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Las religiosas del Buen Pastor ayudan a las refugiadas sirias

El renacimiento de Ranir hacia la libertad

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05 abril 2025

La lucha colectiva por la liberación, ya sea de un tirano, de la ocupación de otro país o de un régimen opresor, implica también a las batallas personales y cotidianas de cada ser humano. Las mujeres sirias, que han luchado durante más de cincuenta años contra la tiranía dentro y fuera de sus hogares, lo saben bien. Ranir lo sabe bien. Mientras su país intenta recuperarse de una guerra que dura más de una década, ella reconstruye su nueva vida en las afueras de Damasco, lejos de las miradas de sus padres y de su exmarido. Tiene veintiocho años y es cristiana. Una delicada sonrisa ilumina su rostro mientras espera en la puerta a que su hijo Alfredo, el mayor, llegue a casa con la habitual bolsa de pan en sus manos.

Cuenta que estuvo siete años con su ex marido hasta que él hizo “algo demasiado difícil de aceptar incluso para mí, que ya lo había sufrido durante todo ese tiempo”. “Me había resignado a su abuso de mi cuerpo, pero el punto de inflexión fue la violencia contra mis hijos. No podía aceptarlo. Fue entonces cuando decidí irme y no volver jamás”, asegura. Hace dos años, Ranir huyó de la casa donde vivía con su esposo y sus dos hijos. “Mi casa era una pesadilla, no podía dormir, tenía miedo de que en cualquier momento mi exesposo pudiera golpearme, abusar de mí o hacer daño a mis hijos”, continúa la mujer. Al principio, Ranir fue a casa de sus padres a pedir ayuda, “pero ellos, como suele suceder, me llevaron de vuelta con él”.

Pensó que sería su fin, pero cuando no vio otra salida que la muerte, Ranir conoció a las Hermanas del Buen Pastor y su refugio. “Cuando todavía estaba con mi marido iba todos los días a la iglesia a pedirle a Dios que me salvara. Había una mujer allí que siempre rezaba a mi lado y enseguida entendió que mi marido me pegaba. Me aconsejó que fuera a las Hermanas del Buen Pastor a pedir ayuda”, dice mientras prepara café árabe en un hornillo, el único que tiene en casa. “Todavía recuerdo —cuenta— la primera vez que fui a ver a las hermanas, era jueves. Llegué a la puerta del convento y llamé tan fuerte que al final me abrieron, pero me dijeron que tenía que volver el lunes. Empecé a llorar desesperada, gritando que no podía volver con mi marido o me mataría, y que mis padres ya no me aceptaban. Así que me dejaron entrar”.

Es aquí, entre las estrechas calles de la antigua ciudad de Damasco, donde Ranir encontrará la salvación, como las cientos de mujeres acogidas durante los últimos ocho años por la hermana Safaa Elbitar y la hermana Georgina Habach, ambas sirias. “Trabajé en África, en Europa y durante un tiempo también en Beirut”, explica la hermana Safaa en la salita del convento donde nos recibe. “Decidí volver aquí porque quería ayudar a mi gente. Yo también fui desplazada y víctima de la violencia durante la guerra civil siria y el régimen de Asad. Conocía muy bien ese dolor, ¿quién mejor que yo para ayudar a quienes aún lo padecían?” En 2017, junto con Georgina, Safaa inauguró el convento de las Hermanas del Buen Pastor en Damasco. Mientras habla de ello, sus ojos verde esmeralda brillan, “para nosotras fue una revolución abrir este lugar”, dice.

“Cuando me hicieron entrar en el convento, no me fiaba. Temía que las hermanas tuvieran un acuerdo con mis padres y me llevaran de vuelta”, admite Ranir, “pero no tenía otra opción: o me quedaba con ellas o me suicidaría y mataría a mis hijos. Poco a poco empecé a confiar y con el tiempo me sentí segura. Vivía con otras mujeres que habían escapado de la violencia doméstica y pude contar con terapia para mí y mis hijos. Todos se volcaron conmigo, desde las hermanas, pasando por los servicios sociales hasta la terapeuta y la abogada. Cada una de ellas cambió mi vida”.

