Una reflexión sobre la importante encíclica de Francisco

Diez años de Laudato si’ (2015-2025)

 Diez años de Laudato si’ (2015-2025)  SPA-005
30 abril 2025

Maurizio Gronchi*

La primera carta encíclica del Papa Francisco fue un texto admirable por su espíritu profético, su carácter universal y su impronta innovadora. Como atenta obra de discernimiento de los signos de los tiempos, la encíclica Laudato si’ propone vías concretas y urgentes para el paso de la disgregación a la armonía entre las criaturas de nuestro planeta. Se trata del segundo paso magistral con el que el Papa dirige una palabra de aliento al mundo, después de que se ha dirigido a la Iglesia. Si la exhortación apostólica Evangelii gaudium hacía referencia a la Evangelii nuntiandi de Pablo VI, Laudato si’ parece hacer eco a la Populorum progressio. Por eso, el Evangelio de la creación resuena en el mundo contemporáneo con acentos de igual espíritu profético, en el momento en el que la historia pide a la Iglesia interpretar los signos del tiempo presente. Con un toque de extraordinaria novedad, el Papa Francisco afirma: «En esta encíclica, intento especialmente entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común» (n. 3). Mencionando la encíclica Pacem in terris de Papa Juan XXIII, el texto está dirigido «a cada persona que habita este planeta» (n. 3). En el contexto de este destino universal, el Papa expone el Evangelio de la creación (cap. II, nn. 62-100), mediante una mirada inclusiva capaz de abrazar a cada persona, ya sea cristiana, perteneciente a otra religión e incluso creyente. La Iglesia católica está abierta al diálogo con el pensamiento filosófico y las diferentes riquezas culturales de los pueblos. En la sabiduría de los pasajes bíblicos se revela el misterio del universo, que en su imperfección requiere de desarrollo, cuyos sufrimientos corresponden a los dolores del parto. El aspecto teológico, que parece atraer menos la atención, merece ser atentamente considerado, desde el momento en el que a él se dedica el segundo capítulo, «referido a convicciones creyentes» (n. 62), dentro de un documento destinado a todas las personas de buena voluntad. De hecho, la elección de dirigir la atención a la luz que la fe ofrece, después de haber analizado el contexto actual, representa un significativo enfoque metodológico como fundamento del cuidado de la casa común. Dada la complejidad de la crisis ecológica, «las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad» (n. 63); por tanto, tiene derecho de ser escuchada la coz cultural y religiosa de los pueblos. Así somos introducidos en el misterio del universo que, recibiendo el nombre de creación, está comprendido de los creyentes como obra de Dios: «No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada» (n. 67). La naturaleza, encomendada por Dios al cuidado responsable del hombre, no tiene un carácter divino, se desmitifica, ya que: «Él está presente en lo más íntimo de cada cosa sin condicionar la autonomía de su criatura, y esto también da lugar a la legítima autonomía de las realidades terrenas» (n. 80). Esto significa que, para los creyentes como para cada persona, existe una vocación dialógica originaria a la común responsabilidad hacia un mundo abierto a continuas evoluciones (cfr. n. 81), el cual, en su imperfección, necesita de desarrollo.

La perfección de la creación se mueve pues desde el principio hasta el final, o mejor, la obra del Padre no es solo la creación, sino también la construcción progresiva del universo, que va hacia un fin (cfr. Hebreos, 3, 4). En este plan hay un centro, Cristo, cuya perfección personal se logró a través de un proceso marcado por el sufrimiento (cfr. Hebreos, 5, 8-9). Por esta razón, el misterio de la cruz se convierte en parte integrantes del plan creativo, haciendo posible un espacio salvífico para la fragilidad de las criaturas, especialmente las discapacitadas y más vulnerables. «El fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo» (n. 83). La mirada de Jesús sobre la creación, asumida en la perspectiva de la fe de Israel en el Creador, se dirige de forma nueva al Padre; con una ternura conmovedora, Él invita a sus discípulos a reconocer la relación paterna que Dios establece con las criaturas. Para la comprensión cristiana de la realidad, el destino de la toda la creación está encerrada en el misterio de Cristo, presente en el origen de todas las cosas que el Resucitado envuelve misteriosamente y orienta a un destino de plenitud (cfr. n. 99). Un dato de gran importancia, al respecto, es la referencia al jesuita

Pierre Teilhard de Chardin, cuando escribe, en el n. 83: «El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal», donde, en la nota 53, se añade la positiva mención de Teilhard por parte de los tres papas precedentes:

«En esta perspectiva se sitúa la aportación del P. Teilhard de Chardin; cf. Pablo VI, Discurso en un establecimiento químico-farmacéutico (24 febrero 1966): Insegnamenti 4 (1966), 992-993; Juan Pablo II, Carta al reverendo P. George V. Coyne (1 junio 1988): Insegnamenti 5/2 (2009), 60; Benedicto XVI, Homilía para la celebración de las Vísperas en Aosta (24 julio 2009): L’Osservatore romano, ed. semanal en lengua española (31 julio 2009), p. 3s. ». La segunda y más amplia referencia a Teilhard, el Papa Francisco la formuló con ocasión de la visita apostólica en Mongolia, refiriéndose a la dimensión cósmica de la Eucarística.

Para los cristianos, por tanto, la razón primera y última del amor por la creación, de la que surge la armonía a través de la cruz, tiene un nombre corto y un rostro singular, oculto en el corazón del universo: Jesús. Como recordaba Pierre Teilhard de Chardin en Comment je crois, «en el Cosmos (para que tenga consistencia y funciones), debe haber, por construcción, un lugar privilegiado donde, como en una encrucijada universal, todo se ve, todo se percibe, todo se ordena, todo se anima, todo se toca. ¿No es éste un lugar maravilloso para situar (mejor aún, para reconocer) a Jesús?». Y proseguía: «Que Cristo surgiera en el campo de la experiencia humana por un solo instante, hace dos mil años, no podía impedirle ser el eje y la culminación de una maduración universal».

A partir de estos breves esbozos sobre los fundamentos teológicos de la encíclica, se comprende cómo el proyecto de una ecología integral se orienta hacia la búsqueda de nuevos modos para que toda la humanidad colabore responsablemente en el proyecto de armonía inscrito por Dios en la creación. Esta feliz intuición, resumida en la recurrente expresión «todo está conectado», pone de relieve un tema antiguo y universal, que hoy puede encontrar una amplia convergencia entre cristianos, religiones y culturas, ya que pertenece tanto al antiguo pensamiento griego heredado por Occidente, como a las religiones y filosofías de los pueblos del Extremo Oriente. La amplia mirada del Papa Francisco sobre el universo en el que gira la tierra que habitamos se basa en una promesa que alimenta nuestra esperanza: la complejidad está orientada hacia la armonía, éste es su origen y su destino, que para los cristianos tiene el nombre de Espíritu Santo.

*Pontificia Universidad Urbaniana