
Aula Pablo VI Miércoles, 5 de febrero 2025
Audiencia general del Papa Francisco
Al encuentro de los demás como María sin temer peligros o juicios
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy contemplamos la belleza de Jesucristo, nuestra esperanza, en el misterio de la Visitación. La Virgen María visita a santa Isabel; pero es sobre todo Jesús, en el vientre de la madre, quien visita a su pueblo (cfr Lc 1,68), como dice Zacarías en su himno de alabanza.
Después de su asombro y admiración ante lo que le anuncia el Ángel, María se levanta y se pone en camino, como todos los que han sido llamados en la Biblia, porque «el único acto con el que el ser humano puede corresponder al Dios que se revela es el de la disponibilidad ilimitada» (H.U. von Balthasar, Vocazione, Roma 2002, 29). Esta joven hija de Israel no elige protegerse del mundo, no teme los peligros y los juicios de los otros, sino que sale al encuentro de los demás.
Cuando una persona se siente amada, experimenta una fuerza que pone en movimiento el amor; como dice el apóstol Pablo, «el amor de Cristo nos posee» (2Cor 5,14), nos impulsa, nos mueve. María siente el impulso del amor y acude a ayudar a una mujer que es pariente suya, pero que es también una anciana que, tras una larga espera, acoge un embarazo inesperado, difícil de afrontar a su edad. La Virgen va a casa de Isabel también para compartir su fe en el Dios de lo imposible, y la esperanza en el cumplimiento de sus promesas.
El encuentro entre las dos mujeres produce un impacto sorprendente: la voz de la “llena de gracia” que saluda a Isabel provoca la profecía en el niño que la anciana lleva en su vientre, y suscita en ella una doble bendición: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Y también una bienaventuranza: «¡Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá!» (v. 45).
Ante el reconocimiento de la identidad mesiánica de su Hijo y de su misión como madre, María no habla de sí misma, sino de Dios, y eleva una alabanza llena de fe, esperanza y alegría, un canto que resuena cada día en la Iglesia durante la oración de las Vísperas: el Magnificat (Lc 1,46-55).
Esta alabanza al Dios Salvador, que brota del corazón de su humilde sierva, es un solemne memorial que sintetiza y cumple la oración de Israel. Está entretejida de resonancias bíblicas, signo de que María no quiere cantar “fuera del coro”, sino sintonizar con los padres, exaltando su compasión por los humildes, esos pequeños a los que Jesús en su predicación declarará «bienaventurados» (cfr Mt 5,1-12).
La presencia masiva del motivo pascual hace también del Magnificat un canto de redención, que tiene como trasfondo la memoria de la liberación de Israel de Egipto. Los verbos están todos en pasado, impregnados de una memoria de amor que enciende de fe el presente e ilumina de esperanza el futuro: María canta la gracia del pasado, pero es la mujer del presente que lleva en su vientre el futuro.
La primera parte de este cantico alaba la acción de Dios en María, microcosmos del pueblo de Dios que se adhiere plenamente a la alianza (vv. 46-50); la segunda recorre la obra del Padre en el macrocosmos de la historia de sus hijos (vv. 51-55), a través de tres palabras clave: memoria – misericordia – promesa.
Dios, que se inclinó sobre la pequeña María para hacer en ella «grandes cosas» y convertirla en la madre del Señor, comenzó a salvar a su pueblo a partir del éxodo, acordándose de la bendición universal que prometió a Abraham (cf. Gn 12,1-3). El Señor, Dios fiel para siempre, ha derramado un torrente ininterrumpido de amor misericordioso «de generación en generación» (v. 50) sobre el pueblo fiel a la alianza, y ahora manifiesta la plenitud de la salvación en su Hijo, enviado para salvar al pueblo de sus pecados. Desde Abraham hasta Jesucristo, y hasta la comunidad de los creyentes, la Pascua aparece, así, como la categoría hermenéutica para comprender toda liberación posterior, hasta llegar a la realizada por el Mesías en la plenitud de los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al Señor la gracia de saber esperar el cumplimiento de todas sus promesas; y que nos ayude a acoger en nuestras vidas la presencia de María. Poniéndonos en su escuela, que todos descubramos que toda alma que cree y espera «concibe y engendra al Verbo de Dios» (San Ambrosio, Exposición del Evangelio según San Lucas 2, 26).
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En este Año jubilar, los invito a elevar a Dios el canto del Magníficat, como María, recordando con gratitud las grandes cosas que Él ha hecho en nuestra vida. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los proteja. Muchas gracias.
Casa Santa Marta, jueves 6 de febrero de 2025
Discurso del Papa a los jóvenes sacerdotes y monjes de las iglesias ortodoxas que participan en la visita de estudio
¡El Símbolo une!
Discurso entregado
Queridos hermanos,
«¡Qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos!» (Sal 133,1). Con estas palabras del salmista, les doy la bienvenida y expreso mi alegría por esta visita de ustedes, jóvenes sacerdotes y monjes de las Iglesias ortodoxas orientales, armenia, copta, etíope, eritrea, malankara y siríaca. Saludo fraternalmente al arzobispo Khajag Barsamian y al obispo Bernabé El-Soryani, que los acompañan. Y, a través de ustedes, deseo saludar a los venerables y queridos hermanos responsables de las Iglesias ortodoxas orientales.
Esta es la quinta visita de estudio para jóvenes sacerdotes y monjes ortodoxos orientales organizada por el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Visitas similares para sacerdotes católicos han sido preparadas por el Catolicosado armenio de Etchmiadzin y la Iglesia Ortodoxa Siria de Malankara. Estoy muy agradecido por este «intercambio de dones», promovido por la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, porque permite que el diálogo de la caridad vaya de la mano del diálogo de la verdad.
Su visita tiene una especial relevancia en el año en que celebramos el XVII centenario del Concilio de Nicea, el primer Concilio ecuménico, que profesó el Símbolo de la Fe común a todos los cristianos. Por ello, me gustaría reflexionar con ustedes sobre el término «Símbolo», que tiene una fuerte dimensión ecuménica, en su triple acepción.
En sentido teológico, por Símbolo se entiende el conjunto de las principales verdades de la fe cristiana, que se complementan y armonizan entre ellas. En este sentido, el Credo Niceno, que expone brevemente el misterio de nuestra salvación, es innegable e incomparable.
Sin embargo, el Símbolo también tiene un significado eclesiológico: de hecho, además de las verdades, también une a los creyentes. En la antigüedad, la palabra griega symbolon indicaba la mitad de una baldosa partida en dos para ser presentada como signo de reconocimiento. El símbolo es, por tanto, un signo de reconocimiento y comunión entre creyentes. Cada uno posee la fe como un «símbolo», que sólo encuentra su plena unidad junto a los demás. Por tanto, nos necesitamos mutuamente para poder confesar la fe, razón por la cual el Símbolo de Nicea, en su versión original, utiliza el plural «creemos». Yendo más allá, en esta imagen, yo diría que los cristianos que siguen divididos son como «fragmentos» que deben encontrar la unidad en la confesión de la única fe. Llevamos el Símbolo de nuestra fe como un tesoro en recipientes de barro (cf. 2 Co 4:7).
Así llegamos al tercer significado del Símbolo, el espiritual. No debemos nunca olvidar que el Credo es ante todo una oración de alabanza que nos une a Dios: la unión con Dios pasa necesariamente por la unidad entre nosotros, los cristianos, que proclamamos la misma fe. Si el diablo divide, ¡el Símbolo une! ¡Qué hermoso sería si, cada vez que proclamamos el Credo, nos sintiéramos unidos a los cristianos de todas las tradiciones! La proclamación de la fe común, de hecho, requiere en primer lugar que nos amemos unos a otros, como nos invita a hacer la liturgia oriental antes de la recitación del Credo: «Amémonos unos a otros, para que en unidad de espíritu profesemos nuestra fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo».
Queridos hermanos, espero que su presencia se convierta en un «símbolo» de nuestra comunión visible mientras perseveramos en la búsqueda de esa unidad plena que el Señor Jesús deseaba tan ardientemente (cf. Jn 17,21). Les aseguro mi recuerdo en la oración, por cada uno de ustedes y por sus Iglesias, y cuento también con el suyo por mí y por mi ministerio. Que el Señor los bendiga y que la Madre de Dios los proteja.
Y ahora quisiera proponerles que proclamemos juntos el Credo de Nicea, cada uno en su propia lengua.
[Credo...]
19 de octubre de 2025
Mensaje del Papa para la XCIX Jornada Misionera Mundial 2025
Misioneros de esperanza entre los pueblos
Queridos hermanos y hermanas:
Para la Jornada Mundial de las Misiones del Año jubilar 2025, cuyo mensaje central es la esperanza (cf. Bula Spes non confundit, 1), he elegido este lema: “Misioneros de esperanza entre los pueblos”, que recuerda a cada cristiano y a la Iglesia, comunidad de bautizados, la vocación fundamental a ser mensajeros y constructores de la esperanza, siguiendo las huellas de Cristo. Les deseo a todos que vivan un tiempo de gracia con el Dios fiel que nos ha regenerado en Cristo resucitado «para una esperanza viva» (cf. 1 P 1,3-4); a la vez que quisiera recordarles algunos aspectos relevantes de la identidad misionera cristiana, a fin de que podamos dejarnos guiar por el Espíritu de Dios y arder de santo celo para iniciar una nueva etapa evangelizadora de la Iglesia, enviada a reavivar la esperanza en un mundo abrumado por densas sombras (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 9-55).
1. Tras las huellas de Cristo nuestra esperanza
Celebrando el primer Jubileo ordinario del Tercer milenio, después del Jubileo del año dos mil, mantengamos la mirada orientada hacia Cristo, el centro de la historia, que «es el mismo ayer y hoy, y lo será para siempre» (Hb 13,8). Él, en la sinagoga de Nazaret, declaró el cumplimiento de la Escritura en el “hoy” de su presencia histórica. De ese modo, se reveló como el enviado del Padre con la unción del Espíritu Santo para llevar la Buena Noticia del Reino de Dios e inaugurar «un año de gracia del Señor» para toda la humanidad (cf. Lc 4,16-21).
En este místico “hoy”, que perdura hasta el fin del mundo, Cristo es el cumplimiento de la salvación para todos, particularmente para aquellos cuya esperanza es Dios. Él, en su vida terrena, «pasó haciendo el bien y curando a todos» del mal y del Maligno (cf. Hch 10,38), devolviendo la esperanza en Dios a los necesitados y al pueblo. Además, experimentó todas las fragilidades humanas, excepto la del pecado, pasando también momentos críticos, que podían conducir a la desesperación, como en la agonía del Getsemaní y en la cruz. Pero Jesús encomendaba todo a Dios Padre, obedeciendo con plena confianza a su plan salvífico para la humanidad, plan de paz para un futuro lleno de esperanza (cf. Jr 29,11). De esa manera, se convirtió en el divino Misionero de la esperanza, modelo supremo de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, llevan adelante la misión recibida de Dios, incluso en las pruebas extremas.
El Señor Jesús continúa su ministerio de esperanza para la humanidad por medio de sus discípulos, enviados a todos los pueblos y acompañados místicamente por Él; también hoy sigue inclinándose ante cada persona pobre, afligida, desesperada y oprimida por el mal, para derramar sobre sus heridas «el aceite del consuelo y el vino de la esperanza» (Prefacio “Jesús, buen samaritano”). Obediente a su Señor y Maestro, y con su mismo espíritu de servicio, la Iglesia, comunidad de los discípulos-misioneros de Cristo, prolonga esa misión ofreciendo la vida por todos en medio de las gentes. La Iglesia, aun teniendo que afrontar, por un lado, persecuciones, tribulaciones y dificultades, y, por otro lado, sus propias imperfecciones y caídas, a causa de las fragilidades de sus miembros, está impulsada constantemente por el amor de Cristo a avanzar unida a Él en este camino misionero y a acoger, como Él y con Él, el clamor de la humanidad; más aún, el gemido de toda criatura, en espera de la redención definitiva. Esta es la Iglesia que el Señor llama desde siempre y para siempre a seguir sus huellas; «no una Iglesia estática, [sino] una Iglesia misionera, que camina con el Señor por las vías del mundo» (Homilía en la Santa Misa al finalizar la Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, 27 octubre 2024).
Por eso, también nosotros sintámonos inspirados a ponernos en camino tras las huellas del Señor Jesús para ser, con Él y en Él, signos y mensajeros de esperanza para todos, en cada lugar y circunstancia que Dios nos concede vivir. ¡Que todos los bautizados, discípulos-misioneros de Cristo, hagan resplandecer la propia esperanza en cada rincón de la tierra!
2. Los cristianos, portadores y constructores de esperanza entre los pueblos
Siguiendo a Cristo el Señor, los cristianos están llamados a transmitir la Buena Noticia compartiendo las condiciones de vida concretas de las personas que encuentran, siendo así portadores y constructores de esperanza. Porque, en efecto, «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (Gaudium et spes, 1).
Esta célebre afirmación del Concilio Vaticano II, que expresa el sentir y el estilo de las comunidades cristianas de todos los tiempos, sigue inspirando a sus miembros y los ayuda a caminar con sus hermanos y hermanas en el mundo. Pienso particularmente en ustedes, misioneros y misioneras ad gentes, que, siguiendo la llamada divina, han ido a otras naciones para dar a conocer el amor de Dios en Cristo. ¡Gracias de corazón! Sus vidas son una respuesta concreta al mandato de Cristo resucitado, que ha enviado a sus discípulos a evangelizar a todos los pueblos (cf. Mt 28,18-20). De ese modo, ustedes señalan la vocación universal de los bautizados a ser, con la fuerza del Espíritu Santo y el compromiso cotidiano, entre los pueblos, misioneros de esa inmensa esperanza que nos concede Jesús, el Señor.
