
3 de abril de 2025
Llevar en el mundo al Espíritu fuente de paz
Mensaje del Papa Francisco a los participantes en la peregrinación jubilar del Servicio Internacional de la Renovación Carismática Católica
Queridos hermanos y hermanas:
Los saludo a todos ustedes que, invitados por el Servicio Internacional de la Renovación Carismática Católica, celebran su Jubileo “en el corazón de la Iglesia”, elevando al Señor una vehemente oración de intercesión por el Pueblo de Dios y por el mundo entero.
Al hacer esto —según el movimiento propio del corazón en el cuerpo humano—, ustedes desean no sólo “concentrarse” en la Iglesia, sino al mismo tiempo abrirse a sus horizontes universales, asumiendo las intenciones del Papa, de modo especial aquella por la paz y la reconciliación. El Espíritu Santo, don del Señor resucitado, crea comunión, armonía y fraternidad. Esta es la Iglesia: una nueva humanidad reconciliada.
Queridos amigos, esta experiencia no es sólo para ustedes, ¡es para todos! Llévenla al mundo como fuente de esperanza y de paz. Sólo el Espíritu puede dar la verdadera paz al corazón humano, y esta es la condición para superar los conflictos en las familias, en la sociedad, en las relaciones entre las naciones. Por eso, los exhorto a ser testigos y artesanos de paz y de unidad; a buscar siempre la comunión, comenzando por sus grupos y comunidades. Que el vínculo con sus responsables no sea nunca motivo de conflicto. Sientan el gusto de la colaboración, especialmente con las comunidades parroquiales, y el Señor los bendecirá con abundantes frutos.
Les agradezco su cercanía y los acompaño con mi bendición. Rezo por ustedes, y también ustedes, por favor, recen por mí.
Vaticano, 29 de marzo de 2025
FRANCISCO
Plaza de San Pedro, Quinto domingo de Cuaresma, 6 de abril de 2025
Afrontar juntos el sufrimiento nos hace más humanos
Homilía del Santo Padre leída por monseñor Rino Fisichella por el Jubileo de los enfermos y del mundo de la sanidad
«Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?» (Is 43,19). Son las palabras que Dios, a través del profeta Isaías, dirige al pueblo de Israel en el exilio de Babilonia. Para los israelitas es un momento difícil, parece que todo se hubiera perdido. Jerusalén fue conquistada y devastada por los soldados del rey Nabucodonosor II y al pueblo, deportado, no le quedó nada. El horizonte aparece cerrado, el futuro oscuro, cualquier esperanza frustrada. Todo podría inducir a los exiliados a rendirse, a resignarse amargamente, a dejar de sentirse bendecidos por Dios.
Sin embargo, precisamente en este contexto, el Señor invita a acoger algo nuevo que está naciendo. No algo que sucederá en el futuro, sino que ya está ocurriendo, que está germinando como un brote. ¿De qué se trata? ¿Qué puede nacer, qué puede haber comenzado a brotar en un panorama desolador y desesperanzado como este?
Lo que está naciendo es un nuevo pueblo. Un pueblo que, derribadas las falsas seguridades del pasado, ha descubierto lo que es esencial, permanecer unidos y caminar juntos a la luz del Señor (cf. Is 2,5). Un pueblo que podrá reconstruir Jerusalén porque, lejos de la Ciudad Santa, con el templo ya destruido, sin poder celebrar las liturgias solemnes, ha aprendido a encontrar al Señor de otra forma, en la conversión del corazón (cf. Jr 4,4), en la práctica del derecho y la justicia, en el cuidado del pobre y necesitado (cf. Jr 22,3), en las obras de misericordia.
Es el mismo mensaje que, de un modo distinto, podemos captar en la perícopa evangélica (cf. Jn 8,1-11). También aquí hay una persona, una mujer cuya vida está destruida, no por un exilio geográfico, sino por una condena moral. Es una pecadora, y por ello lejana de la ley y condenada al ostracismo y a la muerte. Para ella tampoco parece que haya esperanza. Pero Dios no la abandona. Al contrario, justo en el momento en que sus verdugos recogen las piedras, precisamente allí, Jesús entra en su vida, la defiende y la rescata de esa violencia, dándole la posibilidad de comenzar una existencia nueva: «Vete» —le dice—, “eres libre”, “estás salvada” (cf. v. 11).
Con estas narraciones dramáticas y conmovedoras, la liturgia nos invita hoy a renovar, en el camino cuaresmal, la confianza en Dios, que está siempre presente, cerca de nosotros, para salvarnos. No hay exilio, ni violencia, ni pecado, ni alguna realidad de la vida que pueda impedirle estar ante nuestra puerta y llamar, dispuesto a entrar apenas se lo permitamos (cf. Ap 3,20). Es más, especialmente cuando las pruebas se hacen más duras, su gracia y su amor nos abrazan con más fuerza para realzarnos.
Hermanas y hermanos, leemos estos textos mientras celebramos el Jubileo de los enfermos y del mundo de la sanidad, y ciertamente la enfermedad es una de las pruebas más difíciles y duras de la vida, en la que percibimos nuestra fragilidad. Esta puede llegar a hacernos sentir como el pueblo en el exilio, o como la mujer del Evangelio, privados de esperanza en el futuro. Pero no es así. Incluso en estos momentos, Dios no nos deja solos y, si nos abandonamos en Él, precisamente allí donde nuestras fuerzas decaen, podemos experimentar el consuelo de su presencia. Él mismo, hecho hombre, quiso compartir en todo nuestra debilidad (cf. Flp 2,6-8) y sabe muy bien qué es el sufrimiento (cf. Is 53,3). Por eso a Él le podemos presentar y confiar nuestro dolor, seguros de encontrar compasión, cercanía y ternura.
Pero no sólo eso; en su amor confiado, Él quiere comprometernos para que también nosotros podamos ser “ángeles” los unos para los otros, mensajeros de su presencia, hasta el punto que muchas veces, sea para quien sufre, sea para quien asiste, el lecho de un enfermo se puede transformar en un “lugar sagrado” de salvación y redención.
Queridos médicos, enfermeros y miembros del personal sanitario, mientras atienden a sus pacientes, especialmente a los más frágiles, el Señor les ofrece la oportunidad de renovar continuamente su vida, nutriéndola de gratitud, de misericordia y de esperanza (cf. Bula Spes non confundit, 11). Los llama a iluminarla con la humilde conciencia de que no hay que suponer nada y que todo es don de Dios; a alimentarla con esa humanidad que se experimenta cuando dejamos caer las máscaras y queda sólo lo que verdaderamente importa, los pequeños y grandes gestos de amor. Permitan que la presencia de los enfermos entre como un don en su existencia, para curar sus corazones, purificándolos de todo lo que no es caridad y calentándolos con el fuego ardiente y dulce de la compasión.