Las Hermanas del Buen Pastor, además de abrir el convento, han impulsado distintos proyectos para la protección de las mujeres y sus familias. Por ejemplo, el centro antiviolencia y el refugio que, ahora tras la caída del régimen de Assad, ha sido cerrado a la espera de ser trasladado a un lugar secreto para evitar que sea desmantelado. El refugio también está compuesto por una serie de casas alquiladas por las religiosas a las afueras de la ciudad, donde mujeres como Ranir viven por un tiempo a la espera de estar completamente seguras y ser independientes. “Además del refugio - continúa la hermana Sanaa - fundamos el Trust Center, el primer centro de psicoterapia en Siria donde trabajan asistentes sociales, para ayudar a cualquier persona que lo necesite, de cualquier sexo o religión. También tenemos el Feminist Support Center para niños y sus padres. Y, por último, contamos con el Family re-liberation, único centro en el país de terapia de pareja; y el Family Guidelines, que ayuda a los jóvenes a seguir por buen camino y conocer la palabra de Dios”.

A salvo con las religiosas, aunque no sin dificultades, Ranir consigió obtener el divorcio: “Después de recibir el primer apoyo psicológico, comencé a trabajar con la abogada en los documentos legales. Me sentí libre finalmente cuando dejé de ser legalmente la esposa de ese hombre. Recuerdo que repetía constantemente a la abogada que este es un mundo solo para hombres. Ella se enfadaba mucho conmigo. Estar con las monjas me enseñó que se pueden reivindicar los derechos de las mujeres hasta dentro de la legislación siria. Esto cambió mi manera de pensar y ahora sé que este no es solo un mundo de hombres, no es solo una sociedad de hombres. No me quiero quedar aquí sentada esperando a que un hombre tome el control de mi vida”, afirma la mujer con lágrimas en los ojos.

Normalmente el tiempo máximo de estancia en el albergue es de seis meses, pero si es necesario las monjas pueden permitir a las mujeres quedarse algo más de tiempo. Después de cinco meses y medio, Ranir decidió que es hora de marcharse: “Me sentía preparada, mejor que nunca en mi vida. Así que me di cuenta de que era hora de irme. La hermana Georgina me había dicho que podía quedarme un año porque sería lo mejor para mis dos hijos pequeños, pero quería demostrarme a mí misma que podía hacerlo. Hoy me siento muy orgullosa de mí. Esta casa la arreglé yo sola, me compré yo misma un teléfono y acepté todos los trabajos posibles para poder sobrevivir y dar una vida digna a mis hijos”.

Ahora el sueño de Ranir es abrir un salón de belleza, pero tiene que esperar para hacerlo. Como todos en el país, todavía no sabe qué pasará con el nuevo gobierno de transición y, como mujer y cristiana, teme que haya limitaciones. “No estoy pensando en casarme otra vez, pero como soltera no soy bien vista en la ciudad. Últimamente me han preguntado por la calle que qué hacía sola. Nadie sabe ahora mismo cómo será el futuro”. Ranir pediría una cosa al nuevo gobierno: que se aumente el subsidio para mujeres solteras con hijos. “Por ley, mi exmarido ahora me da unos 50 dólares al mes, que aquí en Damasco es muy poco; ni siquiera puedo comprar verduras a los niños. Me gustaría que el nuevo gobierno cambiara esta ley porque la libertad se logra con leyes, incluida la libertad de las mujeres”, concluye.

La tarde cae sobre Damasco, Ranir prepara la cena para sus dos hijos mientras afuera el muecín llama a la oración. En las calles solo hay hombres, lo que nos recuerda que las mujeres sirias todavía tienen miedo de salir de noche.

Texto y foto de Lidia Ginestra Giuffrida