El horizonte de esta esperanza va más allá de las realidades mundanas pasajeras y se abre a las divinas, que ya pregustamos en el presente. En efecto, como recordaba san Pablo VI, la salvación en Cristo, que la Iglesia ofrece a todos como don de la misericordia de Dios, no es sólo «inmanente, a medida de las necesidades materiales o incluso espirituales que […] se identifican totalmente con los deseos, las esperanzas, los asuntos y las luchas temporales, sino una salvación que desborda todos estos límites para realizarse en una comunión con el único Absoluto Dios, salvación trascendente, escatológica, que comienza ciertamente en esta vida, pero que tiene su cumplimiento en la eternidad» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 27).
Animadas por una esperanza tan grande, las comunidades cristianas pueden ser signos de una nueva humanidad en un mundo que, en las zonas más “desarrolladas”, muestra síntomas graves de crisis de lo humano: un sentimiento generalizado de desorientación, soledad y abandono de los ancianos; dificultad para estar disponibles a ayudar a quienes nos rodean. En las naciones más avanzadas tecnológicamente, está decayendo la proximidad; estamos todos interconectados, pero no estamos en relación. La eficiencia y el apego a las cosas y a las ambiciones hacen que estemos centrados en nosotros mismos y seamos incapaces de altruismo. El Evangelio, vivido en la comunidad, puede restituirnos una humanidad íntegra, sana, redimida.
Por lo tanto, renuevo la invitación a realizar las obras indicadas en la Bula de convocación del Jubileo (nn. 7-15), con particular atención a los más pobres y débiles, a los enfermos, a los ancianos, a los excluidos de la sociedad materialista y consumista. Y a hacerlo con el estilo de Dios: con cercanía, compasión y ternura, cuidando la relación personal con los hermanos y las hermanas en su situación concreta (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 127-128). Muchas veces, serán ellos quienes nos enseñarán a vivir con esperanza. Y a través del contacto personal podremos transmitir el amor del Corazón compasivo del Señor. Experimentaremos que «el Corazón de Cristo […] es el núcleo viviente del primer anuncio» (Carta enc. Dilexit nos, 32). Bebiendo de esta fuente, la esperanza recibida de Dios se puede ofrecer con sencillez (cf. 1 P 1,21), llevando a los demás el mismo consuelo con el que nosotros hemos sido consolados por Dios (cf. 2 Co 1,3-4). En el Corazón humano y divino de Jesús, Dios quiere hablar al corazón de cada persona, atrayendo a todos con su amor. «Nosotros hemos sido enviados para continuar esta misión: ser signo del Corazón de Cristo y del amor del Padre, abrazando al mundo entero» (Discurso a los participantes en la Asamblea General de las Obras Misionales Pontificias, 3 junio 2023).
3. Renovar la misión de la esperanza
Hoy, ante la urgencia de la misión de la esperanza, los discípulos de Cristo están llamados en primer lugar a formarse, para ser “artesanos” de esperanza y restauradores de una humanidad con frecuencia distraída e infeliz.
Para ello, es necesario renovar en nosotros la espiritualidad pascual, que vivimos en cada celebración eucarística y sobre todo en el Triduo Pascual, centro y culmen del año litúrgico. Hemos sido bautizados en la muerte y resurrección redentora de Cristo, en la Pascua del Señor, que marca la eterna primavera de la historia. Somos entonces “gente de primavera”, con una mirada siempre llena de esperanza para compartir con todos, porque en Cristo «creemos y sabemos que la muerte y el odio no son las últimas palabras» sobre la existencia humana (cf. Catequesis, 23 agosto 2017). Por eso, de los misterios pascuales, que se actualizan en las celebraciones litúrgicas y en los sacramentos, recibimos continuamente la fuerza del Espíritu Santo con el celo, la determinación y la paciencia para trabajar en el vasto campo de la evangelización del mundo. «Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 275). En Él vivimos y testimoniamos esa santa esperanza que es “un don y una tarea para cada cristiano” (cf. La speranza è una luce nella notte, Ciudad del Vaticano 2024, 7).
Los misioneros de esperanza son hombres y mujeres de oración, porque “la persona que espera es una persona que reza”, como decía el venerable cardenal Van Thuan, que mantuvo viva la esperanza en la larga tribulación de la cárcel gracias a la fuerza que recibía de la oración perseverante y de la Eucaristía (cf. F.X. Nguyen Van Thuan, Il cammino della speranza, Roma 2001, n. 963). No olvidemos que rezar es la primera acción misionera y, al mismo tiempo, «la primera fuerza de la esperanza» (Catequesis, 20 mayo 2020).
Por eso, renovemos la misión de la esperanza empezando por la oración, sobre todo la que se hace con la Palabra de Dios y particularmente con los Salmos, que son una gran sinfonía de oración cuyo compositor es el Espíritu Santo (cf. Catequesis, 19 junio 2024). Los Salmos nos educan para esperar en las adversidades, para discernir los signos de esperanza y tener el constante deseo “misionero” de que Dios sea alabado por todos los pueblos (cf. Sal 41,12; 67,4). Rezando mantenemos encendida la llama de la esperanza que Dios encendió en nosotros, para que se convierta en una gran hoguera, que ilumine y dé calor a todos los que están alrededor, también con acciones y gestos concretos inspirados por esa misma oración.
Finalmente, la evangelización es siempre un proceso comunitario, como el carácter de la esperanza cristiana (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 14). Dicho proceso no termina con el primer anuncio y el bautismo, sino que continúa con la construcción de las comunidades cristianas a través del acompañamiento de cada bautizado por el camino del Evangelio. En la sociedad moderna, la pertenencia a la Iglesia no es nunca una realidad adquirida de una vez por todas. Por eso, la acción misionera de transmitir y formar una fe madura en Cristo es «el paradigma de toda obra de la Iglesia» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 15), una obra que requiere comunión de oración y de acción. Sigo insistiendo sobre esta sinodalidad misionera de la Iglesia, como también sobre el servicio de las Obras Misionales Pontificias en promover la responsabilidad misionera de los bautizados y sostener a las nuevas Iglesias particulares. Y los exhorto a todos ustedes —niños, jóvenes, adultos, ancianos—, a participar activamente en la común misión evangelizadora con el testimonio de sus vidas y con la oración, con sus sacrificios y su generosidad. Por esto, ¡gracias de corazón!
Queridas hermanas y queridos hermanos, acudamos a María, Madre de Jesucristo, nuestra esperanza. A Ella le confiamos este deseo para el Jubileo y para los años futuros: «Que la luz de la esperanza cristiana pueda llegar a todas las personas, como mensaje del amor de Dios que se dirige a todos. Y que la Iglesia sea testigo fiel de este anuncio en todas partes del mundo» (Bula Spes non confundit, 6).
Roma, San Juan de Letrán, 25 de enero de 2025, fiesta de la Conversión del apóstol san Pablo.
FRANCISCO
Casa Santa Marta, Viernes 7 de febrero de 2025
Discurso del Papa a los miembros de la red “Talitha Kum” con ocasión de la Jornada Mundial de Oración contra la Trata de Personas
Una gravísima violación de los derechos humanos fundamentales
¡Queridas hermanas y hermanos!
Me alegro de encontrarme con ustedes y de unirme a quienes se comprometen diariamente en la lucha contra la trata de personas. Agradezco en particular a «Talitha Kum» el servicio que presta. ¡Gracias!
Nos reunimos en vísperas de la fiesta de Santa Josefina Bakhita, que fue víctima de esta terrible plaga social. Su historia nos da tanta fuerza, mostrándonos cómo, a pesar de la injusticia y el sufrimiento padecidos, con la gracia del Señor es posible romper las cadenas, volver a ser libres y convertirse en mensajeros de esperanza para otros que se encuentran en dificultades.
La trata es un fenómeno mundial que se cobra millones de víctimas y no se detiene ante nada. Siempre encuentra nuevas formas de insinuarse en nuestras sociedades, en todas las latitudes. Ante este drama, no podemos permanecer indiferentes y, al igual que ustedes, debemos unir nuestras fuerzas, nuestras voces y pedir que cada uno asuma sus responsabilidades, para luchar contra esta forma de criminalidad que se lucra a costa de la vida de los más vulnerables.
No podemos aceptar que tantas hermanas y hermanos sean explotados de una manera tan despreciable. El comercio de cuerpos, la explotación sexual, incluso de niños y niñas, y los trabajos forzados son una vergüenza y una violación muy grave de los derechos humanos fundamentales.
Sé que son un grupo internacional, algunos de ustedes han venido desde muy lejos para esta semana de oración y reflexión contra la trata. Les doy las gracias. Felicito de manera especial a los jóvenes embajadores contra la trata que, con creatividad y energía, encuentran siempre nuevas formas de sensibilizar e informar.
Animo a todas las organizaciones de esta red y a todas las personas que la componen a que sigan aunando esfuerzos, poniendo en el centro a las víctimas y supervivientes, escuchando sus historias, cuidando sus heridas y amplificando sus voces. Esto significa ser embajadores de esperanza; y espero que en este Jubileo muchas más personas sigan su ejemplo.
Los bendigo y los acompaño en la oración. Y ustedes también, por favor, recen por mí. ¡Gracias!
7 de febrero de 2025
Mensaje del Santo Padre para la XI Jornada Mundial de oración y reflexión contra la trata de personas
Embajadores de esperanza: juntos contra la trata de personas
¡Queridos hermanos y hermanas!
Con alegría me uno a ustedes en la XI Jornada Mundial de Oración y Reflexión contra la Trata de Personas. Este acontecimiento coincide con la memoria litúrgica de Santa Josefina Bakhita, mujer sudanesa y religiosa, que fue víctima de la trata cuando era niña y se ha convertido en un símbolo de nuestro compromiso contra este terrible fenómeno. En este año jubilar, recorramos también juntos, como «peregrinos de la esperanza», el camino contra la trata.
Pero, ¿cómo seguir alimentando la esperanza ante los millones de personas, especialmente mujeres y niños, jóvenes, migrantes y refugiados, atrapados en esta esclavitud moderna? ¿De dónde sacamos un nuevo impulso para luchar contra el comercio de órganos y tejidos humanos, la explotación sexual de niños y niñas, los trabajos forzados, incluida la prostitución, el tráfico de drogas y de armas? ¿Cómo podemos registrar todo esto en el mundo y no perder la esperanza? Sólo elevando nuestra mirada a Cristo, nuestra esperanza, podemos encontrar la fuerza para un compromiso renovado que no se deje vencer por la dimensión de los problemas y los dramas, sino que se esfuerce en la oscuridad por encender llamas de luz, que juntas puedan iluminar la noche hasta que amanezca.
Los jóvenes de todo el mundo que luchan contra la trata nos ofrecen un ejemplo: nos dicen que debemos convertirnos en embajadores de la esperanza y actuar juntos, con tenacidad y amor; que debemos estar al lado de las víctimas y los supervivientes.
Con la ayuda de Dios, podemos evitar acostumbrarnos a la injusticia, alejarnos de la tentación de pensar que ciertos fenómenos no pueden erradicarse. El Espíritu del Señor Resucitado nos sostiene para promover con valentía y eficacia iniciativas dirigidas a debilitar y contrarrestar los mecanismos económicos y criminales que se benefician de la trata y de la explotación. Nos enseña ante todo a ponernos a la escucha de las personas que han sido víctimas de la trata, con cercanía y compasión, para ayudarlas a ponerse de pie, recuperarse y, junto con ellas, identificar las mejores vías para liberar a los demás y hacer prevención.
La trata es un fenómeno complejo, en constante evolución, y se ve alimentada por las guerras, los conflictos, el hambre y las consecuencias del cambio climático. Por consiguiente, requiere respuestas globales y un esfuerzo común, a todos los niveles, para contrarrestarlo.
Los invito, por tanto, a todos ustedes, especialmente a los representantes de los gobiernos y de las organizaciones que comparten este compromiso, a unirse a nosotros, animados por la oración, para promover iniciativas en defensa de la dignidad humana, por la eliminación de la trata de seres humanos en todas sus formas y por la promoción de la paz en el mundo.
Juntos - confiando en la intercesión de Santa Bakhita - lograremos hacer un gran esfuerzo y crear las condiciones para que la trata y la explotación sean proscritas y para que siempre prevalezca el respeto de los derechos humanos fundamentales, en el reconocimiento fraterno de nuestra humanidad común.
Hermanas y hermanos, les doy las gracias por la valentía y la tenacidad con las que llevan adelante esta obra, implicando a tantas personas de buena voluntad. ¡Sigan adelante con la esperanza en el Señor, que camina con ustedes! Los bendigo de corazón. Rezo por ustedes y ustedes recen por mí.
Vaticano, 4 de febrero de 2025
FRANCISCO
Pabellón “Madrid-Arena” en el Recinto Ferial de la Casa de Campo de Madrid, del 7 al 9 de febrero de 2025
Mensaje del Papa con ocasión del Congreso Nacional de Vocaciones
Llamados a encontrar a Jesús en el abrazo de los necesitados
Queridos hermanos y hermanas:
Quiero unirme a la celebración de este Congreso Nacional de Vocaciones que han querido titular: «¿Para quién soy? Asamblea de llamados para la misión», agradeciendo a todos los que trabajan por las vocaciones en las amadas tierras de España. En primer lugar, a aquellos que se desempeñan en esta tarea enviados por sus obispos o superiores, ya sea trabajando en los centros de formación o simplemente acompañando a los jóvenes. También a los que, con su ejemplo de vida, hacen visible y —me atrevería a decir— contagioso el entregarse con generosidad y confianza al proyecto que Dios tiene para cada uno de nosotros. Sin olvidar aquí a quienes con su oración y sacrificio obtienen de Dios abundantes gracias para que los pastores y las ovejas, los maestros y los discípulos nos vayamos configurando a la medida del Corazón de Cristo.