Queridos hermanos y hermanas enfermos, en este momento de mi vida comparto mucho con ustedes: la experiencia de la enfermedad, de sentirnos débiles, de depender de los demás para muchas cosas, de tener necesidad de apoyo. No es siempre fácil, pero es una escuela en la que aprendemos cada día a amar y a dejarnos amar, sin pretender y sin rechazar, sin lamentar y sin desesperar, agradecidos a Dios y a los hermanos por el bien que recibimos, abandonados y confiados en lo que todavía está por venir. La habitación del hospital y el lecho de la enfermedad pueden ser lugares donde se escucha la voz del Señor que nos dice también a nosotros: «Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?» (Is 43,19). Y de esa manera renovar y reforzar la fe.
Benedicto XVI —que nos dio un hermoso testimonio de serenidad en el tiempo de su enfermedad— escribió que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento» y que «una sociedad que no logra aceptar a los que sufren […] es una sociedad cruel e inhumana» (Carta enc. Spe salvi, 38). Es verdad, afrontar juntos el sufrimiento nos hace más humanos y compartir el dolor es una etapa importante de todo camino hacia la santidad.
Queridos amigos, no releguemos al que es frágil, alejándolo de nuestra vida, como lamentablemente vemos que a veces suele hacer hoy un cierto tipo de mentalidad, no apartemos el dolor de nuestros ambientes. Hagamos más bien de ello una ocasión para crecer juntos, para cultivar la esperanza gracias al amor que Dios ha derramado, Él primero, en nuestros corazones (cf. Rm 5,5) y que, más allá de todo, es lo que permanece para siempre (cf. 1 Co 13,8-10.13).
V Domingo de Cuaresma - 6 de abril de 2025
Callen las armas y se reanude el diálogo
Texto preparado por el Santo Padre para el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas,
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos presenta el episodio de la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11). Mientras los escribas y fariseos quieren lapidarla, Jesús devuelve a esta mujer la belleza perdida: ella ha caído en el polvo; Jesús pasa su dedo sobre ese polvo y escribe para ella una nueva historia: es el «dedo de Dios», que salva a sus hijos (cf. Éx 8,15) y los libera del mal (cf. Lc 11,20).
Queridísimos, como durante la hospitalización, también ahora en la convalecencia siento el «dedo de Dios» y experimento su cariñosa caricia. En el día del Jubileo de los enfermos y del mundo de la sanidad, le pido al Señor que este toque de su amor llegue a los que sufren y anime a los que cuidan de ellos. Y rezo por los médicos, enfermeros y trabajadores sanitarios, que no siempre tienen las condiciones adecuadas para trabajar y, a veces, incluso son víctimas de agresiones. Su misión no es fácil y debe ser apoyada y respetada. Espero que se inviertan los recursos necesarios para la atención y la investigación, para que los sistemas sanitarios sean inclusivos y atiendan a los más frágiles y pobres.
Agradezco a las reclusas de la cárcel de mujeres de Rebibbia la tarjeta que me enviaron. Rezo por ellas y por sus familias.
En el Día Mundial del Deporte para la Paz y el Desarrollo, deseo que el deporte sea un signo de esperanza para tantas personas que necesitan paz e inclusión social, y doy las gracias a las asociaciones deportivas que educan concretamente en la fraternidad.
Sigamos rezando por la paz: en la martirizada Ucrania, golpeada por ataques que provocan muchas víctimas civiles, entre éstas muchos niños. Y lo mismo ocurre en Gaza, donde la gente se ve obligada a vivir en condiciones inimaginables, sin techo, sin comida, sin agua potable. Que callen las armas y se reanude el diálogo; que se libere a todos los rehenes y se socorra a la población. Recemos por la paz en todo Oriente Medio; en Sudán y Sudán del Sur; en la República Democrática del Congo; en Myanmar, duramente probado también por el terremoto; y en Haití, donde arrecia la violencia, que hace unos días mató a dos religiosas.
Que la Virgen María nos cuide e interceda por nosotros.
Valdocco, Turín, 16 de febrero – 12 de abril de 2025
Llevar a los jóvenes la pasión por Cristo
Mensaje del Papa a los participantes en el XXIX Capítulo General de la Congregación Salesiana
Queridos hermanos,
al no poder, lamentablemente, reunirme con ustedes, les envío este mensaje con motivo del XXIX Capítulo General de la Congregación Salesiana, y también del 150.º aniversario de la primera expedición misionera de Don Bosco a Argentina. Saludo al nuevo rector mayor, don Fabio Attard, deseándole un buen trabajo, y agradezco al cardenal Ángel Fernández Artime el servicio que ha prestado en estos años al Instituto y que ahora ofrece a la Iglesia universal.
Aunque a distancia, deseo animarlos a vivir con confianza y compromiso este tiempo de escucha del Espíritu y de discernimiento sinodal.
Han elegido como lema para sus trabajos: «Salesianos apasionados por Jesucristo y entregados a los jóvenes». Es un buen programa: ser «apasionados» y «entregados», dejarse involucrar plenamente por el amor del Señor y servir a los demás sin guardarse nada para sí, tal como hizo en su momento su Fundador. Aunque hoy, en comparación con entonces, los desafíos a los que hay que hacer frente han cambiado en parte, la fe y el entusiasmo siguen siendo los mismos, enriquecidos con nuevos dones, como el de la interculturalidad.
Queridos hermanos, les agradezco el bien que hacen en todo el mundo y los animo a continuar con perseverancia. Bendigo de corazón a ustedes y a sus trabajos capitulares, así como a los hermanos esparcidos por los cinco continentes, y les pido que recen por mí. Que María Auxiliadora los acompañe siempre.
Desde el Vaticano, 2 de abril de 2025.
FRANCISCO
Miércoles 9 de abril de 2025
El amor de Dios es gratuito
Catequesis del Santo Padre preparada para la audiencia general del 9 de abril de 2025
Queridos hermanos y hermanas,
hoy nos detenemos en otro de los encuentros de Jesús narrados en los Evangelios. Esta vez, sin embargo, la persona que encuentra no tiene nombre. El evangelista Marcos la presenta simplemente como «un hombre» (10,17). Se trata de un hombre que desde joven ha observado los mandamientos, pero que, a pesar de ello, aún no ha encontrado el sentido de su vida. Lo está buscando. Quizá es alguien que no se ha decidido del todo, a pesar de parecer una persona comprometida. De hecho, más allá de las cosas que hacemos, de los sacrificios o de los éxitos, lo que realmente importa para ser feliz es lo que llevamos en el corazón. Si un barco debe zarpar y dejar el puerto para navegar en alta mar, aunque sea un barco maravilloso, con una tripulación excepcional, si no leva los lastres y las anclas que lo mantienen sujeto, nunca podrá partir. Este hombre se construyó un barco de lujo, ¡pero se quedó en el puerto!
