
Nicea, hoy Iznit, en Turquía, fue testigo de un acontecimiento que tuvo lugar allí hace 1.700 años: el “Primer Concilio Ecuménico”. En aquella época la expresión significaba “toda la tierra habitada”, pero desde el momento en que fue reconocida por distintas denominaciones cristianas, hoy podemos llamarla “ecuménica” también desde este punto de vista. Quizá por ello también el aniversario ha traspasado los libros de Historia y suscita interés en ambientes eclesiales muy diferentes. El Concilio ha sido mencionado durante el Sínodo sobre la sinodalidad; ha sido objeto de acontecimientos ecuménicos como el encuentro de Fe y Constitución que tendrá lugar en Egipto (en Wadi el Natrum) en octubre de 2025; se ha recordado en la Bula de convocatoria del Jubileo Católico; y también ha sido objeto de estudio del Secretariado para las Actividades Ecuménicas (SAE).
El acontecimiento del año 325 se desarrolló no con pocos problemas porque sobre la mesa estaban al menos tres cuestiones relevantes: cómo hablar de Dios, si es posible uniformar la fecha de la Pascua y cómo discutir y regular los diversos aspectos de la vida eclesial. Naturalmente, esto ocurrió al comienzo del cambio de rumbo en las relaciones con el imperio y con una fuerte presión por parte de Constantino. Nadie hubiera querido más persecuciones, pero ¿estamos seguros de reconocer a estos emperadores, porque se profesan cristianos, mientras ejercían un poder ilimitado y dominador? El Sínodo (significado análogo del término) decidió algunas cosas rápidamente, pero lo que se abrió fue un período turbulento de exilios, violencia y anatemas: ¿estamos dispuestos a pagar este precio por una profesión de fe común? Algunas imágenes (no de la época, sino posteriores) que lo celebran muestran una Iglesia representada por mitras y púrpuras que, del Imperio, pasa a un grupo enteramente episcopal, un mundo masculino y jerárquico.
Así, podemos plantearnos algunas preguntas: ¿Celebrar el aniversario puede ser también un momento de arrepentimiento y de conversión? ¿Se pueden conmemorar solo los elementos positivos o también sus numerosas sombras? ¿Nos puede impulsar a buscar una comunión acogedora que, intentando encontrar palabras comunes, evite condenas y anatemas? Creo que no solo es deseable, sino también posible, si abandonamos la apología de régimen para acoger historias plurales, disensos y también consensos, no impuestos, sino compartidos. En esta dirección y en estas condiciones, en definitiva, Nicea es también un signo de esperanza para intentar pronunciar juntos el “nombre de Otro u Otra” que por brevedad llamamos “Dios” - plural abierta y acogedora “trinidad”-, es un espacio de bendición y puede ser un tiempo pacificador.
de Cristina Simonelli
Teóloga, docente de Historia de la Iglesia antigua, Facultad Teológica de la Italia Septentrional, Milán