Me ha alegrado que el lema del Congreso recoja las palabras de la Exhortación apostólica postsinodal Christus vivit. «Muchas veces —nos dice el documento—, en la vida, perdemos tiempo preguntándonos: “Pero, ¿quién soy yo?”»; no llegamos, sin embargo, a la pregunta fundamental: «“¿Para quién soy yo?”. Eres para Dios, sin duda. Pero Él quiso que seas también para los demás, y puso en ti muchas cualidades, inclinaciones, dones y carismas que no son para ti, sino para otros» (n. 286).
Al releer estas palabras me vino a la mente la escena del joven rico que le pregunta al Señor qué tiene que hacer para alcanzar la vida eterna. En su respuesta, el Señor nos hace ver, con una dulce pedagogía, que la bondad a la que aspiramos no se consigue cumpliendo requisitos y alcanzando objetivos y, aunque hayamos tratado de realizar todo esto desde nuestra juventud, siempre nos faltará algo muy simple, el don total de nosotros mismos, el seguir a Jesús en la prueba del amor más grande.
Es lo que le pide al joven rico: «anda, vende lo que tienes, y dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme» (Mc 10,21). Parecería que un reclamo así hace referencia sólo a un determinado tipo de vocación específica, sólo a quienes se sienten llamados a abrazar la radicalidad de la pobreza evangélica. Pero no es verdad, lo podemos escuchar dirigido a cada uno de nosotros. Todos somos administradores de los dones de gracia y de naturaleza que el Señor nos ha regalado, y nuestros talentos son para ponerlos en el banco y sacar interés, nuestros bienes para venderlos, de forma que el fruto llegue a los demás.
Pensemos en la DANA que golpeó varias regiones de España a finales de octubre. Una situación que nos interpela profundamente, y que deja al vivo la idea de “para quién soy”. Cuántos testimonios de valentía, de solidaridad, de ver que en ese contexto lo que tengo, lo que soy, tiene un propósito concreto: los otros. Y cuando no es así, se ve claro el amargor, el clamor de la tierra y de Dios que nos reclaman: “¿No eras tú responsable de tu hermano?” (cf. Gn 4,8-11). Por el contrario, todo lo que hayamos sido capaces de dar, nos los encontraremos como joyas preciosas engastadas en las entrañas de misericordia de su divino Corazón (cf. S. Juan Bautista de la Concepción, Obras III, 368).
Es curioso que el joven rico del Evangelio no se plantea a quién le envía Jesús, no le preocupa qué o cómo hará cuando esté con ellos; se preocupa de sus bienes, de lo que tiene, de lo que ha hecho, de lo que pretende conseguir, por más que parezca que está buscando la vida eterna. Todo su mundo termina en él y esto no le satisface, es más, a pesar de tener tanto se aleja entristecido porque no es capaz de dar el paso de la donación. No supo invertir en el negocio esencial al que Dios le invitaba. Que distinto el testimonio de todos esos jóvenes que, como hemos visto en la catástrofe de la DANA, en la acogida de los migrantes o del volcán de La Palma, son los primeros en ponerse manos a la obra.
Sigamos, en el discernimiento de la propia vocación, ese ejemplo para captar el valor de los bienes espirituales o materiales que estamos llamados a gestionar. Como aquel administrador deshonesto de la parábola recogida por san Lucas no los “derrochemos”, usándolos para alejar a los demás de nosotros y de Dios, sino busquemos poder decir que no nos debemos más que amor (cf. Rm 13,8). Así lo hace el personaje de la parábola: “¿Cuánto debes, no a mí, sino a mi Señor? —Toma tu recibo” (cf. Lc 16,6), que estos bienes sean para unir y no para dividir.
No pensemos que lo que tenemos no es suficiente, tampoco los apóstoles tenían “oro ni plata” pero, después de recibir el Espíritu Santo, tratan de percibir la necesidad del pobre paralítico del templo (cf. Hch 3,1-8), incluso por encima de sus expectativas. No le dan dinero, sino que lo invitan a “mirarlos”, a ver el ejemplo de su pobreza y, captada su atención, le piden que se levante de su postración. Pedro lo deja claro a todos: no fueron ellos, sino Jesús, quien hizo el milagro.
En otro contexto, es Felipe el que se encuentra con un ministro del tesoro real que, a pesar de venir al templo a adorar al verdadero Dios y estar versado en las Escrituras, no era capaz de entender el misterio de la cruz que Isaías narra en el relato del Siervo de Yahvé. Del mismo modo que en el caso de Pedro, Felipe, movido por el Espíritu, consigue ver la necesidad del otro y, por encima de sus expectativas, anunciarle a Jesús, en la Palabra y los sacramentos, atendiendo una pobreza que no es material sino espiritual (cf. Hch 8,27-35).
Pidamos hermanos en este Congreso de Vocaciones una mirada capaz de percibir la necesidad del hermano, no en abstracto, sino en lo concreto de unos ojos que se clavan en nosotros como los del paralítico del templo. En la oficina, en la familia, en el apostolado, en el servicio, lleven a Dios allí donde Él los envíe, esa es nuestra vocación. Con la pregunta “¿para quién soy?”, nos introducimos en el misterio de Dios y de su proyecto sobre nosotros, pero no tengan miedo y abandónense a la voluntad divina, el Espíritu los sorprenderá a cada paso, haciéndoles bajar del tren de la vida, como a santa Teresa de Calcuta, para reducir las distancias que los separan de Dios y del hermano, para cambiar sus rumbos y encontrar a Jesús en el abrazo de aquel al que son enviados.
Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y no se olviden de rezar por mí.
Fraternalmente,
Roma, San Juan de Letrán, 7 de enero de 2025.
FRANCISCO
Casa de Santa Marta, Sábado, 8 de febrero de 2025
Saludo del Papa a la comisión ejecutiva del II Congreso Internacional de hermandades y piedad popular
Testigos de un amor desbordante
Queridos hermanos en el Episcopado,
señor Presidente de la Junta de Andalucía,
ilustres autoridades,
señoras y señores:
Me alegra mucho recibirlos como peregrinos en este Año jubilar. Han venido para dar gracias a Dios por el último Congreso Internacional de Hermandades y Piedad Popular. Cuando me dijeron que venían ustedes, me quedé un poco preocupado, porque en el mensaje los llamaba “chiflados” y a lo mejor era por eso que tenían interés por encontrarme. Pero me dice Mons. Saiz Meneses, que esta iniciativa ha sido una gracia de la que aún se escuchan los ecos y me he quedado más tranquilo.
En mi mensaje, si recuerdan, les hacía la propuesta de vivir este evento como una oración de alabanza, que acompañara nuestro itinerario terreno como un peregrinaje hacia Dios y hacia el hermano. De ese modo, les pedía ser testigos de un amor desbordante, hasta el punto de parecer chiflados, chiflados de amor.
Qué bien nos haría, a conclusión de este evento, que el primero de estos ecos se escuchara sobre todo en el seno de las familias. Que se oyese como el atronador silencio de una oración que llega hasta las lágrimas, pues sale del corazón; sea ante la imagen del titular de su hermandad, que preside sus casas; sea ante el Sagrario de la parroquia o de su templo, sea en el cabecero del enfermo o en la compañía del anciano.
Me comentaba también vuestro Arzobispo que otro de estos ecos, ya realizado, es una casa de atención a las personas sin hogar, fruto de la caridad escondida a la que me refería en mi mensaje. Ojalá que en esta obra se escuche siempre el latido de un corazón que ama. Propongámonos que, a través del «respeto, cariño y cuidado» en este hogar, la sociedad y los propios acogidos puedan reconocer de nuevo la dignidad única que tiene cada persona (cf. Carta enc. Dilexit nos, 169).
Que Jesús los bendiga y María, Madre de Iglesia, los cuide. Y no se olviden de rezar por mí. También yo rezaré por ustedes.
Plaza de San Pedro, V Domingo del Tiempo Ordinario, 9 de febrero de 2025
Homilía del Santo Padre en el Jubileo de las Fuerzas Armadas, Policía y Cuerpo de Seguridad
Promover, salvar y defender la vida lejos del veneno del odio de la guerra
La actitud de Jesús junto al lago de Genesaret está detallada por el Evangelista con tres verbos: vio, subió, se sentó. Jesús vio, Jesús subió y Jesús se sentó. Jesús no se preocupa de mostrar una apariencia a las multitudes. Jesús no está preocupado por ejecutar una tarea, ni por ajustarse a un plan de acción en su misión; al contrario, siempre pone en primer lugar el encuentro con los demás, la relación, la preocupación por esas fatigas y esos fracasos que a menudo abruman el corazón y quitan la esperanza.
Por eso Jesús, ese día, vio, subió y se sentó.
En primer lugar, Jesús vio. Él tiene una mirada atenta que, aun en medio de un gentío, lo hace capaz de divisar dos barcas junto a la orilla y de percibir la decepción en el rostro de esos pescadores, que ahora están lavando las redes vacías después de una noche de fracasos. Jesús fija su mirada llena de compasión en ellos. No olvidemos esto, la compasión de Dios. Las tres actitudes de Dios son cercanía, compasión y ternura. No olvidemos que Dios está cerca, Dios es tierno y Dios es compasivo. Jesús fija su mirada llena de compasión en los ojos de esas personas, comprendiendo su desánimo, la frustración de haber trabajado toda la noche sin recoger nada, la sensación de tener el corazón vacío, justo como esas redes que ahora sujetan entre las manos.
Me disculpo y pido al Maestro [de las Celebraciones Litúrgicas] que continúe la lectura, por dificultad en la respiración.
Y, habiendo visto su malestar, Jesús subió. Le pide precisamente a Simón que aleje la barca de la orilla y sube en ella, entrando en el espacio de su vida, abriéndose paso en ese fracaso que habita su corazón. Esto es hermoso: Jesús no se limita a observar las cosas que no van bien, como a menudo hacemos nosotros, acabando por encerrarnos en el lamento y la amargura. Él, en cambio, toma la iniciativa, sale al encuentro de Simón, se detiene con él en ese momento difícil y decide subir a la barca de su vida, que en esa noche había regresado a la orilla sin éxito.
Finalmente, habiendo subido, Jesús se sentó. Y esta postura, en los Evangelios, es típica del maestro, del que enseña. El Evangelio, en efecto, dice que subió y enseñaba. Habiendo visto en los ojos y en el corazón de esos pescadores la amargura por una noche de esfuerzo sin resultados, Jesús sube a la barca para enseñar, es decir, para anunciar la buena noticia, para llevar la luz en esa noche de desilusión, para narrar la belleza de Dios en las fatigas de la vida humana, para hacerles sentir que todavía hay una esperanza, aun cuando todo parece perdido.
Y entonces ocurre el milagro: cuando el Señor sube a la barca de nuestra vida para llevarnos la buena noticia del amor de Dios que siempre nos acompaña y nos sostiene, entonces la vida vuelve a empezar, la esperanza renace, el entusiasmo perdido regresa y podemos echar las redes al mar nuevamente.
Hermanos y hermanas, esta palabra de esperanza nos acompaña hoy, mientras celebramos el Jubileode las Fuerzas armadas, Policía y Cuerpos de seguridad, a quienes agradezco su servicio, saludando a todas las autoridades presentes, a las asociaciones y a las academias militares, como también a los Obispos castrenses y a los capellanes. A ustedes se les confía una gran misión, que abarca múltiples dimensiones de la vida social y política: la defensa de nuestros países, el compromiso por la seguridad, la custodia de la legalidad y la justicia, la presencia en las penitenciarías, la lucha contra la criminalidad y las diferentes formas de violencia que amenazan con alterar la paz social. Y recuerdo también a cuantos ofrecen su importante servicio en las catástrofes naturales, por el cuidado de la creación, por el rescate de las vidas en el mar, por los más frágiles, por la promoción de la paz.
También a ustedes el Señor les pide que hagan como Él: ver, subir, sentarse. Ver, porque están llamados a tener una mirada atenta, que sepa captar las amenazas al bien común; los peligros que se ciernen sobre la vida de los ciudadanos; los riesgos ambientales, sociales y políticos a los que estamos expuestos. Subir, porque sus uniformes, la disciplina que los ha forjado, la valentía que los distingue, el juramento que han hecho, son todas cosas que les recuerdan qué importante es no sólo ver el mal para denunciarlo, sino también subir a la barca durante la tormenta y comprometerse para que no haya un naufragio, con una misión al servicio del bien, de la libertad y de la justicia. Y, por último, sentarse, porque la manera en la que ustedes están presentes en nuestras ciudades y en nuestros barrios, el estar siempre de parte de la legalidad y de parte de los más débiles es para todos nosotros una lección. Esto nos enseña que el bien puede vencer a pesar de todo; nos enseña que la justicia, la lealtad y la pasión civil hoy siguen siendo valores necesarios; nos enseña que podemos crear un mundo más humano, más justo y más fraterno, a pesar de las fuerzas contrarias del mal.