Mientras Jesús va por el camino, este hombre corre a su encuentro, se arrodilla ante Él y le pregunta: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (v. 17). Observemos los verbos: «¿Qué debo hacer para tener en herencia la vida eterna?». Como la observancia de la ley no le ha dado la felicidad y la seguridad de ser salvado, se dirige al maestro Jesús. Lo que llama la atención es que este hombre no conoce el vocabulario de la gratuidad. Todo parece debido. Todo es una obligación. La vida eterna es para él una herencia, algo que se obtiene por derecho, a través de una meticulosa observancia de los compromisos. Pero en una vida vivida así, aunque ciertamente a fin de bien, ¿qué espacio puede tener el amor?
Como siempre, Jesús va más allá de las apariencias. Si por un lado este hombre pone ante Jesús su buen currículum, Jesús va más allá y mira en su interior. El verbo que usa Marcos es muy significativo: «lo miró con amor» (v. 21). Precisamente porque Jesús mira en el interior de cada uno de nosotros, nos ama tal como somos realmente. ¿Qué habrá visto, de hecho, en el interior de esta persona? ¿Qué ve Jesús cuando mira en nuestro interior y nos ama, a pesar de nuestras distracciones y nuestros pecados? Ve nuestra fragilidad, pero también nuestro deseo de ser amados tal como somos.
Mirándolo en su interior – dice el Evangelio – «lo miró con amor» (v. 21). Jesús ama este hombre antes de haberle dirigido la invitación a seguirlo. Lo ama tal como es. El amor de Jesús es gratuito: exactamente lo contrario de la lógica del mérito que atormentaba a esta persona. Somos realmente felices cuando nos damos cuenta de que somos amados así, gratuitamente, por gracia. Y esto también vale en las relaciones entre nosotros: mientras intentemos comprar el amor o mendigar afecto, esas relaciones nunca harán que nos sintamos felices.
La propuesta que Jesús le hace a este hombre es cambiar su forma de vivir y de relacionarse con Dios. Jesús reconoce que, dentro de él, como en todos nosotros, hay algo que falta. Es el deseo que llevamos en el corazón de ser queridos. Hay una herida que nos pertenece como seres humanos, la herida a través de la cual puede pasar el amor.
Para llenar este vacío no hay que «comprar» reconocimiento, afecto, consideración; en cambio, hay que «vender» todo lo que nos pesa, para liberar nuestro corazón. No sirve de nada seguir quedándonos con las cosas, sino más bien dar a los pobres, poner a disposición, compartir. compartir.
Finalmente, Jesús invita a este hombre a no quedarse solo. Lo invita a seguirlo, a estar dentro de un vínculo, a vivir una relación. Solo así, de hecho, será posible salir del anonimato. Podemos escuchar nuestro nombre solo dentro de una relación, en la que alguien nos llama. Si nos quedamos solos, nunca oiremos pronunciar nuestro nombre y seguiremos siendo «alguien», anónimos. Quizá hoy, precisamente porque vivimos en una cultura de autosuficiencia e individualismo, nos descubrimos más infelices, porque ya no oímos pronunciar nuestro nombre por alguien que nos quiere gratuitamente.
Este hombre no acoge la invitación de Jesús y se queda solo, porque los lastres de su vida lo retienen en el puerto. La tristeza es la señal de que no ha logrado partir. A veces pensamos que son riquezas y, en cambio, son solo pesos que nos están bloqueando. La esperanza es que esta persona, como cada uno de nosotros, tarde o temprano pueda cambiar y decidir ir a alta mar.
Hermanas y hermanos, encomendemos al Corazón de Jesús a todas las personas tristes e indecisas, para que puedan sentir la mirada de amor del Señor, que se conmueve al mirar con ternura dentro de nosotros.
Roma, 12-20 de abril de 2025
Caminar con entusiasmo en la fe en la esperanza y en la caridad
Mensaje del Papa a los jóvenes participantes en el congreso internacional UNIV 2025
Queridos jóvenes:
El Congreso Internacional UNIV que están realizando en Roma los reúne estos días en la celebración de un doble acontecimiento jubilar: el Año Santo 2025 y el centenario de ordenación sacerdotal de san Josemaría Escrivá. ¡Cuántos motivos para dar gracias a Dios y seguir caminando entusiastas en la fe, diligentes en la caridad y perseverantes en la esperanza (cf. 1 Ts 1,3)!
Me uno a su alegría y los acompaño con mi oración, pidiendo al Señor que este tiempo de peregrinación y encuentro fraterno los impulse a llevar a todos el Evangelio de Jesucristo, muerto y resucitado, como anuncio de la esperanza que realiza las promesas, conduce a la gloria y, fundamentada en el amor, no defrauda (cf. Bula Spes non confundit, 2).
Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí.
Fraternalmente,
Roma, San Juan de Letrán, 8 de abril de 2025
FRANCISCO
Plaza de San Pedro, Domingo, 13 de abril de 2025
Ver al Señor en los rostros desgarrados por conflictos y miseria
Homilía del Papa leída por el cardenal Leonardo Sandri en la celebración del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor
«¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19,38). De este modo la multitud aclama a Jesús al entrar en Jerusalén. El Mesías atraviesa la puerta de la ciudad santa, abierta de par en par para recibir a Aquel que, pocos días después, saldrá de allí proscrito y condenado, cargado con la cruz.
Hoy también nosotros hemos seguido a Jesús, primero acompañándolo festivamente y después en una vía dolorosa, inaugurando la Semana Santa que nos prepara a celebrar la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Mientras contemplamos, entre la multitud, los rostros de los soldados y las lágrimas de las mujeres, llama nuestra atención un desconocido, cuyo nombre entra en el Evangelio de improviso: Simón de Cirene. Este hombre fue detenido por los soldados, que «lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús» (Lc 23,26). Él regresaba en ese momento del campo, pasaba por ahí, y se vio envuelto en una situación inquietante, como el pesado madero cargado sobre sus espaldas.
De camino hacia el Calvario, reflexionemos un momento sobre el gesto de Simón, busquemos su corazón, sigamos sus pasos junto a Jesús.
