
Salvatore Cernuzio
Con los que eran más cercanos bromeaba sobre el hecho de haber dicho a Dios que estaba dispuesto a llegar «también a cien años», pero después añadía que no podía esperar para ver a Cristo y la Virgen, la madre, y que en este día del desapego de la vida terrena hubiera querido una “fiesta”. Y ha sido una fiesta, impregnada total solemnidad, la misa exequial del Papa Francisco celebrada la mañana del 26 de abril, en la plaza de San Pedro con más de 250 mil personas. Y venidas de todas las partes del mundo, entre religiosos, religiosas, embajadores, representantes del judaísmo e islam, familias, pobres, migrantes, jóvenes y niños, jefes de Estado y del Gobierno (entre ellos también los presidentes de Estados Unidos de América y Ucrania, Donald Trump y Volodymyr Zelensky, que se reunieron entre ellos y después con Emmanuel Macron y Keir Starmer). «Todos, todos, todos» venidos para dar el último saludo a un Papa que siempre estuvo «en medio de la gente» y «con el corazón abierto a todos», como dijo el cardenal Giovanni Battista Re, decano del Colegio cardenalicio, en la homilía de la misa concelebrada por casi mil entre cardenales, obispos y sacerdotes.
De esta fiesta permanecerán las imágenes, como las muchas que han llenado este pontificado. En primer lugar, las manos apoyadas en el féretro por los miembros de la que hasta ahora ha sido su “familia”: los secretarios argentinos don Daniel Pellizzon y don Juan Cruz Villalón, casi dos “hijos” conocidos desde que eran jóvenes en Buenos Aires, y el fiel secretario italiano, el diplomático don Fabio Salerno; después los ayudantes de cámara Piergiorgio Zanetti y Daniele Cherubini y, finalmente, Massimiliano Strappetti, el asistente sanitario personal, a su lado en todo el difícil tiempo de la enfermedad hasta el último aliento, que dio un beso al féretro antes de salir hacia el atrio. Y también entre las imágenes estuvo el sol que nacía detrás del obelisco y que iluminaba el féretro apoyado en la pequeña plataforma en el corazón de la plaza, con el Evangelio encima, cuyas páginas se movían por el viento como sucedió en el funeral de su predecesor, Juan Pablo II, hace veinte años. Más imágenes como las lágrimas de la gente y de los familiares directos; la larga fila que desde San Pedro llegó hasta Castel Sant’Angelo, donde muchos durmieron la noche anterior; la bandera con las palabras: Adiós padre, maestro y poeta.
Permanecen los colores: la púrpura de los cardenales, las mitras doradas de los patriarcas de las Iglesias orientales, los velos negros de las consortes de los soberanos y diplomáticos, el tocado de plumas blanco y rojo de los indígenas de Canadá.
Permanecen los sonidos: el llanto de un recién nacido en las primeras filas de la delegación argentina, el graznido de las gaviotas mezclado con el zumbido de los drones, el Requiem de la “Schola Cantorum” y el Ora pro eo cantado por la multitud en respuesta a las letanías en latín; el “¡Viva el Papa!”, gritado suavemente por un hombre desde las primeras filas.
Pero permanecen sobre todo los aplausos. Muchos aplausos, que partieron desde el fondo de la multitud y llegaron como un oleaje hasta el altar, cuando el féretro salió de la Basílica de San Pedro a las 10.08, llevado sobre los hombros sediarios pontificios en una procesión silenciosa. Aplausos que interrumpieron algunos pasajes de la homilía del cardenal Re.
Esos en los que el decano recordó el deseo de Jorge Mario Bergoglio de una Iglesia que fuera «casa abierta a todos», su primer viaje a Lampedusa para dar alivio en medio de una de las más tremendas tragedias migratorias, su llamamiento a deberes y responsabilidades con la Casa común; el incesante llamamiento entre la pandemia del Covid y el drama de la guerra: «Nadie se salva solo», implorando paz, paz, paz contra una guerra que — ha dicho muchas veces — «es siempre una derrota».
Aplausos, por tanto, y también oraciones en árabe, chino, portugués, polaco. Luego el féretro incensiado y rociado con agua bendita, el rito de la Ultima Commendatio y la Valedictio, la Supplicatio de los patriarcas, arzobispos mayores y metropolitas de las Iglesias católicas orientales junto al féretro, pero hacia el féretro, con el canto evocador:
«Concede el descanso al alma de este tu siervo difunto Francisco, obispo, en un lugar verde, en un lugar de bienaventuranza donde ya no hay sufrimiento, dolor, llanto».
Las campanas de San Pedro sonaron a las 12 en punto. Menos de veinte minutos después concluyó la celebración y muchas de las personas de la plaza corrieron, mientras los sediarios llevaban el féretro de nuevo dentro de la basílica, hacia la Puerta de la Oración desde donde el féretro cerrado fue colocado en coche blanco descubierto. Como un papamóvil que lo acompañó en su último paseo en medio del pueblo que lo esperó numeroso por las calles de Roma – cerca de 150 mil, según las primeras cifras oficiales -, saludando y llorando: desde la puerta del Perugino, pasando por el centro histórico de la ciudad, hasta san Juan de Letrán y, finalmente Santa María Mayor. “Su” basílica, la de la madre, la Salus Populi Romani, la Virgen que desde hace siglos vela por Roma, y desde hoy, por este hijo que cuando se paraba ante Ella siempre tuvo en su boca una palabra: «Gracias».