Y en esta tarea, que abarca toda la vida, también están acompañados de los capellanes, una presencia sacerdotal en medio de ustedes. Ellos no prestan su servicio —como a veces ha pasado tristemente en la historia— para bendecir perversas acciones de guerra. No. Ellos están en medio de ustedes como presencia de Cristo, que quiere acompañarlos, ofrecerles escucha y cercanía, animarlos a remar mar adentro y sostenerlos en la misión que llevan adelante cada día. Ellos caminan con ustedes como apoyo moral y espiritual, ayudándoles a desempeñar sus cargos a la luz del Evangelio y al servicio del bien.
Queridos hermanos y hermanas, les agradecemos cuanto hacen, en ocasiones arriesgando sus propias vidas. Gracias porque, subiendo sobre nuestras barcas en peligro, nos ofrecen su protección y nos alientan a seguir nuestra travesía. Pero también quisiera exhortarlos a no perder de vista el fin de su servicio y de sus acciones: promover la vida, salvar la vida, defender la vida siempre. Les pido, por favor, que vigilen. Vigilen contra la tentación de cultivar un espíritu de guerra; vigilen para no ser seducidos por el mito de la fuerza y el ruido de las armas; vigilen para no contaminarse nunca por el veneno de la propaganda del odio, que divide el mundo en amigos a los que defender y enemigos a los que combatir. Sean, en cambio, testigos valientes del amor de Dios Padre, que quiere que seamos todos hermanos. Y, juntos, caminemos para construir una nueva época de paz, de justicia y de fraternidad.
Plaza de San Pedro, Domingo, 9 de febrero de 2025
Ángelus
Servidores de la libertad nunca del predominio sobre las naciones
Queridos hermanos y hermanas:
Antes de concluir la celebración deseo saludaros a todos vosotros, que habéis dado vida a esta peregrinación jubilar de las Fuerzas Armadas, de Policía y de Seguridad. Agradezco por su presencia a las distintas Autoridades civiles y, por su servicio pastoral a los Ordinarios militares y a los capellanes. Extiendo mi saludo a todos los militares del mundo, y quisiera recordar la enseñanza de la Iglesia a este respecto. Dice el Concilio Vaticano II: «Los que, al servicio de la patria, se hallan en el ejercicio, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos» (Constitución pastoral Gaudium et spes, 79). Este servicio armado debe ejercerse solo en legítima defensa, nunca para imponer el dominio sobre otras naciones, siempre respetando las convenciones internacionales en materia de conflictos (cf. ibid.) y, antes aún, en el respeto sagrado de la vida y de la creación.
Hermanos y hermanas, recemos por la paz en la martirizada Ucrania, en Palestina, en Israel y en todo Oriente Medio, en Myanmar, en el Kivu, en Sudán. ¡Que callen las armas en todas partes y que se escuche el grito de los pueblos, que piden paz!
Encomendemos nuestra oración a la intercesión de la Virgen María, Reina de la Paz.
Angelus Domini…
Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), Roma, 10-11 febrero 2025]
Mensaje del Santo Padre a los organizadores y participantes en la VII reunión del foro de los pueblos indígenas
Tutelar el derecho de las comunidades originarias a una vida digna
A Su Excelencia
señora Myrna Cunningham
Presidenta del Comité Directivo
del Foro de los Pueblos Indígenas en el FIDA
Excelencia:
Deseo dirigir un saludo a cuantos asisten a este encuentro y hago votos para que sea un espacio significativo de debate, estudio y reflexión sobre las prioridades, preocupaciones y justas aspiraciones de las comunidades originarias.
El tema escogido, El derecho de los Pueblos Indígenas a la libre determinación: una vía para la seguridad y la soberanía alimentarias, nos llama a reconocer el valor de los pueblos originarios, así como la herencia ancestral de conocimientos y prácticas que enriquecen positivamente a la gran familia humana coloreándola con los variados rasgos de sus tradiciones. Toda ella descubre un horizonte de esperanza en la hora presente, marcada por intensos y complejos desafíos y no pocas tensiones.
La defensa del derecho a preservar la propia cultura y la identidad pasa necesariamente por el reconocimiento del valor de su contribución a la sociedad y por la salvaguardia de su existencia y de los recursos naturales que necesitan para vivir. Algo que se ve gravemente amenazado por el incremento del acaparamiento de las tierras de cultivo por parte de empresas multinacionales, los grandes inversionistas y los Estados. Son prácticas que producen daños, amenazando el derecho a una vida digna de las comunidades.
La tierra, el agua y los alimentos no son meras mercancías, sino la base misma de la vida y del vínculo de estos pueblos con la naturaleza. Defender, pues, estos derechos no es sólo una cuestión de justicia, sino la garantía de un futuro sostenible para todos. Animados por el sentido de pertenencia a la familia humana podremos conseguir que las generaciones futuras gocen de un mundo en consonancia con la belleza y la bondad que guiaron las manos de Dios al crearlo.
Suplico a Dios Todopoderoso que estos esfuerzos sean fructíferos y sirvan de inspiración a los responsables de las Naciones, de manera que se tomen las medidas adecuadas para que la familia humana camine unida en la consecución del bien común, de modo que nadie se vea excluido ni postergado.
Vaticano, 10 de febrero de 2025
FRANCISCO
10 de febrero de 2025
Carta del Santo Padre Francisco a los obispos de Estados Unidos de América
Deportar migrantes hiere la dignidad humana
Queridos hermanos en el episcopado:
Les dirijo unas palabras, en estos delicados momentos que viven como Pastores del Pueblo de Dios que camina en los Estados Unidos de América.
1. El itinerario de la esclavitud a la libertad que el Pueblo de Israel recorrió, tal y como lo narra el libro del Éxodo, nos invita a mirar la realidad de nuestro tiempo, tan claramente marcada por el fenómeno de la migración, como un momento decisivo de la Historia para reafirmar no sólo nuestra fe en un Dios siempre cercano, encarnado, migrante y refugiado, sino la dignidad infinita y trascendente de toda persona humana. [1]
2. Estas palabras con las que comienzo no están articuladas artificialmente. Incluso un examen somero de la Doctrina social de la Iglesia exhibe con gran fuerza que Jesucristo es el verdadero Emanuel (cf. Mt 1,23), por lo que no ha vivido al margen de la experiencia difícil de ser expulsado de su propia tierra a causa de un inminente riesgo de vida, y de la experiencia de tener que refugiarse en una sociedad y en una cultura ajenas a las propias. El Hijo de Dios, al hacerse hombre, también eligió vivir el drama de la inmigración. Me gusta recordar, entre otras, las palabras con las que el Papa Pío XII iniciaba su Constitución apostólica sobre el cuidado de los migrantes, que se considera como la carta magna del pensamiento de la Iglesia sobre las migraciones:
«La familia de Nazaret en exilio, Jesús, María y José, emigrantes en Egipto y allí refugiados para sustraerse a la ira de un rey impío, son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de cada época y país, de todos los prófugos de cualquier condición que, acuciados por las persecuciones o por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, la amada familia y los amigos entrañables para dirigirse a tierras extranjeras». [2]
3. Asimismo, Jesucristo, amando a todos con un amor universal, nos educa en el reconocimiento permanente de la dignidad de cada ser humano, sin excepción. De hecho, cuando hablamos de “dignidad infinita y trascendente”, queremos subrayar que el valor más decisivo que posee la persona humana, rebasa y sostiene toda otra consideración de carácter jurídico que pueda hacerse para regular la vida en sociedad. Por lo tanto, todos los fieles cristianos y los hombres de buena voluntad, estamos llamados a mirar la legitimidad de las normas y de las políticas públicas a la luz de la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales, no viceversa.
4. He seguido con atención la importante crisis que está teniendo lugar en los Estados Unidos con motivo del inicio de un programa de deportaciones masivas. La conciencia rectamente formada no puede dejar de realizar un juicio crítico y expresar su desacuerdo con cualquier medida que identifique, de manera tácita o explícita, la condición ilegal de algunos migrantes con la criminalidad. Al mismo tiempo, se debe reconocer el derecho de una nación a defenderse y mantener a sus comunidades a salvo de aquellos que han cometido crímenes violentos o graves mientras están en el país o antes de llegar. Dicho esto, el acto de deportar personas que en muchos casos han dejado su propia tierra por motivos de pobreza extrema, de inseguridad, de explotación, de persecución o por el grave deterioro del medio ambiente, lastima la dignidad de muchos hombres y mujeres, de familias enteras, y los coloca en un estado de especial vulnerabilidad e indefensión.
5. Esta cuestión no es menor: un auténtico estado de derecho se verifica precisamente en el trato digno que merecen todas las personas, en especial, los más pobres y marginados. El verdadero bien común se promueve cuando la sociedad y el gobierno, con creatividad y respeto estricto al derecho de todos —como he afirmado en numerosas ocasiones—, acogen, protegen, promueven e integran a los más frágiles, desprotegidos y vulnerables. Esto no obsta para promover la maduración de una política que regule la migración ordenada y legal. Sin embargo, la mencionada “maduración” no puede construirse a través del privilegio de unos y el sacrificio de otros. Lo que se construye a base de fuerza, y no a partir de la verdad sobre la igual dignidad de todo ser humano, mal comienza y mal terminará.
6. Los cristianos sabemos muy bien que, sólo afirmando la dignidad infinita de todos, nuestra propia identidad como personas y como comunidades alcanza su madurez. El amor cristiano no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos. Dicho de otro modo: ¡La persona humana no es un mero individuo, relativamente expansivo, con algunos sentimientos filantrópicos! La persona humana es un sujeto con dignidad que, a través de la relación constitutiva con todos, en especial con los más pobres, puede gradualmente madurar en su identidad y vocación. El verdadero ordo amoris que es preciso promover, es el que descubrimos meditando constantemente en la parábola del “buen samaritano” (cf. Lc 10,25-37), es decir, meditando en el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción. [3]
7. Preocuparse por la identidad personal, comunitaria o nacional, al margen de estas consideraciones, fácilmente introduce un criterio ideológico que distorsiona la vida social e impone la voluntad del más fuerte como criterio de verdad.
8. Reconozco el valioso esfuerzo de ustedes, queridos obispos de Estados Unidos, cuando trabajan de manera cercana con los migrantes y refugiados, anunciando a Jesucristo y promoviendo los derechos humanos fundamentales. ¡Dios premiará abundantemente todo lo que hagan a favor de la protección y defensa de quienes son considerados menos valiosos, menos importantes o menos humanos!
9. Exhorto a todos los fieles de la Iglesia católica, y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, a no ceder ante las narrativas que discriminan y hacen sufrir innecesariamente a nuestros hermanos migrantes y refugiados. Con caridad y claridad todos estamos llamados a vivir en solidaridad y fraternidad, a construir puentes que nos acerquen cada vez más, a evitar muros de ignominia, y a aprender a dar la vida como Jesucristo la ofrendó, para la salvación de todos.
10. Pidamos a la Santísima Virgen María de Guadalupe que proteja a las personas y a las familias que viven con temor o con dolor la migración y/o la deportación. Que la “Virgen morena”, que supo reconciliar a los pueblos cuando estaban enemistados, nos conceda a todos reencontrarnos como hermanos, al interior de su abrazo, y dar así un paso adelante en la construcción de una sociedad más fraterna, incluyente y respetuosa de la dignidad de todos.
Fraternalmente,
Francisco
Vaticano, 10 de febrero de 2025
[1] Cf. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Declaración Dignitas infinita sobre la dignidad humana (2 abril 2024).
[2] Pío XII, Constitución apostólica Exsul Familia (1 agosto 1952): « Exsul Familia Nazarethana Iesus, Maria, Ioseph, cum ad Aegyptum emigrans tum in Aegypto profuga impii regis iram aufugiens, typus, exemplar et praesidium exstat omnium quorumlibet temporum et locorum emigrantium, peregrinorum ac profugorum omne genus, qui, vel metu persecutionum vel egestate compulsi, patrium locum suavesque parentes et propinquos ac dulces amicos derelinquere coguntur et aliena petere».
[3] Cf. Carta encíclica Fratelli tutti (3 octubre 2020).
Aula Pablo VI, Miércoles, 12 de febrero de 2025
Audiencia general
El Señor no desestabiliza el mundo sino que lo ilumina y lo renueva
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En nuestro camino jubilar de catequesis sobre Jesús, que es nuestra esperanza, hoy nos detenemos en el acontecimiento de su nacimiento en Belén.
El Hijo de Dios entra en la historia convirtiéndose en nuestro compañero de viaje, y comienza a viajar cuando aún está en el vientre de su madre. El evangelista Lucas nos cuenta que, apenas concebido, fue desde Nazaret hasta la casa de Zacarías e Isabel; y luego, al final del embarazo, de Nazaret a Belén para el censo. María y José se vieron obligados a ir a la ciudad del rey David, donde también había nacido José. El Mesías tan esperado, el Hijo del Dios Altísimo, se deja censar, es decir, contar y registrar, como cualquier otro ciudadano. Se somete al decreto de un emperador, César Augusto, que se cree el amo de toda la tierra.
Lucas sitúa el nacimiento de Jesús en «un tiempo que se puede determinar con precisión» y en «un entorno geográfico indicado con exactitud», de modo que «lo universal y lo concreto se tocan recíprocamente» (Benedicto XVI, La infancia de Jesús, 2012, 77). Dios, que entra en la historia, no desestabiliza las estructuras del mundo, sino que quiere iluminarlas y recrearlas desde dentro.
Belén significa «casa del pan». Allí se cumplieron para María los días del parto y allí nació Jesús, Pan bajado del cielo para saciar el hambre del mundo (cf. Jn 6,51). El ángel Gabriel había anunciado el nacimiento del Rey mesiánico con el signo de la grandeza: «He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33).