En primer lugar, su gesto, que tiene un doble significado. Por un lado, en efecto, el Cireneo es forzado a llevar la cruz; no ayuda a Jesús por convicción sino por obligación. Por otro lado, se encuentra en primera persona participando en la pasión del Señor. La cruz de Jesús se convierte en la cruz de Simón. Pero no de aquel Simón llamado Pedro que había prometido seguir siempre al Maestro. Ese Simón había desaparecido en la noche de la traición, después de haber afirmado: «Señor […], estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte» (Lc 22,33). Detrás de Jesús no camina ya el discípulo, sino este cireneo. Sin embargo, el Maestro había enseñado claramente: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga» (Lc 9,23). Simón de Galilea dice, pero no hace. Simón de Cirene hace, pero no dice; entre él y Jesús no hay ningún diálogo, no se pronuncia ninguna palabra. Entre él y Jesús sólo está el madero de la cruz.
Para saber si el Cireneo socorrió o detestó al exhausto Jesús, con el que debía compartir la pena; para entender si llevó o soportó la cruz, debemos mirar su corazón. Mientras el corazón de Dios está a punto de abrirse, traspasado por un dolor que revela su misericordia, el corazón del hombre permanece cerrado. No sabemos qué hay en el corazón del Cireneo. Pongámonos en su lugar: ¿sentiríamos rabia o piedad, tristeza o fastidio? Si recordamos lo que hizo Simón por Jesús, recordemos también lo que hizo Jesús por Simón —como lo hizo por mí, por ti, por cada uno de nosotros—: redimió al mundo. La cruz de madera, que el Cireneo sostiene, es la de Cristo, que carga con el pecado de todos los hombres. La lleva por amor a nosotros, en obediencia al Padre (cf. Lc 22,42), sufriendo con nosotros y por nosotros. Este es precisamente el modo, inesperado y desconcertante, en el que el Cireneo se ve involucrado en la historia de la salvación, donde ninguno es extranjero, ninguno es ajeno.
Sigamos ahora los pasos de Simón, porque nos enseña que Jesús sale al encuentro de todos, en cualquier situación. Cuando vemos la multitud de hombres y mujeres que manifiestan odio y violencia en el camino del Calvario, recordemos que Dios transforma este camino en lugar de redención, porque lo recorrió dando su vida por nosotros. ¡Cuántos cireneos llevan la cruz de Cristo! ¿Los reconocemos? ¿Vemos al Señor en sus rostros, desgarrados por la guerra y la miseria? Frente a la atroz injusticia del mal, llevar la cruz nunca es en vano, más aún, es la manera más concreta de compartir su amor salvífico.
La pasión de Jesús se vuelve compasión cuando tendemos la mano al que ya no puede más, cuando levantamos al que está caído, cuando abrazamos al que está desconsolado. Hermanos, hermanas, para experimentar este gran milagro de la misericordia, decidamos durante la Semana Santa cómo llevar la cruz; no al cuello, sino en el corazón. No sólo la nuestra, sino también la de aquellos que sufren a nuestro alrededor; quizá la de aquella persona desconocida que una casualidad —pero, ¿es justo una casualidad?— hizo que encontráramos. Preparémonos a la Pascua del Señor convirtiéndonos en cireneos los unos para los otros.
Domingo de Ramos, 13 de abril de 2025
El sufrimiento de las víctimas de la guerra es un grito al cielo
Ángelus preparado por el Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, Domingo de Ramos, en el Evangelio hemos escuchado el relato de la Pasión del Señor según san Lucas (cf. Lc 22,14-23,56). Hemos escuchado a Jesús dirigirse varias veces al Padre: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (22,42); «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (23,34); «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (23,46). Indefenso y humillado, lo hemos visto caminar hacia la cruz con los sentimientos y el corazón de un niño agarrado al cuello de su padre, frágil en la carne, pero fuerte en el abandono confiado, hasta a dormirse, en la muerte, entre sus brazos.
Son sentimientos que la liturgia nos llama a contemplar y a hacer nuestros. Todos tenemos dolores, físicos o morales, y la fe nos ayuda a no ceder a la desesperación, a no cerrarnos en la amargura, sino a afrontarlos sintiéndonos arropados, como Jesús, por el abrazo providencial y misericordioso del Padre.
Hermanas y hermanos, os agradezco mucho por vuestras oraciones. En este momento de debilidad física me ayudan a sentir aún más la cercanía, la compasión y la ternura de Dios. Yo también rezo por vosotros y os pido que encomendéis conmigo al Señor a todos los que sufren, especialmente a los afectados por la guerra, por la pobreza o por los desastres naturales. En particular, que Dios acoja en su paz a las víctimas del derrumbe de un local en Santo Domingo, y sostenga a sus familiares.
El 15 de abril será el segundo triste aniversario del inicio del conflicto en Sudán, con miles de muertos y millones de familias forzadas a abandonar sus casas. El sufrimiento de los niños, de las mujeres y de las personas vulnerables grita al cielo y nos implora que actuemos. Renuevo mi llamamiento a las partes implicadas para que pongan fin a la violencia y emprendan caminos de diálogo y a la Comunidad internacional, para que a la población no le falten las ayudas esenciales.
Y recordemos también al Líbano, donde hace cincuenta años comenzó una trágica guerra civil: que con la ayuda de Dios pueda vivir en paz y prosperidad.
Que llegue por fin la paz a la martirizada Ucrania, a Palestina, Israel, la República Democrática del Congo, Myanmar, Sudán del Sur. Que María, Madre, Virgen de los Dolores, nos conceda esta gracia y nos ayude a vivir con fe la Semana Santa.
15 de abril de 2025
El ministerio petrino
Quirógrafo del Santo Padre con el cual es reformada la Pontificia Academia Eclesiástica
El ministerio petrino, al obrar en beneficio de toda la Iglesia, siempre ha manifestado su atención fraterna a las Iglesias locales y a sus pastores para que sintieran viva en todo momento esa comunión de verdad y de gracia que el Señor ha puesto como fundamento de su Iglesia.
En el servicio constante de llevar a los pueblos y a las Iglesias la cercanía del Papa, son puntos de referencia los Representantes pontificios enviados a las diversas naciones y territorios. Ellos son custodios de esa solicitud que desde el centro se mueve hacia las periferias, para hacerlas partícipes del impulso misionero de la Iglesia, y después trasladarle al Romano Pontífice sus necesidades, reflexiones y aspiraciones. Incluso en los momentos en que pareciera que las sombras del mal han marcado cualquier acción con confusión y desconfianza, ellos son «el ojo atento y lúcido del Sucesor de Pedro sobre la Iglesia y sobre el mundo» (Francisco, Discurso a los participantes en un Encuentro de Representantes pontificios, 17 septiembre 2016). Llamados a hacer sentir, en el país donde son enviados, la presencia del Obispo de Roma «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles» (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 23), ejercen una acción pastoral que evidencia su espíritu sacerdotal, sus dotes humanas y sus capacidades profesionales.
