” de este mes habla del tema del Jubileo, es decir, la esperanza. La esperanza no es una espera pasiva, sino la fuerza que mueve a actuar. Que representa la necesidad profunda del ser humano de no ser manipulado, de resistir, y es la chispa que permite imaginar y construir una sociedad muy humana. Quien espera no espera el cambio, sino que lo hace posible.

En este número especial, muchas mujeres que encarnan esta esperanza militante se expresan. Entre ellas la hermana Norma Pimentel, “el ángel de los migrantes” en la frontera entre Estados Unidos y México; la poetisa Carmen Yáñez, quien sobrevivió a la prisión y la tortura bajo el régimen de Pinochet, y quien, al igual que su esposo, el escritor Luis Sepúlveda, hizo del testimonio un deber y de la memoria un arma para alcanzar la justicia; y la hermana Rosemary Nyirumbe, quien en África Central devuelve la dignidad y el futuro a las niñas soldado.