Sin embargo, Jesús nace de una forma totalmente inédita para un rey. De hecho, «mientras estaban en aquel lugar, se le cumplieron los días del parto. Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en el albergue» (Lc 2,6-7). El Hijo de Dios no nace en un palacio real, sino en la parte trasera de una casa, en el espacio donde están los animales.
Lucas nos muestra así que Dios no viene al mundo con sonoras proclamas, no se manifiesta con clamor, sino que comienza su viaje en la humildad. ¿Y quiénes son los primeros testigos de este acontecimiento? Son unos pastores: hombres con poca cultura, malolientes por el contacto constante con los animales, que viven al margen de la sociedad. Sin embargo, ejercen el oficio por el que Dios mismo se da a conocer a su pueblo (cf. Gn 48,15; 49,24; Sal 23,1; 80,2; Is 40,11). Dios los elige para que sean los destinatarios de la noticia más maravillosa que jamás haya resonado en la historia: «No teman: porque les anuncio una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12).
El lugar al que acudir para conocer al Mesías es un pesebre. Sucede, en efecto, que, después de tanta espera, «para el Salvador del mundo, para Aquel en vista del cual todo fue creado (cf. Col 1,16), no hay sitio» (Benedicto XVI, La infancia de Jesús, 2012, 80). Los pastores se enteran así de que, en un lugar muy humilde, reservado a los animales, nace para ellos el Mesías tan esperado, para ser su Salvador, su Pastor. Esta noticia abre sus corazones al asombro, a la alabanza y a la proclamación gozosa. "A diferencia de tanta gente que pretende hacer otras mil cosas, los pastores se convierten en los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación que se les ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger el acontecimiento de la Encarnación» (Carta ap. Admirabile signum, 5).
Hermanos y hermanas, pidamos también nosotros la gracia de ser, como los pastores, capaces de asombro y alabanza ante Dios, y capaces de custodiar lo que Él nos ha confiado: nuestros talentos, nuestros carismas, nuestra vocación y las personas que Él pone a nuestro lado. Pidamos al Señor saber discernir en la debilidad la fuerza extraordinaria del Niño Dios, que viene para renovar el mundo y transformar nuestras vidas con su proyecto lleno de esperanza para toda la humanidad.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor la gracia de ir a su encuentro con prontitud y sencillez, como los pastores, anunciando a todos la esperanza y la alegría del Evangelio. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Gracias.
Llamamiento
Y pienso en tantos países que están en guerra. Hermanas, hermanos, oremos por la paz. Hagamos todo lo posible por la paz. No se olviden de que la guerra es una derrota. Siempre. No hemos nacido para matar, sino para hacer que crezcan los pueblos. Que se encuentren caminos de paz. Por favor, en su oración diaria, pidan por la paz. La martirizada Ucrania... cuánto sufre. Luego, piensen en Palestina, en Israel, en Myanmar, en Kivu del Norte, en Sudán del Sur. Muchos países en guerra. Por favor, oremos por la paz. Hagamos penitencia por la paz.
Viernes, 14 de febrero de 2025
Saludo del Papa a los miembros de la Fundación “Gaudium et spes”
Motivo de esperanza para los pobres y los que sufren
Queridos hermanos y hermanas
de la Fundación Gaudium et Spes:
Con alegría los recibo hoy en este Año jubilar que acabamos de iniciar y que nos convierte a todos en “peregrinos de la esperanza”. Quiero agradecer la tarea que realizan, especialmente por los más pobres, siguiendo las enseñanzas de la Constitución Conciliar de la que tomaron el nombre y que honran con sus actos.
En esta línea, la Fundación y sus obras hacen presente la vigencia de este documento, que coincide con el espíritu sinodal de la Iglesia, donde todos estamos unidos en Cristo, formando una hermandad universal, como miembros de su Cuerpo (cf. 1 Co 12,12 y Rm 12,5). Esta unión se realiza por medio del Espíritu Santo, que es el Amor, y se manifiesta en la solidaridad, especialmente con los que más sufren.
Este permanecer en Cristo nos hace familia, hermanos, con la misma dignidad. Y el alimento de esta familia que se reúne a comer juntos los domingos en la Misa, es la Eucaristía. Formamos un solo cuerpo, porque comemos de un mismo pan (cf. 1 Co 10,17). Es la comida espiritual que se sirve a todos por igual, y nos hace vivir en comunión con Dios y nuestros hermanos.
Esta fuerza del Espíritu Santo nos lleva a ser instrumentos del amor de Dios que quiere llegar a todos los hombres, sin distinción.
Por eso, en este Año Santo les quiero agradecer por ser motivo de esperanza para mucha gente que sufre y está desanimada, que a través de sus obras sienten que Dios los acaricia y consuela en medio de sus dolores.
Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y no se olviden de rezar por mí. También yo rezaré por ustedes.
Basílica de San Pedro, VI Domingo del Tiempo Ordinario, 16 de febrero de 2025
Homilía del Papa leída por el cardenal José Tolentino de Mendonça en la misa del Jubileo de los artistas y del mundo de la cultura
Custodios de la belleza para educar a la esperanza
En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús proclama las Bienaventuranzas frente a los discípulos y a una multitud de personas. Las hemos escuchado muchas veces y, sin embargo, no dejan de sorprendernos: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece! ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán!» (Lc 6,20-21). Estas palabras invierten la lógica del mundo y nos invitan a mirar la realidad con ojos nuevos, con la mirada de Dios, que ve más allá de las apariencias y reconoce la belleza, aun en la fragilidad y en el sufrimiento.
La segunda parte tiene palabras duras y de advertencia: «¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen consuelo! ¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas!» (Lc 6,24-25). El contraste entre “felices ustedes” y “ay de ustedes” nos remite a la importancia de discernir dónde ponemos nuestra seguridad.
Ustedes, artistas y personas de cultura, están llamados a ser testigos de la visión revolucionaria de las Bienaventuranzas. Su misión no sólo es crear belleza, sino revelar la verdad, la bondad y la belleza escondidas en los pliegues de la historia, de dar voz a quien no tiene voz, de transformar el dolor en esperanza.
Vivimos un tiempo de crisis compleja, que es económica y social y, ante todo, es crisis del alma, crisis de significado. Nos planteamos cuestiones sobre el tiempo y la orientación. ¿Somos peregrinos o errantes? ¿Caminamos con una meta o estamos dispersos deambulando? El artista es aquel o aquella que tiene la tarea de ayudar a la humanidad a no perder la dirección, a no extraviar el horizonte de la esperanza.
Pero, atención, no una esperanza fácil, superficial, desencarnada. ¡No! La verdadera esperanza se entrelaza con el drama de la existencia humana. No es un refugio cómodo, sino un fuego que arde e ilumina, como la Palabra de Dios. Por eso el arte auténtico es siempre un encuentro con el misterio, con la belleza que nos supera, con el dolor que nos interroga, con la verdad que nos llama. De otro modo, “¡ay!”. El Señor es severo en su exhortación.
Como escribe el poeta Gerard Manley Hopkins, «el mundo está cargado de la grandeza de Dios. / Flamea de pronto, como relumbre de oropel sacudido». Esta es la misión del artista: descubrir y revelar esa grandeza escondida, hacerla visible a nuestros ojos y a nuestros corazones. El mismo poeta percibía también en el mundo un «eco de plomo» y un «eco de oro». El artista es sensible a esas resonancias y, con su obra, realiza un discernimiento y ayuda a los demás a discernir entre los diferentes ecos de los hechos de este mundo. Y los hombres y las mujeres de cultura están llamados a valorar esos ecos, a explicárnoslos y a iluminar el camino por el que nos llevan; si son cantos de sirenas que nos seducen o bien llamadas de nuestra humanidad más verdadera. Se les pide una sabiduría para distinguir lo que es como «paja que se lleva el viento» de aquello que es sólido «como un árbol plantado al borde de las aguas» y capaz de dar fruto (cf. Sal 1,3-4).
Queridos artistas, veo en ustedes unos custodios de la belleza que sabe inclinarse ante las heridas del mundo, que sabe escuchar el grito de los pobres, de los que sufren, de los heridos, de los presos, de los perseguidos, de los refugiados. Veo en ustedes unos custodios de las Bienaventuranzas. Vivimos en una época en la que se levantan nuevos muros, en la que las diferencias se vuelven un pretexto para la división más que una ocasión de enriquecimiento mutuo. Pero ustedes, hombres y mujeres de cultura, están llamados a construir puentes, a crear espacios de encuentro y de diálogo, a iluminar las mentes y a encender los corazones.
Alguno podría decir: “Pero, ¿para qué sirve el arte en un mundo herido? ¿No hay quizá cosas más urgentes, más concretas, más necesarias?”. El arte no es un lujo, sino una necesidad del espíritu. No es huida, sino responsabilidad, invitación a la acción, llamada, grito. Educar en la belleza significa educar en la esperanza. Y la esperanza nunca está separada del drama de la existencia; atraviesa la lucha cotidiana, las fatigas de la vida, los desafíos de nuestro tiempo.
En el Evangelio que hoy hemos escuchado, Jesús proclama bienaventurados a los pobres, a los afligidos, a los pacientes, a los perseguidos. Es una lógica invertida, una revolución de la perspectiva. El arte está llamado a participar en esta revolución. El mundo tiene necesidad de artistas proféticos, de intelectuales valientes, de creadores de cultura.
Déjense guiar por el Evangelio de las Bienaventuranzas, y que el arte que hacen sea anuncio de un mundo nuevo; que su poesía nos lo haga ver. No dejen nunca de buscar, de interrogar, de arriesgar. Porque el verdadero arte nunca es cómodo, ofrece la paz de la inquietud. Y recuerden: la esperanza no es una ilusión; la belleza no es una utopía; el don que tienen no es una casualidad, es una llamada. Respondan con generosidad, con pasión, con amor.
Domingo, 16 de febrero de 2025
Texto preparado por el Santo Padre para el Ángelus
El arte lenguaje universal que puede hacer que calle todo grito de guerra
Hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!
Hoy se ha celebrado en el Vaticano la Eucaristía dedicada especialmente a los artistas venidos de varias partes del mundo para vivir las Jornadas jubilares. Agradezco al Dicasterio para la Cultura y la Educación la preparación de este evento, que nos recuerda la importancia del arte como lenguaje universal que difunde la belleza y une los pueblos, contribuyendo a llevar armonía al mundo y a hacer que calle todo grito de guerra.
Deseo saludar a todos los artistas que han participado. Hubiera querido estar presente entre ustedes, pero, como saben, me encuentro aquí en el Policlínico Gemelli porque aún necesito algunos cuidados para mi bronquitis.
Saludo a todos los peregrinos presentes hoy en Roma, en particular a los fieles de la diócesis de Parma, que han venido en peregrinación guiados por su obispo.
Invito a todos a que sigan rezando por la paz en la atormentada Ucrania, en Palestina, Israel y en todo Oriente Medio, en Myanmar, Kivu y Sudán.
Les agradezco el afecto, la oración y la cercanía con la que me están acompañando en estos días; también quiero agradecer a los médicos y a los operadores sanitarios de este hospital sus cuidados: realizan un trabajo muy valioso y fatigoso; ¡apoyémoslos con la oración!
Y ahora, encomendémonos a María, la “llena de gracia”, para que nos ayude a ser, como ella, cantores y artífices de la belleza que salva el mundo.
Miércoles, 19 de febrero de 2025
Catequesis del Papa preparada para la audiencia general
Los extranjeros están entre los primeros invitados para encontrar al Dios niño
Queridos hermanos y hermanas:
En los Evangelios de la infancia de Jesús hay un episodio que es propio de la narración de Mateo: la visita de los Magos. Atraídos por la aparición de una estrella, que en muchas culturas es presagio del nacimiento de personas excepcionales, algunos sabios se ponen en camino desde Oriente, sin saber exactamente la meta de su viaje. Se trata de los Magos, personas que no pertenecen al pueblo de la alianza. La última vez hablamos de los pastores de Belén, marginados en la sociedad judía porque se les consideraba «impuros»; hoy nos encontramos con otra categoría, los extranjeros, que llegan inmediatamente para rendir homenaje al Hijo de Dios que ha entrado en la historia con una realeza completamente nueva. Los Evangelios nos dicen claramente que los pobres y los extranjeros son invitados a encontrarse con el Dios hecho niño, el Salvador del mundo.
Los Reyes Magos fueron considerados como representantes tanto de las razas primigenias, engendradas por los tres hijos de Noé, como de los tres continentes conocidos en la antigüedad: Asia, África y Europa, y de las tres etapas de la vida humana: juventud, madurez y vejez. Más allá de cualquier interpretación posible, son hombres que no se quedan quietos, sino que, como los grandes llamados de la historia bíblica, sienten la invitación a moverse, a ponerse en camino. Son hombres que saben mirar más allá de sí mismos, saben mirar hacia arriba.
La atracción por la estrella que apareció en el cielo los pone en marcha hacia la tierra de Judá, hasta Jerusalén, donde se encuentran con el rey Herodes. Su ingenuidad y su confianza al pedir información sobre el recién nacido rey de los judíos chocan con la astucia de Herodes, quien, agitado por el miedo de perder el trono, inmediatamente trata de ver claro, contactando a los escribas y pidiéndoles que investiguen.
De este modo, el poder del gobernante terreno muestra toda su debilidad. Los expertos conocen las Escrituras y le informan al rey del lugar donde, según la profecía de Miqueas, nacería el jefe y pastor del pueblo de Israel (Mi 5,1): ¡la pequeña Belén y no la gran Jerusalén! De hecho, como recuerda Pablo a los corintios, «lo que para el mundo es débil, Dios lo ha escogido para confundir a los fuertes» (1 Cor 1,27).