La misión confiada a los diplomáticos del Papa aúna a esta acción, a la vez sacerdotal y evangelizadora, puesta al servicio de las Iglesias particulares, la representación ante las autoridades públicas. Una tarea que manifiesta el ejercicio efectivo de ese derecho nativo e independiente de legación también parte del oficio petrino, y que al realizarse exige observar las reglas del derecho internacional, fundamento de la vida de la Comunidad de las naciones (cf. Código de Derecho Canónico, can. 362). Nuestra época pone de manifiesto cómo este servicio ya no se limita a aquellos países donde el anuncio de la salvación ha afianzado la presencia de la Iglesia, sino que se realiza también en los territorios donde ésta es comunidad naciente; o en las instancias internacionales donde, mediante sus representantes, la Sede de Pedro permanece atenta a los debates, evalúa sus contenidos y, a la luz de la dimensión ética y religiosa que le es propia, ofrece una lectura sobre los grandes temas que involucran el hoy y el futuro de la familia humana.
Para desempeñar adecuadamente sus funciones, el diplomático debe comprometerse constantemente en un proceso formativo sólido y continuo. No es suficiente limitarse a la adquisición de conocimientos teóricos, sino que es necesario desarrollar un método de trabajo y un estilo de vida que le permitan comprender profundamente las dinámicas de las relaciones internacionales y hacerse apreciar en la interpretación de los logros y las dificultades que una Iglesia cada vez más sinodal debe afrontar. Sólo mediante una atenta observación de la realidad en continuo cambio y la adopción de un sano discernimiento es posible atribuir significado a los acontecimientos y proponer acciones concretas. En este contexto, cualidades como la cercanía, la escucha atenta, el testimonio, la actitud fraterna y el diálogo se revelan fundamentales. Tales cualidades deben conjugarse con la humildad y la mansedumbre, para que el presbítero y, en modo particular, el diplomático pontificio, pueda ejercitar el don del sacerdocio recibido a imagen de Cristo el Buen Pastor (cf. Mt 11,28-30; Jn 10,11-18).
Todo esto impone hoy una preparación más adecuada a las exigencias de los tiempos de aquellos eclesiásticos que, procedentes de las diversas diócesis del mundo, y habiendo ya adquirido la formación en ciencias sagradas y desarrollado una primera actividad pastoral, después de una cuidadosa selección, se preparan para proseguir su misión sacerdotal en el servicio diplomático de la Santa Sede. No se trata sólo de proporcionar una educación académica y científica con un nivel de alta calidad, sino de tener cuidado de que su acción será eclesial, llamada a la necesaria confrontación con la realidad de nuestro mundo «sobre todo en un tiempo, como el nuestro, caracterizado por rápidos, constantes y evidentes cambios en el campo de la ciencia y la tecnología» (Const. ap. Veritatis Gaudium, Proemio, 5).
Desde hace trescientos años desempeña esta función peculiar la Pontificia Academia Eclesiástica, institución que, superando los difíciles momentos determinados por la historia, se ha confirmado como la “escuela diplomática de la Santa Sede”, formando generaciones de sacerdotes que han puesto su vocación al servicio del oficio petrino, prestando servicio en las Representaciones Pontificias y en la Secretaría de Estado. Para que esta pueda responder cada vez mejor a las finalidades que se le han conferido, siguiendo el ejemplo de mis Predecesores de venerada memoria, he decidido renovar su estructura y aprobar, en forma específica, el nuevo Estatuto, que es parte integrante de este acto.
Por tanto, constituyo la Pontificia Academia Eclesiástica en Instituto ad instar Facultatis para el estudio de las Ciencias Diplomáticas, ampliando así el número de las Instituciones análogas previstas por la Const. ap. Veritatis Gaudium (cf. Normas Aplicativas, 70).
Dotada de personalidad jurídica pública (cf. Veritatis Gaudium, Art. 62 § 3), la Academia se regirá por las normas comunes o particulares del ordenamiento canónico, a ella aplicables, y por otras disposiciones dadas por la Santa Sede para sus instituciones de educación superior (cf. ibíd., Normas Aplicativas, Art. 1 § 1).
Por autoridad de la Santa Sede (cf. Veritatis Gaudium, Arts. 2 y 6; Normas Aplicativas, Art. 1) esta conferirá los grados académicos de Segundo y Tercer Ciclo en Ciencias Diplomáticas.
La Academia realizará su función en las formas más avanzadas hoy requeridas a la formación y a la investigación en el particular sector disciplinar de las ciencias diplomáticas, al que concurre el estudio de las disciplinas jurídicas, históricas, políticas, económicas, el de las lenguas en uso en las relaciones internacionales y la competencia científica. En tal renovación se cuidará de prever que los programas de enseñanza tengan una estrecha conexión con las disciplinas eclesiásticas, con el método de trabajo de la Curia Romana, con las necesidades de las Iglesias locales y más ampliamente con la obra de evangelización, la acción de la Iglesia y su relación con la cultura y la sociedad humana (cf. ibíd., Art. 85; Normas Aplicativas, Art. 4). Son estos, en efecto, otros tantos elementos constitutivos de la acción diplomática de la Sede Apostólica y de su capacidad de obrar, mediar, superar barreras y de esta manera desarrollar caminos concretos de diálogo y negociación para garantizar la paz, la libertad religiosa para todo creyente y el orden entre las naciones.
Además, dispongo que debido a su naturaleza de Institución académica designada a la peculiar formación de los diplomáticos pontificios y para las finalidades de sus programas de instrucción e investigación, la Pontificia Academia Eclesiástica sea, a todos los efectos, parte integrante de la Secretaría de Estado, en cuyo ámbito esta actúa y en cuya estructura se encuentra encuadrada a título especial (cf. Const. ap. Praedicate Evangelium, Art. 52 § 2).
Todo lo establecido con el presente Quirógrafo tiene inmediato, pleno y estable valor, no obstante cualquier disposición contraria, incluso siendo digna de especial mención.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 25 de marzo del año 2025,
Solemnidad de la Anunciación del Señor, decimotercero del Pontificado.
FRANCISCO
Miércoles, 16 de abril de 2025
La esperanza de los hijos en la puerta siempre abierta del Padre
Catequesis del Papa preparada para la audiencia general
Queridos hermanos y hermanas:
después de haber meditado sobre los encuentros de Jesús con algunos personajes del Evangelio, quisiera detenerme, a partir de esta catequesis, en algunas parábolas. Como sabemos, son narraciones que retoman imágenes y situaciones de la realidad cotidiana. Por eso tocan también nuestra vida. Nos provocan. Y nos piden que tomemos posición: ¿dónde estoy yo en esta narración?
Partamos de la parábola más famosa, aquella que todos recordamos tal vez desde que éramos pequeños: la parábola del padre y los dos hijos (Lc 15,1-3.11-32). En ella encontramos el corazón del Evangelio de Jesús, es decir, la misericordia de Dios.
