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De las alcantarillas de Bucarest a los focos y acrobacias del circo

Alina, salvada por una nariz de payaso

 Alina salvata  da un naso rosso  DCM-006
07 junio 2025

Es 1992 y el régimen de Ceaucescu acaba de caer. La vida en Bucarest es dura y la noche tiene sus fantasmas. Un apuesto chico de belleza árabe, recién llegado a Rumanía, deambula por la estación central. Se llama Miloud, es artista callejero y con sus dedos hace maravillas. Mientras camina entre las vías, una lengua de vapor emerge desde las alcantarillas. Miloud está absorto en sus arabescos cuando una pequeña figura se distingue entre el humo y la oscuridad de la noche y desaparece como por arte de magia. Pero Miloud sabe que la magia no existe. Debe ser un niño, tan real como su mano extendiéndose para agarrar un brazo huesudo. Era uno de los muchos encuentros que Miloud Oukili, artista de circo franco-tunecino, ha tenido en Bucarest con los más de cuatro mil niños de la calle que poblaban los canales subterráneos de la ciudad. A través de su ONG Parada, ha enseñado artes circenses como medio para recuperar una generación entera de infancias violadas.

En una Bucarest primaveral, hablo con Alina, una de las chicas ayudadas por Miloud, y con Franco Aloisio, presidente de Parada desde 2013 y uno de los activistas sociales italianos más prestigiosos y estimados en Rumanía. Alina tiene ahora 41 años, es menuda y ha conocido los aspectos más atroces de la vida: “Crecí en un orfanato, tenía tres semanas cuando me abandonaron. Nos criaron los educadores. Por la noche, Domnul Nicu y Domnul Marian irrumpían en la habitación con palos y nos golpeaban. Así sin más, sin motivo alguno. Vi a algunos morir por la violencia. Luego se llevaban a alguien y lo violaban. ¡Cuántas veces lo hemos sufrido!”. Este es el calvario que sufrieron los numerosos niños nacidos bajo el Decreto 770, con el que el dictador Ceaucescu pretendía duplicar la fuerza laboral para impulsar la economía para el año 2000. Esta disposición fue aplicada con especial ferocidad por la “policía menstrual”, que vigilaba los períodos de fertilidad de las mujeres. “Los fetos son propiedad del Estado”, rezaba el lema, mientras que el promedio de hijos por mujer llegó a cuatro, pero sin garantizar a las familias lo necesario para sobrevivir.

Muchos padres se vieron obligados a entregar a sus hijos al estado, que los relegó a orfanatos- campos de concentración. “La pobreza y el abuso obligaron a los niños a huir de las instituciones”, explica Aloisio. “En las ciudades eran despreciados como perros callejeros; su único refugio eran los canales subterráneos calentados por tuberías de agua. Allí, en ese mundo subterráneo, sofocante por el calor y la suciedad, existía una humanidad dramáticamente especular porque los niños solo salían para cometer pequeños hurtos y, sobre todo, para conseguir aurolac, el disolvente químico que inhalaban para aliviar la fatiga y el hambre. Todos dependían desesperadamente de él”. Desde 1992, Miloud les ha dedicado su trabajo de payaso y ha creado una compañía de circo. Los niños entrenan en los parques públicos cerca de las alcantarillas a la entrada de los canales; muchos tienen talento y un increíble sentido del equilibrio porque las escaleras empinadas y recovecos subterráneos, unidos a la delgadez debida a la desnutrición, los hacen particularmente ágiles.

Alina tenía diez años cuando conoció a los chicos de Parada: “Llegaron al orfanato con sus narices rojas de plástico, ‘contra la indiferencia’”, decían. Miloud hacía malabares que dejaban a los niños boquiabiertos. ‘¡Enséñame! Quédate aquí para siempre’, le suplicaba. A los dieciocho años me echaron del orfanato, terminé en la calle y bajé a los canales. Nos las arreglábamos para vivir. Recuerdo un tanque de mantenimiento que llenábamos con agua caliente; era nuestra piscina. Y la discoteca: para las luces, tirábamos un cable eléctrico de las vallas publicitarias y bailábamos con una grabadora. Pero la vida era la de las bestias heridas, nos mordíamos. Luego, llegaron las drogas y pensé que nunca podría salir de ese mundo. Una vez más, Parada me salvó. En esta foto yo soy la pequeña de arriba. Me mantengo en equilibrio sobre las demás y me siento así: segura de estar segura”.

Franco Aloisio organiza la primera gira de los chicos en Sicilia, un proyecto con la comunidad de reinserción de la prisión de Malaspina en Palermo. Alina vive una experiencia extraordinaria: “Conocí a Vittorio, un agente con un corazón de oro. Vittorio me hizo sentir protegida; me hubiera gustado que me adoptara, pero perdimos el contacto. Quisiera hacerle saber que lo quería como a un padre”. Hubo muchas otras giras de Parada por todo el mundo y la historia se llevó al cine con “Pa-ra-da”, de Marco Pontecorvo, en 2008, y “The jockers”, de Michela Scolari, en 2022. Alina ha vivido en viviendas sociales y, con Parada, enseña malabarismo a menores en situaciones difíciles. Padece numerosas patologías causadas por la violencia sufrida y pasa por el hospital a menudo: “Ahora recibo la asistencia necesaria; hay un médico muy bueno que me atiende. Trabajo en un hotel regentado por una familia adinerada que también me llevó a Estados Unidos como empleada doméstica. Conocen mi historia, pero muchas veces no doy abasto con la carga de trabajo. También me dan alojamiento. Con una pequeña subvención del gobierno, reúno unos 600 euros al mes con los que vivo... imagínate cómo”.

Alina tiene dos sueños. El primero es tener un hijo, pero lamentablemente no puede puesto que el abuso fue un trauma psicológico y físico. En los canales conoció a Ricky, a quien ha cuidado durante muchos años. “Ricky tenía una familia, pero eso no impidió que le cogiéramos cariño. De vez en cuando me lo llevaba, intentaba protegerlo de esa vida. Ahora Ricky ha crecido y es el hijo que no puedo tener”. Al pensar en su segundo sueño, Alina se conmueve: “Me gustaría tener una casa propia y rezo mucho por ello. Conocí al Papa Francisco en 2016 en el Jubileo de los Artistas, donde fuimos invitados por el Circo Orfei. Tenía una fuerza especial. Ahora le pido que hable con Dios para que me dé una casa, pequeña, pero mía”. Alina reza mucho. Le pregunto quién la enseñó y su respuesta me deja atónita: “Doamna Miruna, educadora del orfanato. Nos pegaba brutalmente, pero nos llevaba a la iglesia. Me enseñó a cuidar un pequeño altar”. Luego añade: “Miruna tuvo cáncer y fue un dolor para mí; la echo de menos y rezo mucho por ella”. La miro y tiemblo, como ante un salto mortal, solo que Alina es más que eso. Es una acróbata del espíritu, un vuelo de esperanza, esperanza para todos.

de Eleonora Mancini