Sin embargo, los escribas, que saben exactamente dónde nació el Mesías, indican el camino a los demás, ¡pero ellos mismos no se mueven! De hecho, no basta con conocer los textos proféticos para sintonizar con las frecuencias divinas, hay que dejarse "excavar por dentro" y permitir que la Palabra de Dios reavive el anhelo de búsqueda, encienda el deseo de ver a Dios.
En este punto, Herodes, a escondidas, como actúan los engañadores y los violentos, pregunta a los Magos la hora exacta de la aparición de la estrella y los incita a continuar el viaje y luego regresar para darle noticias, para que él también pueda ir a adorar al recién nacido. ¡Para aquellos apegados al poder, Jesús no es la esperanza que hay que acoger, sino una amenaza que hay que eliminar!
Cuando los Magos parten, la estrella reaparece y los guía hasta Jesús, señal de que la creación y la palabra profética representan el alfabeto con el que Dios habla y se deja encontrar. La visión de la estrella suscita en aquellos hombres una alegría incontenible, porque el Espíritu Santo, que mueve el corazón de quien busca a Dios con sinceridad, también lo llena de alegría. Al entrar en la casa, los Magos se postran, adoran a Jesús y le ofrecen regalos preciosos, dignos de un rey, dignos de Dios. ¿Por qué? ¿Qué ven? Un antiguo autor escribe: ven «un pequeño cuerpo humilde que el Verbo ha asumido; pero no se les esconde la gloria de la divinidad. Se ve a un niño pequeño; pero ellos adoran a Dios» (Cromacio de Aquileya, Comentario al Evangelio de Mateo 5,1). Los Magos se convierten así en los primeros creyentes entre todos los paganos, imagen de la Iglesia reunida de todas las lenguas y naciones.
Queridos hermanos y hermanas, pongámonos también nosotros en la escuela de los Magos, de estos «peregrinos de la esperanza» que, con gran valentía, dirigieron sus pasos, sus corazones y sus bienes hacia Aquel que es la esperanza no solo de Israel, sino de todos los pueblos. Aprendamos a adorar a Dios en su pequeñez, en su realeza que no oprime, sino que libera y hace capaces de servir con dignidad. Y ofrezcámosle los dones más hermosos, para expresarle nuestra fe y nuestro amor.
Basílica de San Pedro, VII Domingo del Tiempo Ordinario, 23 de febrero de 2025
Homilía del Papa leída por monseñor Rino Fisichella en la santa misa y ordenaciones diaconales en el Jubileo de los diáconos
Los extranjeros entre los primeros invitados a encontrar al Dios niño
El mensaje de las lecturas que hemos escuchado se podría resumir con una palabra: gratuidad. Un término ciertamente apreciado por ustedes diáconos, aquí reunidos para la celebración del Jubileo. Reflexionemos entonces sobre esta dimensión fundamental de la vida cristiana y del ministerio de ustedes, en particular desde tres aspectos: el perdón, el servicio desinteresado y la comunión.
En primer lugar, el perdón. El anuncio del perdón es una tarea esencial del diácono. De hecho, este es un elemento indispensable para cada camino eclesial y es una condición para toda convivencia humana. Jesús nos habla sobre esta exigencia y sobre su alcance cuando dice: «Amen a sus enemigos» (Lc 6,27). Y es precisamente así: para crecer juntos, compartiendo luces y sombras, éxitos y fracasos los unos de los otros, es necesario saber perdonar y pedir perdón, restableciendo relaciones y no excluyendo de nuestro amor ni siquiera a quien nos golpea y traiciona. Un mundo en donde para los adversarios hay sólo odio es un mundo sin esperanza, sin futuro, destinado a ser desgarrado por las guerras, divisiones y venganzas sin fin, como desafortunadamente vemos también hoy, en tantos ámbitos y en varias partes del mundo. Perdonar, entonces, quiere decir preparar para el futuro una casa hospitalaria, segura, en nosotros y en nuestras comunidades. El diácono, investido en primera persona de un ministerio que lo lleva hacia las periferias del mundo, se compromete a ver —y a enseñar a los otros a ver— en todos, también en quien se equivoca y produce sufrimiento, una hermana y un hermano heridos en el alma, y por eso necesitados más que nadie de reconciliación, de guía y de ayuda.
De esta apertura del corazón nos habla la primera lectura, presentándonos el amor leal y generoso de David hacia Saúl, su rey, pero a la vez su perseguidor (Cf. 1 S 26,2.7-9.12-13.22-23). Nos habla también sobre esto, en un contexto diverso, la muerte ejemplar del diácono Esteban, que cae bajo los golpes de las piedras perdonando a quienes lo lapidan (Cf. Hch 7,60). Pero sobretodo la vemos en Jesús, modelo de toda diaconía, que, sobre la cruz, “anonadándose” hasta dar la vida por nosotros (Cf. Fil 2,7), reza por quienes lo crucifican y abre para el buen ladrón las puertas del paraíso (Cf. Lc 23,34.43).
Y llegamos al segundo punto: el servicio desinteresado. El Señor, en el Evangelio, lo describe con una frase tan simple como clara: «Hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio» (Lc 6,35). Pocas palabras que llevan consigo el buen perfume de la amistad. Ante todo, la de Dios por nosotros, pero luego también la nuestra. Para el diácono, dicho comportamiento no es un aspecto accesorio de su actuar, sino una dimensión esencial de su ser. En efecto, se consagra para ser, en el ministerio, “escultor” y “pintor” del rostro misericordioso del Padre, testigo del misterio del Dios-Trinidad.
En muchos pasajes del Evangelio Jesús habla sobre sí en este sentido. Lo hace con Felipe, en el cenáculo, poco después de haberle lavado los pies a los Doce, diciéndoles: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9); así como cuando instituye la Eucaristía y afirma: «Yo estoy entre ustedes como el que sirve» (Lc 22,27). Pero ya desde antes, de camino hacia Jerusalén, cuando sus discípulos discutían entre ellos sobre quién era el más grande, les había explicado que «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mc 10,45).
Hermanos diáconos, el trabajo gratuito que realizan, como expresión de su consagración a la caridad de Cristo, es entonces, para ustedes, el primer anuncio de la Palabra, fuente de confianza y de alegría para quienes se encuentran con ustedes. Acompáñenlo siempre con una sonrisa, sin quejas y sin buscar reconocimientos, sosteniéndose mutuamente, también en sus relaciones con los Obispos y los presbíteros, “como expresión de una Iglesia comprometida a crecer en el servicio para el Reino con la valorización de todos los grados del ministerio ordenando” (cf. C.E.I., I Diaconi permanenti nella Chiesa in Italia. Orientamenti e norme, 1993, 55). Su actuar concorde y generoso, de esta manera, será un puente que una el altar a la calle, la Eucaristía a la vida cotidiana de la gente; la caridad será su liturgia más hermosa y la liturgia su servicio más humilde.
Y llegamos al último punto: la gratuidad come fuente de comunión. Dar sin pedir nada a cambio une, crea vínculos, porque expresa y alimenta un estar juntos que no tiene más finalidad que el don de sí y el bien de las personas. San Lorenzo, su santo patrón, cuando sus acusadores le pidieron que entregara los tesoros de la Iglesia, les mostró a los pobres y les dijo: “¡Este es nuestro tesoro!”. Es así como se construye la comunión. Diciéndole al hermano y a la hermana, con las palabras, pero sobre todo con las obras, personalmente y como comunidad: “para nosotros tú eres importante”, “te amamos”, “queremos que participes en nuestro camino y en nuestra vida”. Esto hacen ustedes: esposos, padres y abuelos decididos, en el servicio, a abrir sus familias a quien pasa necesidad, allí donde viven.
Así su misión, que los escoge de entre la sociedad para volver a colocarlos en medio de ella y hacer que sea cada vez más un lugar hospitalario y abierto a todos, es una de las expresiones más bellas de la Iglesia sinodal y “en salida”.
Dentro de poco algunos de ustedes, al recibir el sacramento del Orden, “descenderán” los grados del ministerio. Deliberadamente digo y subrayo que “descenderán”, y no que “subirán”, porque con la ordenación no se sube, sino que se desciende, nos hacemos pequeños, nos abajamos y nos despojamos de nosotros mismos. En palabras de san Pablo, nos despojamos, en el servicio, del “hombre terrenal”, y nos revestimos, en la caridad, del “hombre celestial” (cf. 1 Co 15,45-49).
Meditemos todos sobre lo que se realizará en breve, mientras nos acogemos a la Virgen María, la esclava del Señor, y a san Lorenzo, el patrón de ustedes. Que ellos nos ayuden a vivir todo nuestro ministerio con corazón humilde y lleno de amor, y a ser, en la gratuidad, apóstoles de perdón, siervos desinteresados de los hermanos y constructores de comunión.
Domingo, 23 de febrero de 2025
Texto preparado por el Santo Padre para el Ángelus
En Ucrania una guerra vergonzosa para toda la humanidad
¡Hermanos y hermanas, feliz domingo!
Esta mañana se ha celebrado la Eucaristía en la Basílica de San Pedro con la ordenación de algunos candidatos al diaconado. Saludo a ellos y a los participantes en el Jubileo de los Diáconos que tuvo lugar estos días en el Vaticano; y doy las gracias a los Dicasterios para el Clero y para la Evangelización por la preparación de este evento.
Queridos hermanos diáconos, ustedes se dedican a anunciar la Palabra y al servicio de la caridad; desempeñan su ministerio en la Iglesia con palabras y obras, llevando a todos el amor y la misericordia de Dios. Los exhorto a continuar con alegría su apostolado y a ser, como nos sugiere el Evangelio de hoy, signo de un amor que abraza a todos, que transforma el mal en bien y genera un mundo fraterno. ¡No tengan miedo de “arriesgar el amor”!
Por mi parte, continuo con confianza mi hospitalización en el Policlínico Gemelli, siguiendo con los tratamientos necesarios; ¡y el descanso también forma parte de la terapia! Agradezco de corazón a los médicos y al personal sanitario de este hospital por la atención que me están demostrando y por la dedicación con la que realizan su servicio entre las personas enfermas.
Mañana se cumple el tercer aniversario de la guerra a gran escala contra Ucrania: ¡un acontecimiento doloroso y vergonzoso para toda la humanidad! Mientras renuevo mi cercanía al martirizado pueblo ucraniano, los invito a recordar a las víctimas de todos los conflictos armados y a rezar por el don de la paz en Palestina, en Israel y en todo Oriente Medio, en Myanmar, en Kivu y en Sudán.
En estos días me han llegado muchos mensajes de afecto y me han impresionado especialmente las cartas y dibujos de los niños. ¡Gracias por esta cercanía y por las oraciones de confortación que he recibido de todo el mundo! Encomiendo a todos a la intercesión de María y les pido que recen por mí.
25 de febrero de 2025
Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma 2025
Caminemos juntos en la esperanza
Queridos hermanos y hermanas:
Con el signo penitencial de las cenizas en la cabeza, iniciamos la peregrinación anual de la santa cuaresma, en la fe y en la esperanza. La Iglesia, madre y maestra, nos invita a preparar nuestros corazones y a abrirnos a la gracia de Dios para poder celebrar con gran alegría el triunfo pascual de Cristo, el Señor, sobre el pecado y la muerte, como exclamaba san Pablo: «La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?» ( 1 Co 15,54-55). Jesucristo, muerto y resucitado es, en efecto, el centro de nuestra fe y el garante de nuestra esperanza en la gran promesa del Padre: la vida eterna, que ya realizó en Él, su Hijo amado (cf. Jn 10,28; 17,3) [1].
En esta cuaresma, enriquecida por la gracia del Año jubilar, deseo ofrecerles algunas reflexiones sobre lo que significa caminar juntos en la esperanza y descubrir las llamadas a la conversión que la misericordia de Dios nos dirige a todos, de manera personal y comunitaria.
Antes que nada, caminar. El lema del Jubileo, “Peregrinos de esperanza”, evoca el largo viaje del pueblo de Israel hacia la tierra prometida, narrado en el libro del Éxodo; el difícil camino desde la esclavitud a la libertad, querido y guiado por el Señor, que ama a su pueblo y siempre le permanece fiel. No podemos recordar el éxodo bíblico sin pensar en tantos hermanos y hermanas que hoy huyen de situaciones de miseria y de violencia, buscando una vida mejor para ellos y sus seres queridos. Surge aquí una primera llamada a la conversión, porque todos somos peregrinos en la vida. Cada uno puede preguntarse: ¿cómo me dejo interpelar por esta condición? ¿Estoy realmente en camino o un poco paralizado, estático, con miedo y falta de esperanza; o satisfecho en mi zona de confort? ¿Busco caminos de liberación de las situaciones de pecado y falta de dignidad? Sería un buen ejercicio cuaresmal confrontarse con la realidad concreta de algún inmigrante o peregrino, dejando que nos interpele, para descubrir lo que Dios nos pide, para ser mejores caminantes hacia la casa del Padre. Este es un buen “examen” para el viandante.
En segundo lugar, hagamos este viaje juntos. La vocación de la Iglesia es caminar juntos, ser sinodales [2]. Los cristianos están llamados a hacer camino juntos, nunca como viajeros solitarios. El Espíritu Santo nos impulsa a salir de nosotros mismos para ir hacia Dios y hacia los hermanos, y nunca a encerrarnos en nosotros mismos [3]. Caminar juntos significa ser artesanos de unidad, partiendo de la dignidad común de hijos de Dios (cf. Ga 3,26-28); significa caminar codo a codo, sin pisotear o dominar al otro, sin albergar envidia o hipocresía, sin dejar que nadie se quede atrás o se sienta excluido. Vamos en la misma dirección, hacia la misma meta, escuchándonos los unos a los otros con amor y paciencia.