El evangelista Lucas dice que Jesús cuenta esta parábola para los fariseos y los escribas, que murmuraban porque Él comía con los pecadores. Por eso se podría decir que es una parábola dirigida a aquellos que se han perdido, pero no lo saben y juzgan a los demás.
El Evangelio quiere entregarnos un mensaje de esperanza, porque nos dice que sea cual sea el lugar en el que nos hayamos perdido, sea cual sea el modo en el que nos hayamos perdido, ¡Dios viene siempre a buscarnos! Quizá nos hemos perdido como una oveja que se sale del camino para pastar la hierba, o se queda atrás por cansancio (cf. Lc 15,4-7). O acaso nos hemos perdido como una moneda que se cayó al suelo y ya no se encuentra, o bien alguien la puso en algún sitio y no recuerda dónde. O nos hemos perdido como los dos hijos de este padre: el más joven, porque se cansó de estar en una relación que sentía demasiado exigente; pero también el mayor se perdió, porque no basta con quedarse en casa si en el corazón hay orgullo y rencor.
El amor es siempre un compromiso, siempre hay algo que debemos perder para ir al encuentro del otro. Pero el hijo menor de la parábola solo piensa en sí mismo, como ocurre en ciertas etapas de la infancia y de la adolescencia. En realidad, vemos a muchos adultos así a nuestro alrededor, que no consiguen mantener una relación porque son egoístas. Se engañan pensando que pueden encontrarse a sí mismos y, en cambio, se pierden, porque solo cuando vivimos para alguien vivimos de verdad.
Este hijo menor, como todos nosotros, tiene hambre de afecto, quiere que le quieran. Pero el amor es un don precioso, hay que tratarlo con cuidado. Él, en cambio, lo desperdicia, se malvende, no se respeta a sí mismo. Se da cuenta de ello en tiempos de escasez, cuando nadie se preocupa por él. El riesgo es que en esos momentos empecemos a mendigar afecto y nos aferremos al primer amo que se nos presenta.
Son estas experiencias las que hacen nacer en nuestro interior la convicción distorsionada de que solo podemos estar en una relación como sirvientes, como si tuviéramos que expiar una culpa o como si no pudiera existir el amor verdadero. De hecho, cuando el hijo menor toca fondo, piensa en volver a casa de su padre para recoger del suelo alguna migaja de afecto.
Solo quien nos quiere de verdad puede liberarnos de esta visión falsa del amor. En la relación con Dios vivimos precisamente esta experiencia. El gran pintor Rembrandt, en una famosa pintura, representó de manera maravillosa el regreso del hijo pródigo. Me llaman la atención, sobre todo, dos detalles: el joven tiene la cabeza rapada, como la de un penitente, pero también parece la cabeza de un niño, porque ese hijo está renaciendo. Y luego, las manos del padre: una masculina y otra femenina, para describir la fuerza y la ternura en el abrazo del perdón.
Pero es el hijo mayor el que representa a aquellos para quienes se cuenta la parábola: es el hijo que siempre se ha quedado en casa con el padre, y, sin embargo, estaba lejos de él, lejos con el corazón. Este hijo tal vez también hubiera querido irse, pero por miedo o por obligación se quedó allí, en esa relación. Sin embargo, cuando nos adaptamos en contra de nuestra voluntad, empezamos a acumular ira en nuestro interior y, tarde o temprano, esta ira estalla. Paradójicamente, al final es precisamente el hijo mayor el que corre el riesgo de quedarse fuera de casa, porque no comparte la alegría de su padre.
El padre también sale a su encuentro. No lo regaña ni lo llama al deber. Solo quiere que sienta su amor. Lo invita a entrar y deja la puerta abierta. Esa puerta permanece abierta también para nosotros. De hecho, este es el motivo de la esperanza: podemos tener esperanza porque sabemos que el Padre nos espera, nos ve desde lejos y siempre deja la puerta abierta.
Queridos hermanos y hermanas, preguntémonos entonces dónde estamos nosotros en este maravilloso relato. Y pidámosle a Dios Padre la gracia de poder encontrar nosotros también el camino para volver a casa.
Basílica de San Pedro, Jueves Santo, 17 de abril de 2025
Un Ministerio de Esperanza Sin Muros ni Aduanas
Homilía del Papa en la Santa Misa Crismal leída por el cardenal Domenico Calcagno
Queridos obispos y sacerdotes,
queridos hermanos y hermanas:
«El Alfa y la Omega […], el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (Ap 1,8) es Jesús. Precisamente el Jesús que Lucas nos describe en la sinagoga de Nazaret, entre quienes lo conocen desde niño y ahora se maravillan de Él. La revelación —“apocalipsis” — se ofrece dentro de los límites del tiempo y del espacio: tiene como eje la carne, que sostiene la esperanza. La carne de Jesús y la nuestra. El último libro de la Biblia narra esta esperanza. Lo hace de forma original, disipando todos los miedos apocalípticos a la luz del amor crucificado. En Jesús se abre el libro de la historia y puede leerse.
También nosotros, sacerdotes, tenemos una historia: al renovar el Jueves Santo las promesas de la Ordenación, confesamos que sólo podemos leer esa historia desde Jesús de Nazaret. «Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre» (Ap 1,5), Él abre también el libro de nuestra vida y nos enseña a encontrar los pasajes que nos revelan su sentido y misión. Cuando dejamos que sea Él quien nos instruya, nuestro ministerio se convierte en un ministerio de esperanza, porque en cada una de nuestras historias Dios inaugura un jubileo, es decir, un tiempo y un oasis de gracia. Preguntémonos: ¿estoy aprendiendo a leer mi vida? ¿Acaso tengo miedo de hacerlo?
Es todo un pueblo el que encuentra consuelo cuando el jubileo comienza en nuestra vida. Ojalá no sea una vez cada veinticinco años, sino en esa cercanía cotidiana del sacerdote con su gente, en la cual se cumplen las profecías de justicia y paz. «Hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre» (Ap 1,6): he aquí el Pueblo de Dios. Este reino de sacerdotes no se refiere sólo al clero. El «nosotros» que Jesús plasma es un pueblo cuyos límites no podemos ver, en el que caen los muros y las aduanas. Aquel que dice: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5) ha rasgado el velo del templo y tiene preparada para la humanidad una ciudad-jardín, la nueva Jerusalén, cuyas puertas están siempre abiertas (cf. Ap 21,25). Así, Jesús lee y nos enseña a leer el sacerdocio ministerial como puro servicio al pueblo sacerdotal, que pronto habitará una ciudad sin necesidad de templo.
