
“Las escritoras están bien”, escribe Sara De Simone. Es el título de un monólogo con el que la ensayista y crítica literaria se rebela contra el estereotipo denigrante de la artista-musa eternamente deprimida, histérica, víctima y marginal. Un estereotipo que gusta mucho a los hombres porque, de manera muy tranquilizadora, confirma que el arte les pertenece, que ellos sí que saben crear y destruir sin destruirse a sí mismos, incluso haciéndose cargo de las abandonadas que encuentran en su camino. Unas mujeres que nunca están al nivel del genio masculino, que quede claro, porque son más bien portadoras de un talento que, desde ese punto de vista, hacen muy bien en consumirlo ellas mismas. Un talento que el patriarcado reprime, margina, ridiculizar y olvida muy bien, porque siempre es culpa de las mujeres que nunca son lo suficientemente insignificantes; solo superan a los hombres en fragilidad. En cambio, las escritoras triunfan, afirma Sara De Simone, con la solidez de una estudiosa y de una traductora, poniendo como ejemplos precisamente a aquellas mujeres sobre cuya inestabilidad y enfermedad se han consolidado evidentes malentendidos y clichés, de Virginia Woolf a Katherine Mansfield.
Es un interesante monólogo, que recomiendo recuperar cuando sea posible en festivales literarios o citas culturales, y es también un buen resumen sobre los vínculos entre el genio femenino y la locura, quizás para sacarlos de la aparente única narrativa de la autodestrucción y devolver a las mujeres la posibilidad de ser locas, y también, vitales, irónicas y despiadadas. Para que la enfermedad mental no devore todo lo que hay en una vida, recordemos que una biografía es siempre la suma de lo que creemos ver y de lo que se nos escapa y que dentro de cada existencia siempre se esconde un detalle que rompe con la idea con la que creíamos haberla entendido.
No hay locura, hay locuras: La sabiduría divina para Emily Dickinson, la superación de los límites convencionales para Alda Merini, el silbido de una sirena en los auriculares para Anne Sexton… Y así se podría seguir sin caer en la tentación de romantizar, sino recordando que toda poética es la expresión de una mirada al mundo, de una deformidad que precede e invade la escritura. El suicidio es lo opuesto a la poesía, escribe Sexton, cuando recuerda que con su amiga Sylvia Plath hablaron de la posibilidad de matarse “entre una patata frita y otra", atraídas por el tema “como mosquitos ante la luz eléctrica”. En estas líneas de arrepentimiento –Plath ya no está entre nosotros– hay una ironía gélida y amarga, pero también la lucidez de un exorcismo, la conciencia de caminar al límite, vestida de blanco, como Emily Dickinson, o de negro, como una Hécate del siglo XX.
“Quiero irme con mi bandera ondeando”, escribió Virginia Woolf. La poetisa argentina Alejandra Pizarnik se solía comparar con un pájaro: nocturno, fuerte, listo para emprender el vuelo. Direcciones aparentemente opuestas, pero ¿no nos sentimos todos atraídos alternativamente por el abismo y las alturas? La pregunta sigue siendo: ¿podemos leer una vida sin reducirla a una única narración? ¿A no releer cada detalle existencial a la luz de un suicidio, aceptando que incluso aquellos que querían morir fueron, por un momento o mucho más tiempo, auténticamente felices? Las escritoras lo están haciendo bien. Incluso antes, o después, de haber estado muy enfermas.
de Nadia Terranova
Nadia Terranova (foto de Francesca Tilio) es una escritora italiana traducida en distintas lenguas en todo el mundo. Nacida en Messina, licenciada en Filosofia, vive y trabaja en Roma desde hace muchos años. Escribe libros para jóvenes y adultos. Su primer libro Gli anni al contrario (Einaudi 2015) fue clasificado como una de las mejores diez novelas italianas de la década de 2009 al 2019. Después escribió Addio fantasmi (Einaudi 2018); y la colección de cuentos Come una storia d’amore (Giulio Perrone Editore, 2020), y Trema la notte (Einaudi, 2022). Su última novela es Quello che so di te (Guanda, 2025).
La Poesía
Soledad
Ahora es la Soledad la que llega de noche
en lugar de dormir, para sentarse junto a mi cama.
Como una niña cansada me recuesto y espero su llegada,
la observo apagar la luz delicadamente.
Sentada inmóvil, a la derecha o la izquierda
se vuelve y, cansada, cansada, inclina la cabeza.
Ella también es vieja; ella, también, ha dado la batalla.
Así, con el laurel que la engalana.
A través de la triste oscuridad, la marea que baja lentamente
rompe en una estéril y contrariada orilla.
Un viento extraño fluye… y otra vez el silencio. Estoy dispuesta
a volver a la Soledad, para tomar su mano,
asirme a ella y esperar hasta que la tierra inerme
se llene de la terrible monotonía de la lluvia.
Katherine Mansfield