En esta cuaresma, Dios nos pide que comprobemos si en nuestra vida, en nuestras familias, en los lugares donde trabajamos, en las comunidades parroquiales o religiosas, somos capaces de caminar con los demás, de escuchar, de vencer la tentación de encerrarnos en nuestra autorreferencialidad, ocupándonos solamente de nuestras necesidades. Preguntémonos ante el Señor si somos capaces de trabajar juntos como obispos, presbíteros, consagrados y laicos, al servicio del Reino de Dios; si tenemos una actitud de acogida, con gestos concretos, hacia las personas que se acercan a nosotros y a cuantos están lejos; si hacemos que la gente se sienta parte de la comunidad o si la marginamos [4]. Esta es una segunda llamada: la conversión a la sinodalidad.
En tercer lugar, recorramos este camino juntos en la esperanza de una promesa. La esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5), mensaje central del Jubileo [5], sea para nosotros el horizonte del camino cuaresmal hacia la victoria pascual. Como nos enseñó el Papa Benedicto XVI en la Encíclica Spe salvi, «el ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” ( Rm 8,38-39)» [6]. Jesús, nuestro amor y nuestra esperanza, ha resucitado [7], y vive y reina glorioso. La muerte ha sido transformada en victoria y en esto radica la fe y la esperanza de los cristianos, en la resurrección de Cristo.
Esta es, por tanto, la tercera llamada a la conversión: la de la esperanza, la de la confianza en Dios y en su gran promesa, la vida eterna. Debemos preguntarnos: ¿poseo la convicción de que Dios perdona mis pecados, o me comporto como si pudiera salvarme solo? ¿Anhelo la salvación e invoco la ayuda de Dios para recibirla? ¿Vivo concretamente la esperanza que me ayuda a leer los acontecimientos de la historia y me impulsa al compromiso por la justicia, la fraternidad y el cuidado de la casa común, actuando de manera que nadie quede atrás?
Hermanas y hermanos, gracias al amor de Dios en Jesucristo estamos protegidos por la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme [8]. En ella la Iglesia suplica para que «todos se salven» ( 1 Tm 2,4) y espera estar un día en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo. Así se expresaba santa Teresa de Jesús: «Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo» ( Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3) [9].
Que la Virgen María, Madre de la Esperanza, interceda por nosotros y nos acompañe en el camino cuaresmal.
Roma, San Juan de Letrán, 6 de febrero de 2025, memoria de los santos Pablo Miki y compañeros, mártires.
FRANCISCO
[1] Cf. Carta enc. Dilexit nos (24 octubre 2024), 220.
[2] Cf. Homilía en la Santa Misa por la canonización de los beatos Juan Bautista Scalabrini y Artémides Zatti (9 octubre 2022).
[3] Cf. ibíd.
[4] Cf. ibíd.
[5] Cf. Bula Spes non confundit, 1.
[6] Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 26.
[7] Cf. Secuencia del Domingo de Pascua.
[8] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1820.
[9] Ibíd., 1821.
Miércoles, 26 de febrero de 2025
Catequesis del Santo Padre preparada para la audiencia general
«Olfatear» la presencia de Dios en la pequeñez
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Contemplemos hoy la belleza de «Jesucristo, nuestra esperanza» (1 Tm 1,1) en el misterio de su presentación en el Templo.
En los relatos de la infancia de Jesús, el evangelista Lucas nos muestra la obediencia de María y José a la Ley del Señor y a todas sus prescripciones. En realidad, en Israel no existía la obligación de presentar al niño en el Templo, pero quien vivía en la escucha de la Palabra del Señor y deseaba conformarse a ella, consideraba que era una práctica valiosa. Así lo hizo Ana, la madre del profeta Samuel, que era estéril; Dios escuchó su oración y ella, después de tener un hijo, lo llevó al templo y lo ofreció para siempre al Señor (cf. 1 S 1,24-28).
Lucas narra, pues, el primer acto de culto de Jesús, celebrado en la ciudad santa, Jerusalén, que será la meta de todo su ministerio itinerante a partir del momento en que tome la firme decisión de subir allí (cf. Lc 9,51), yendo al encuentro del cumplimiento de su misión.
María y José no se limitan a insertar a Jesús en una historia de familia, de pueblo, de alianza con el Señor Dios. Se ocupan de su custodia y de su crecimiento, y lo introducen en la atmósfera de fe y culto. Y ellos mismos crecen gradualmente en la comprensión de una vocación que los supera con creces.
En el Templo, que es «casa de oración» (Lc 19,46), el Espíritu Santo habla al corazón de un hombre anciano: Simeón, un miembro del pueblo santo de Dios preparado en la espera y en la esperanza, que alimenta el deseo de que se cumplan las promesas hechas por Dios a Israel por medio de los profetas. Simeón percibe en el Templo la presencia del Ungido del Señor, ve la luz que resplandece en medio de los pueblos sumidos «en tinieblas» (cf. Is 9,1) y va al encuentro de ese niño que, como profetiza Isaías, «nació para nosotros», es el hijo que «nos ha sido dado», el «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Simeón abraza a ese niño que, pequeño e indefenso, descansa entre sus brazos; pero es él, en realidad, quien encuentra el consuelo y la plenitud de su existencia abrazándolo. Lo expresa en un cántico lleno de conmovedora gratitud, que en la Iglesia se ha convertido en la oración al final del día:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo
se vaya en paz, según tu palabra,
porque mis ojos han visto tu salvación,
la que has preparado ante todos los pueblos:
luz para iluminar a los gentiles
y gloria de tu pueblo, Israel» (Lc 2,29-32).
Simeón canta la alegría de quien ha visto, de quien ha reconocido y puede transmitir a otros el encuentro con el Salvador de Israel y de los pueblos. Es testigo del don de la fe, que recibe y comunica a los demás; es testigo de la esperanza que no defrauda; es testigo del amor de Dios, que llena de alegría y de paz el corazón del ser humano. Lleno de este consuelo espiritual, el anciano Simeón ve la muerte no como el final, sino como la realización, como la plenitud, la espera como una «hermana» que no destruye, sino que introduce en la vida verdadera que ya ha pregustado y en la que cree.
En aquel día, Simeón no es el único que ve la salvación hecha carne en el niño Jesús. Lo mismo le sucede a Ana, una mujer de más de ochenta años, viuda, dedicada enteramente al servicio del Templo y consagrada a la oración. Al ver al niño, de hecho, Ana celebra al Dios de Israel, que precisamente en ese pequeño ha redimido a su pueblo, y se lo cuenta a los demás, difundiendo generosamente la palabra profética. El canto de la redención de dos ancianos difunde así el anuncio del Jubileo a todo el pueblo y al mundo. En el Templo de Jerusalén se reaviva la esperanza en los corazones porque en él ha hecho su entrada Cristo, nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, imitemos también nosotros el ejemplo de Simeón y Ana, estos «peregrinos de la esperanza» que tienen ojos límpidos capaces de ver más allá de las apariencias, que saben «olfatear» la presencia de Dios en la pequeñez, que saben acoger con alegría la visita de Dios y volver a encender la esperanza en el corazón de los hermanos y hermanas.
Aula XI del Ateneo Pontificio San Anselmo, 24-28 de febrero de 2025
Mensaje del Papa con ocasión del curso para responsables de las celebraciones litúrgicas episcopales de la Universidad Pontificia San Anselmo
La verdadera pastoral no puede estar separada de la liturgia
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Saludo al Padre Abad Primado y al rector del Pontificio Instituto Litúrgico, con los profesores y estudiantes que han seguido esta segunda edición del curso para responsables de las celebraciones litúrgicas episcopales. Me alegra observar que han acogido nuevamente la invitación formulada en la Carta Apostólica Desiderio desideravi, siguiendo estudiando la liturgia, no solo desde el punto de vista teológico, sino también en el ámbito de la práctica celebrativa.
Esta dimensión toca la vida del pueblo de Dios y le revela su verdadera naturaleza espiritual (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 9). Por lo tanto, el responsable de las celebraciones litúrgicas no es solo un docente de teología; no es un rubricista que aplica las normas; no es un sacristán que prepara lo necesario para la celebración. Es un maestro puesto al servicio de la oración de la comunidad. Mientras enseña humildemente el arte litúrgico, debe guiar a todos los que celebran, marcando el ritmo ritual y acompañando a los fieles en el acontecimiento sacramental.
Como mistagogo, predispone con sabiduría cada celebración para el bien de la asamblea; traduce en práctica celebrativa los principios teológicos expresados en los libros litúrgicos; acompaña y apoya al obispo en su papel de promotor y custodio de la vida litúrgica (Caeremoniale Episcoporum, 9). Así ayudado, el pastor puede conducir suavemente a toda la comunidad diocesana a ofrecerse al Padre, a imitación de Cristo Señor.
Queridos hermanos y hermanas, cada diócesis mira al obispo y a la catedral como modelos de celebración a imitar. Por lo tanto, los exhorto a proponer y promover un estilo litúrgico que exprese el seguimiento de Jesús, evitando boatos y adornos innecesarios o protagonismos. Los invito a desempeñar su ministerio con discreción, sin presumir de los resultados de su servicio. Y los animo a transmitir estas actitudes a los ministrantes, a los lectores y a los cantores, según las palabras del salmo 115 citadas en el Prólogo de la Regla benedictina: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (cf. nn. 29-30).
En cada una de sus tareas, no olviden que el cuidado de la liturgia es ante todo cuidado de la oración, es decir, del encuentro con el Señor. Al proclamar a santa Teresa de Ávila doctora de la Iglesia, san Pablo VI definió su experiencia mística como un amor que se convierte en luz y sabiduría: sabiduría de las cosas divinas y de las cosas humanas (cf. Homilía, 27 de septiembre de 1970). Esta gran maestra de la vida espiritual sea un ejemplo para ustedes: de hecho, preparar y guiar las celebraciones litúrgicas significa conjugar entre sí la sabiduría divina y la sabiduría humana. La primera se adquiere rezando, meditando, contemplando; la segunda viene del estudio, del compromiso de profundizar, de la capacidad de escuchar.
Para tener éxito en estas tareas, les aconsejo tener la mirada dirigida al pueblo, del cual el obispo es pastor y padre: esto les ayudará a comprender las necesidades de los fieles, así como las formas y modalidades para favorecer su participación en la acción litúrgica.
Dado que el culto es obra de toda la asamblea, el encuentro entre la doctrina y la pastoral no es una técnica opcional, sino un aspecto constitutivo de la liturgia, que siempre debe encarnarse, inculturarse, expresando la fe de la Iglesia. En consecuencia, las alegrías y los sufrimientos, los sueños y las preocupaciones del pueblo de Dios poseen un valor hermenéutico que no podemos ignorar (cf. Videomensaje al Congreso Internacional de Teología en la UCA, Buenos Aires, 1-3 de septiembre de 2015). Me gusta recordar, a este respecto, lo que escribió el primer rector del Pontificio Instituto Litúrgico, el abad benedictino Salvatore Marsili. Era 1964: con visión de futuro, invitaba a tomar conciencia del mensaje del Concilio Vaticano II, a la luz del cual no es posible una verdadera pastoral sin liturgia, porque la liturgia es la cumbre a la cual tiende toda la acción de la Iglesia (cfr. S. Marsili, Riforma Liturgica dall'alto, Rivista Liturgica 51 [1964] 77-78).
Al invitarlos a hacer de estas palabras la perspectiva fundamental de su ministerio, deseo que cada uno de ustedes tenga siempre en el corazón al pueblo de Dios, al que acompañan en el culto con sabiduría y amor. Y no se olviden de rezar por mí.
Desde el Policlínico Gemelli, 26 de febrero de 2025.
FRANCISCO
Domingo, 2 de marzo de 2025
Ángelus
Sostenido por todo el Pueblo de Dios
Texto preparado por el Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas,
en el Evangelio de este domingo (Lc 6,39-45) Jesús nos hace reflexionar sobre dos de los cinco sentidos: la vista y el gusto.
Sobre la vista, pide entrenar los ojos para observar bien el mundo y juzgar con caridad al prójimo. Dice así: «Saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano» (v. 42). Solo con esta mirada de cuidado, no de condena, la corrección fraterna puede ser una virtud. ¡Porque si no es fraterna, no es una corrección!
Sobre el gusto, Jesús nos recuerda «cada árbol se conoce por su fruto» (v. 44). Y los frutos que vienen del hombre son por ejemplo sus palabras, que maduran en la boca, de modo que «de lo que rebosa el corazón habla su boca» (v. 45). Los malos frutos son las palabras violentas, falsas, vulgares; los buenos son las palabras justas y honestas que dan sabor a nuestros diálogos.
Y entonces podemos preguntarnos: ¿yo cómo miro a las otras personas, que son mis hermanos y hermanas? ¿Y cómo me siento mirado por ellos? ¿Mis palabras tienen un buen gusto, o están empapadas de amargura y de vanidad?
Hermanas y hermanos, os mando estos pensamientos todavía desde el hospital, donde como sabéis estoy desde hace varios días, acompañado por médicos y trabajadores sanitarios, a quienes doy las gracias por la atención con la que me cuidan. Siento en el corazón la “bendición” que se esconde dentro de la fragilidad, porque precisamente en estos momentos aprendemos aún más a confiar en el Señor; al mismo tiempo, doy gracias a Dios porque me da la oportunidad de compartir en el cuerpo y en el espíritu la condición de tantos enfermos y personas que sufren.