El año jubilar representa así, para nosotros los sacerdotes, un llamado específico a recomenzar bajo el signo de la conversión. Peregrinos de esperanza, para salir del clericalismo y convertirnos en anunciadores de esperanza. Claro, si el Alfa y la Omega de nuestra vida es Jesús, también nosotros encontraremos el rechazo que Él experimentó en Nazaret. El pastor que ama a su pueblo no vive en búsqueda de aprobación y consenso a toda costa. Sin embargo, la fidelidad del amor transforma: los primeros en reconocerlo son los pobres; luego, lentamente también inquieta y atrae a los demás. «Todos lo verán, aun aquellos que lo habían traspasado. Por él se golpearán el pecho todas las razas de la tierra. Sí, así será. Amén» (Ap 1,7).
Estamos aquí reunidos, queridos amigos, para hacer nuestra y repetir esta afirmación: «Sí, así será. Amén». Es la confesión de fe del Pueblo de Dios: “¡Sí, así es, firme como una roca!”. Pasión, muerte y resurrección de Jesús, que nos disponemos a revivir, son el terreno que sostiene firmemente a la Iglesia y, en ella, a nuestro ministerio sacerdotal. ¿Y qué terreno es este? ¿En qué humus podemos no sólo resistir, sino florecer? Para comprenderlo, hay que volver a Nazaret, como lo intuyó tan profundamente san Carlos de Foucauld.
«Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura» (Lc 4,16). Aquí se evocan al menos dos hábitos: el de frecuentar la sinagoga y el de leer. Nuestra vida se sostiene gracias a buenos hábitos. Estos pueden hacerse áridos, pero revelan dónde está nuestro corazón. El de Jesús es un corazón enamorado de la Palabra de Dios: desde los doce años ya se vislumbraba, y ahora, siendo un adulto, las Escrituras son su hogar. Ese es el terreno, el humus vital que encontramos al convertirnos en sus discípulos. «Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje» (Lc 4,17). Jesús sabe lo que busca. El ritual de la sinagoga lo consentía: tras la lectura de la Torá, cada rabino podía elegir páginas proféticas para actualizar el mensaje. Pero aquí hay mucho más: está la página de su vida. Es lo que Lucas quiere decir: entre muchas profecías, Jesús escoge cuál cumplir.
Queridos sacerdotes, cada uno de nosotros tiene una Palabra que cumplir. Cada uno de nosotros tiene con la Palabra de Dios una relación que viene desde lejos. Y la ponemos al servicio de todos sólo cuando la Biblia sigue siendo nuestro primer hogar. Dentro de ella, cada uno tiene páginas más queridas. ¡Esto es hermoso e importante! Ayudemos también a que otros encuentren las páginas de su vida: tal vez a los esposos, cuando eligen las lecturas de su matrimonio; o a quienes están de luto y buscan pasajes para encomendar el difunto a la misericordia de Dios y a la oración de la comunidad. Hay una página vocacional, por lo general, al comienzo del camino de cada uno de nosotros. A través de ella, Dios nos sigue llamando, si la custodiamos, para que no se entibie el amor.
Sin embargo, también es importante para cada uno de nosotros, y de manera especial, la página escogida por Jesús. Nosotros lo seguimos a Él y, por eso mismo, su misión nos concierne e involucra. «Abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha consagrado por la unción.
Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres,
a anunciar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
a dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó» (Lc 4,17-20).
Ahora nuestros ojos están fijos en Él. Acaba de anunciar un jubileo. Lo ha hecho no como quien habla de otros. Ha dicho: «El Espíritu del Señor está sobre mí» como uno que sabe de qué Espíritu está hablando. Y de hecho añade: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Esto es divino: que la Palabra se haga realidad. Ahora los hechos hablan, las palabras se cumplen. Esto es nuevo, es fuerte. «Yo hago nuevas todas las cosas». No hay gracia, ni Mesías, si las promesas permanecen sólo como promesas, si desde aquí abajo no se hacen realidad. Todo se transforma.
Este es el Espíritu que invocamos sobre nuestro sacerdocio: hemos sido ungidos con Él, y precisamente el Espíritu de Jesús permanece como protagonista silencioso de nuestro servicio. El pueblo percibe su soplo cuando en nosotros las palabras se hacen realidad. Los pobres, antes que otros, así como los niños, los adolescentes, las mujeres y también quienes han sido heridos en su relación con la Iglesia, tienen “olfato” para el Espíritu Santo: lo distinguen de otros espíritus mundanos, lo reconocen cuando coinciden en nosotros el anuncio y la vida. Podemos convertirnos en una profecía cumplida, ¡y eso es hermoso! El santo crisma, que hoy consagramos, sella este misterio transformador en las distintas etapas de la vida cristiana. Y pongan atención, ¡nunca hay que desanimarse, porque es obra de Dios! ¡Creer, sí! ¡Creer que Dios no fracasa conmigo! Dios nunca falla. Recordemos aquella frase durante la Ordenación: “Que Dios mismo lleve a término esta obra buena que en ti ha comenzado”. Y lo hace.
Es obra de Dios, no nuestra, la de llevar a los pobres un mensaje de alegría, a los cautivos la liberación, a los ciegos la vista y la libertad a los oprimidos. Si Jesús encontró este pasaje en el libro, hoy lo sigue leyendo en la biografía de cada uno de nosotros. Primero porque, hasta el último día, es siempre Él quien nos evangeliza, quien nos libera de nuestras prisiones, quien nos abre los ojos, quien aliviana la carga puesta sobre nuestros hombros. Y luego porque, al llamarnos a su misión y al insertarnos sacramentalmente en su vida, Él también libera a otros a través de nosotros. Generalmente, sin que nos demos cuenta. Nuestro sacerdocio se convierte en un ministerio jubilar, como el suyo, sin sonar el cuerno ni la trompeta; en una entrega silenciosa, pero radical y gratuita. Es el Reino de Dios, ese que narran las parábolas, eficaz y discreto como la levadura, silencioso como la semilla. ¿Cuántas veces los pequeños lo han reconocido en nosotros? ¿Somos capaces de dar gracias?
Sólo Dios sabe cuán abundante es la mies. Nosotros, obreros, vivimos el esfuerzo y la alegría de la cosecha. Vivimos después de Cristo, en el tiempo mesiánico. ¡Fuera la desesperación! El Pueblo de Dios espera más bien la restitución y la remisión de deudas, la redistribución de responsabilidades y de recursos. Quiere participar y, en virtud del Bautismo, es un gran pueblo sacerdotal. Los óleos que consagramos en esta solemne celebración son para su consolación y para la alegría mesiánica.
El campo es el mundo. Nuestra casa común, tan herida, y la fraternidad humana, tan negada pero imborrable, nos llaman a tomar posición. La cosecha de Dios es para todos: un campo vivo, donde crece cien veces más de aquello que fue sembrado. Que nos anime, en la misión, la alegría del Reino, que recompensa todo esfuerzo. Todo agricultor, en efecto, conoce estaciones en las que no se ve nacer nada. Tampoco faltan en nuestra vida momentos así. Es Dios quien hace crecer y quien unge a sus siervos con óleo de alegría.
Queridos fieles, pueblo de la esperanza, recen hoy por la alegría de los sacerdotes. Que llegue a ustedes la liberación prometida por las Escrituras y alimentada por los sacramentos. Muchos miedos nos habitan y grandes injusticias nos rodean, pero un mundo nuevo ya ha surgido. Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo, Jesús. Él unge nuestras heridas y enjuga nuestras lágrimas. «Él viene entre las nubes» (Ap 1,7). Suyo es el Reino y la gloria por los siglos. Amén.
Basílica de San Pedro, Sábado Santo, 30 de marzo de 2024
El triunfo de la luz sobre las tinieblas
Vigilia pascual en la noche santa. Homilía preparada por el Papa Francisco
Las mujeres van al sepulcro a la luz del amanecer, pero dentro de sí llevan aún la oscuridad de la noche. Aunque van de camino, siguen paralizadas, su corazón se ha quedado a los pies de la cruz. Su vista está nublada por las lágrimas del Viernes Santo, se encuentran inmovilizadas por el dolor, están encerradas en la sensación de que se ha terminado todo, y que el acontecimiento de Jesús ha sido ya sellado con una piedra. Y es precisamente la piedra la que está en el centro de sus pensamientos. Se preguntan: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3). Cuando llegan al lugar, sin embargo, la fuerza sorprendente de la Pascua las impacta: «al mirar —dice el texto—, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande» (Mc 16,4).
Detengámonos, queridos hermanos y hermanas, a considerar estos dos momentos, que nos llevan a la alegría inaudita de la Pascua: en primer lugar, las mujeres se preguntan angustiadas quién nos correrá la piedra, en segundo lugar, al mirar, ven que ya había sido corrida.
Para empezar —primer momento— está la pregunta que abruma su corazón partido por el dolor: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro? Esa piedra representa el final de la historia de Jesús, sepultada en la oscuridad de la muerte. Él, la vida que vino al mundo, ha muerto; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre, no recibió misericordia; Él, que alivió a los pecadores del yugo de la condena, fue condenado a la cruz. El Príncipe de la paz, que liberó a una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace en el sepulcro detrás de una gran piedra. Aquella roca, obstáculo infranqueable, era el símbolo de lo que las mujeres llevaban en el corazón, el final de su esperanza. Todo se había hecho pedazos contra esta losa, con el misterio oscuro de un trágico dolor que había impedido hacer realidad sus sueños.
Hermanos y hermanas, esto nos puede suceder también a nosotros. A veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida, apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y de las amarguras, bloqueando el camino hacia la alegría y la esperanza. Son “escollos de muerte” y los encontramos, a lo largo del camino, en todas las experiencias y situaciones que nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante; en los sufrimientos que nos asaltan y en la muerte de nuestros seres queridos, que dejan en nosotros vacíos imposibles de colmar; los encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; los encontramos en todas las cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; los encontramos en los muros del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y dignas para el hombre; los encontramos en todos los anhelos de paz quebrantados por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra. Cuando experimentamos estas desilusiones, tenemos la sensación de que muchos sueños están destinados a hacerse añicos y también nosotros nos preguntamos angustiados: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro? Y, sin embargo, aquellas mismas mujeres que tenían la oscuridad en el corazón nos testifican algo extraordinario: al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande.
Es la Pascua de Cristo, la fuerza de Dios, la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso. Es el Señor, el Dios de lo imposible que, para siempre, hizo correr la piedra y comenzó a abrir nuestros corazones, para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, entonces, también nosotros debemos mirar.
Y ahora —el segundo momento— miremos a Jesús. Él, después de haber asumido nuestra humanidad, bajó a los abismos de la muerte y los atravesó con la potencia de su vida divina, abriendo una brecha infinita de luz para cada uno de nosotros. Resucitado por el Padre en su carne, que también es la nuestra con la fuerza del Espíritu Santo, abrió una página nueva para la humanidad. Desde aquel momento, si nos dejamos llevar de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso o de dolor, por más que nos hiera, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de nuestra vida.
Desde aquel momento, si nos dejamos aferrar por el Resucitado, ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro camino hacia la plenitud de la vida. Desde aquel momento, “nosotros los cristianos decimos que la historia tiene un sentido, un sentido que abraza todo, un sentido que no está contaminado por el absurdo y la oscuridad, un sentido que nosotros llamamos Dios. Hacia Él confluyen todas las aguas de nuestra transformación; estas no se hunden en los abismos de la nada y del absurdo porque su sepulcro está vacío y Él, que estaba muerto, se ha mostrado como viviente” (K. Rahner, Che cos’è la risurrezione? Meditazione sul Venerdì santo e sulla Pasqua, Brescia 2005, 33-35).
Hermanos y hermanas, Jesús es nuestra Pascua, Él es Aquel que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, que se ha unido a nosotros para siempre y nos salva de los abismos del pecado y de la muerte, atrayéndonos hacia el ímpetu luminoso del perdón y de la vida eterna. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él, acojamos a Jesús, Dios de la vida, en nuestras vidas, renovémosle hoy nuestro “sí” y ningún escollo podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá llevarnos a la desesperación.
Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él y pidámosle que la potencia de su resurrección corra las rocas que oprimen nuestra alma. Mirémoslo a Él, el Resucitado, y caminemos con la certeza de que en el trasfondo oscuro de nuestras expectativas y de nuestra muerte está ya presente la vida eterna que Él vino a traer.
Hermana, hermano, deja que tu corazón estalle de júbilo en esta noche, en esta noche santa. Cantemos la resurrección de Jesús juntos: «Cantadlo, cantadlo todos, ríos y llanuras, desiertos y montañas […] cantad al Señor de la vida que surge desde la tumba, más brillante que mil soles. Pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia, pueblos sin tierra, pueblos mártires, alejad en esta noche los cantores de la desesperación.
El varón de dolores ya no está en prisión, ha abierto una brecha en el muro, se da prisa por llegar hasta nosotros. Que nazca de la oscuridad el grito inesperado: está vivo, ha resucitado.
Y vosotros, hermanos y hermanas, pequeños y grandes […] vosotros en el esfuerzo de vivir, vosotros que os sentís indignos de cantar […] que una llama nueva atraviese vuestro corazón, que un frescor nuevo invada vuestra voz.
Es la Pascua del Señor —hermanos y hermanas— es la fiesta de los vivientes» (J-Y. Quellec, Dieu par la face nord, Ottignies 1998, 85-86).