Quisiera daros las gracias por las oraciones, que se elevan al Señor desde el corazón de muchos fieles de muchas partes del mundo: siento todo vuestro afecto y vuestra cercanía y, en este momento particular, me siento como “llevado” y sostenido por todo el Pueblo de Dios. ¡Gracias a todos!
Yo también rezo por vosotros. Y rezo sobre todo por la paz. Desde aquí la guerra parece aún más absurda. Rezamos por la atormentada Ucrania, por Palestina, Israel, Líbano, Myanmar, Sudán, Kivu.
Nos encomendamos confiados a María, nuestra Madre. Feliz domingo y hasta pronto.
Del 3 al 5 de marzo de 2025, Centro de Conferencias Augustinianum
Mensaje del Papa a los participantes en la Asamblea General de la Academia Pontificia para la Vida “¿Fin del mundo? Crisis, responsabilidad y esperanzas
Promover el multilateralismo contra la actual “policrisis”
Estimados académicos,
siempre es un placer dirigirme a las mujeres y hombres de ciencia, así como a las personas que en la Iglesia cultivan el diálogo con el mundo científico. Juntos pueden servir a la causa de la vida y del bien común. Y agradezco de corazón a Monseñor Paglia y a sus colaboradores su servicio a la Pontificia Academia para la Vida.
En la Asamblea General de este año se han propuesto abordar la cuestión que hoy se define como «policrisis». Esta concierne a algunos aspectos fundamentales de su actividad de investigación en el campo de la vida, la salud y la asistencia. El término «policrisis» evoca la gravedad de la coyuntura histórica que estamos viviendo, en la que confluyen guerras, cambio climático, problemas energéticos, epidemias, fenómenos migratorios y la innovación tecnológica. La combinación de estas dificultades, que afectan simultáneamente a diferentes dimensiones de la vida, nos lleva a preguntarnos acerca del destino del mundo y de nuestra comprensión del mismo.
Un primer paso que debemos dar es examinar con mayor atención cuál es nuestra representación del mundo y del cosmos. Si no lo hacemos y si no analizamos seriamente nuestras profundas resistencias al cambio, tanto como personas como como sociedad, seguiremos haciendo lo que hemos hecho con otras crisis, incluso muy recientes. Pensemos en la pandemia de covid: la hemos, por así decirlo, desaprovechada; podríamos haber trabajado más a fondo en la transformación de las conciencias y las prácticas sociales (cf. Exhort. ap. Laudate Deum, 36).
Y otro paso importante para evitar quedarnos inmóviles, anclados en nuestras certezas, en nuestras costumbres y en nuestros miedos, es escuchar atentamente la contribución de los conocimientos científicos. El tema de la escucha es decisivo. Es una de las palabras clave de todo el proceso sinodal que hemos iniciado y que ahora se encuentra en su fase de actuación. Por lo tanto, aprecio que su forma de proceder retome el estilo de la misma. Veo en ella el intento de practicar en su ámbito específico esa «profecía social» a la que también se ha dedicado el Sínodo (Doc. final, 47). En el encuentro con las personas y sus historias y en la escucha de los conocimientos científicos, nos damos cuenta de cuánto exigen una profunda revisión nuestros parámetros sobre la antropología y las culturas. Desde aquí nació también la intuición de los grupos de estudio sobre algunos temas surgidos durante el camino sinodal. Sé que algunos de ustedes forman parte de ellos, valorando también el trabajo realizado por la Academia para la Vida en los últimos años, trabajo por el que estoy muy agradecido.
Escuchar a las ciencias nos ofrece continuamente nuevos conocimientos. Consideremos lo que nos dicen sobre la estructura de la materia y la evolución de los seres vivos: surge una visión de la naturaleza mucho más dinámica de lo que se pensaba en tiempos de Newton. Nuestra forma de entender la «creación continua» debe ser reelaborada, sabiendo que no será la tecnocracia la que nos salvará (cf. enc. Laudato si', 101): favorecer una desregulación utilitarista y neoliberal a escala planetaria significa imponer como única regla la ley del más fuerte; y es una ley que deshumaniza.
Podemos citar como ejemplo de este tipo de investigación a Teilhard de Chardin y su intento, ciertamente parcial e incompleto, pero audaz e inspirador, de entrar seriamente en diálogo con las ciencias, practicando un ejercicio de transdisciplinariedad. Un camino arriesgado, que lo llevó a preguntarse: «Me pregunto si no es necesario que alguien lance la piedra al estanque, o incluso que acabe siendo «asesinado» por abrir el camino»1. Así lanzó sus intuiciones que pusieron en el centro la categoría de relación y la interdependencia entre todas las cosas, poniendo al homo sapiens en estrecha conexión con todo el sistema de los seres vivos.
Estas formas de interpretar el mundo y su evolución, con las inéditas modalidades de relación que les corresponden, pueden darnos signos de esperanza, que buscamos como peregrinos durante este año jubilar (cf. Bula Spes non confundit, 7). La esperanza es la actitud fundamental que nos sostiene en el camino. No consiste en esperar con resignación, sino en tender con ímpetu hacia la vida verdadera, que va mucho más allá del estrecho perímetro individual. Como nos ha recordado el Papa Benedicto XVI, la esperanza «está ligada al hecho de estar en unión existencial con un «pueblo» y puede realizarse para cada uno solo dentro de este «nosotros»» (Carta enc. Spe salvi, 14).
También por esta dimensión comunitaria de la esperanza, ante una crisis compleja y planetaria, estamos solicitados a valorar los instrumentos que tengan un alcance global. Lamentablemente, debemos constatar una progresiva irrelevancia de los organismos internacionales, que se ven minados también por actitudes miopes, preocupadas por proteger intereses particulares y nacionales. Y, sin embargo, debemos seguir comprometidos con determinación en favor de «organizaciones mundiales más eficaces, dotadas de autoridad para asegurar el bien común mundial, la erradicación del hambre y la miseria y la defensa segura de los derechos humanos fundamentales» (Carta enc. Fratelli tutti, 172). De esta manera se promueve un multilateralismo que no dependa de las circunstancias políticas cambiantes o de los intereses de unos pocos y que tenga una eficacia estable (cf. Exhort. ap. Laudate Deum, 35). Se trata de una tarea urgente que concierne a toda la humanidad.
Este amplio escenario de motivaciones y objetivos es también el horizonte de su Asamblea y de su trabajo, queridos miembros de la Academia para la Vida. Les encomiendo a la intercesión de María, Sede de la Sabiduría y Madre de la Esperanza, «mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia «un nuevo cielo y una nueva tierra» (Ap 21,1)» (S. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 105).
A todos ustedes y a su trabajo les imparto de corazón mi bendición.
Roma, Policlínico Gemelli, 26 de febrero de 2025.
FRANCISCO
1 Cit. da B. DE SOLANGES, Teilhard de Chardin. Témoignage et étude sur le développement de sa pensée, Toulouse 1967, 54.
Basílica de Santa Sabina, Miércoles 5 de marzo de 2025
Homilía del Miércoles de Ceniza del Papa Francisco leída por el cardenal Angelo de Donatis
Del polvo hemos sido creados y al polvo volveremos
Las sagradas cenizas, esta tarde, serán esparcidas sobre nuestra cabeza. Estas reavivan en nosotros la memoria de lo que somos, pero también la esperanza de lo que seremos. Nos recuerdan que somos polvo, pero nos encaminan hacia la esperanza a la que estamos llamados, porque Jesús ha descendido al polvo de la tierra y, con su Resurrección, nos lleva consigo al corazón del Padre.
De ese modo se recorre el itinerario de la Cuaresma hacia la Pascua, entre la memoria de nuestra fragilidad y la esperanza de que, al final del camino, quien nos espera es el Resucitado.
En primer lugar, hagamos memoria. Recibimos las cenizas inclinando la cabeza hacia abajo, como para mirarnos a nosotros mismos, para mirarnos dentro. Las cenizas, en efecto, nos ayudan a hacer memoria de la fragilidad y de la pequeñez de nuestra vida. Somos polvo, del polvo hemos sido creados y al polvo volveremos. Y son tantos los momentos en los que, mirando nuestra vida personal o la realidad que nos rodea, nos damos cuenta de que la existencia del hombre «es tan sólo un soplo, […] se inquieta por cosas fugaces y atesora sin saber para quién» (Sal 39,6-7).
Nos lo enseña sobre todo la experiencia de la fragilidad, que experimentamos en nuestros cansancios, en las debilidades que debemos afrontar, en los miedos que nos habitan, en los fracasos que nos queman por dentro, en la caducidad de nuestros sueños, en el constatar qué efímeras son las cosas que poseemos. Hechos de cenizas y de tierra, palpamos la fragilidad en la experiencia de la enfermedad, en la pobreza, en el sufrimiento que a veces irrumpe de manera repentina sobre nosotros y sobre nuestras familias. Y también nos damos cuenta de que somos frágiles cuando nos descubrimos expuestos, en la vida política y social de nuestro tiempo, a “polvos en suspensión” que contaminan el mundo: la contraposición ideológica, la lógica de la prevaricación, el regreso de viejas ideologías identitarias que teorizan la exclusión del otro, la explotación de los recursos de la tierra, la violencia en todas sus formas y la guerra entre los pueblos. Todo ello es como “polvo tóxico” que enturbia el aire de nuestro planeta, impidiendo la coexistencia pacífica, mientras crecen en nosotros cada día la incertidumbre y el miedo al futuro.
Por último, esta condición de fragilidad nos recuerda el drama de la muerte, que en nuestras sociedades de apariencia intentamos exorcizar de muchas maneras e incluso excluir de nuestros lenguajes, pero que se impone como una realidad con la que debemos lidiar, signo de la precariedad y transitoriedad de nuestras vidas.
Así, a pesar de las máscaras que nos ponemos y de los artificios a menudo ingeniosamente creados para distraernos, las cenizas nos recuerdan quiénes somos. Esto nos ayuda. Nos remodela, atenúa la dureza de nuestros narcisismos, nos devuelve a la realidad, nos hace más humildes y disponibles los unos para los otros: ninguno de nosotros es Dios, todos estamos en camino.
Pero la Cuaresma es también una invitación a reavivar en nosotros la esperanza. Si recibimos la ceniza con la cabeza inclinada para volver a la memoria de lo que somos, el tiempo cuaresmal no quiere dejarnos con la cabeza gacha, sino que, al contrario, nos exhorta a levantar la cabeza hacia Aquel que resucita de las profundidades de la muerte, arrastrándonos también a nosotros de las cenizas del pecado y de la muerte a la gloria de la vida eterna.
Las cenizas nos recuerdan, pues, la esperanza a la que estamos llamados porque Jesús, el Hijo de Dios, se mezcló con el polvo de la tierra, elevándolo hasta el cielo. Y Él descendió a las profundidades del polvo, muriendo por nosotros y reconciliándonos con el Padre, como oímos decir al apóstol Pablo: «A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21).
Esta esperanza, hermanos y hermanas, es la que reaviva las cenizas que somos. Sin esta esperanza, estamos condenados a soportar pasivamente la fragilidad de nuestra condición humana y, sobre todo ante la experiencia de la muerte, nos hundimos en la tristeza y la desolación, acabando por razonar como insensatos: «Breve y triste es nuestra vida, no hay remedio cuando el hombre llega a su fin […] el cuerpo se reducirá a ceniza y el aliento se dispersará como una ráfaga de viento» (Sb 2,1-3).
La esperanza de la Pascua hacia la que nos encaminamos, en cambio, nos sostiene en nuestras fragilidades, nos asegura el perdón de Dios y, aun envueltos en las cenizas del pecado, nos abre a la confesión gozosa de la vida: «Yo sé que mi Redentor vive y que él, el último, se alzará sobre el polvo» (Jb 19,25). Recordemos que «el hombre es polvo y al polvo volverá, pero a los ojos de Dios es polvo precioso, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la inmortalidad» (Benedicto XVI, Audiencia General, 17 febrero 2010).
Hermanos y hermanas, con la ceniza en la cabeza caminemos hacia la esperanza de la Pascua. Convirtámonos a Dios, volvamos a Él de todo corazón (cf. Jl 2,12), volvamos a ponerlo en el centro de nuestra vida, para que el recuerdo de lo que somos —frágiles y mortales como cenizas esparcidas por el viento— sea iluminado finalmente por la esperanza del Resucitado. Y orientemos nuestra vida hacia Él, convirtiéndonos en signo de esperanza para el mundo: aprendamos de la limosna a salir de nosotros mismos para compartir las necesidades de los demás y alimentar la esperanza por un mundo más justo; aprendamos de la oración a descubrirnos necesitados de Dios o, como decía Jacques Maritain “mendigos del cielo”, para nutrir la esperanza de que, en nuestras fragilidades y al final de nuestra peregrinación terrena, nos espera un Padre con los brazos abiertos; aprendamos del ayuno que no vivimos solamente para satisfacer nuestras necesidades, sino que tenemos hambre de amor y de verdad, y sólo el amor de Dios y entre nosotros puede saciarnos de verdad y darnos la esperanza de un futuro mejor.
Que nos acompañe siempre la certeza de que, desde que el Señor vino a las cenizas del mundo, «la historia de la Tierra es la historia del Cielo. Dios y el hombre están ligados en un único destino» (C. Carretto, El desierto en la ciudad, Buenos Aires 1986, 59), y Él barrerá para siempre las cenizas de la muerte para hacernos resplandecer con una vida nueva.
Con esta esperanza en el corazón, pongámonos en camino. Y dejémonos reconciliar con Dios.