“Tengo algo en el corazón que quiero deciros a vosotros, hermanos y hermanas, pero también a todos los hombres y mujeres de cualquier confesión y religión que sufren en Oriente Medio a causa de la locura de la guerra: estoy cerca de vosotros, estoy con vosotros”. En la jornada de oración y ayuno del 7 de octubre por la paz mundial, convocada en el aniversario del inicio del conflicto en Oriente Medio, el Pontífice escribió la carta que publicamos a continuación.
Queridos hermanos y hermanas:
Pienso en vosotros y rezo por vosotros. Quiero hacerme presente en este día tan triste. Hace un año se encendió la chispa del odio; no se ha extinguido, sino que ha estallado en una espiral de violencia, mostrando la vergonzosa incapacidad de la comunidad internacional y de las naciones más poderosas para hacer callar las armas y poner fin a la tragedia de la guerra. La sangre sigue derramándose, igual que las lágrimas; la ira crece, al igual que el deseo de venganza, mientras parece que a pocos les importa lo que más se necesita y lo que el pueblo ansía: diálogo, paz. No me canso de repetir que la guerra es una derrota, que las armas no construyen el futuro, sino que lo destruyen, y que la violencia jamás trae paz. La historia lo demuestra y, sin embargo, años y años de conflictos parecen no haber enseñado nada.
Vosotros, hermanos y hermanas en Cristo, que vivís en los lugares de los que hablan tantas Escrituras, sois un pequeño rebaño indefenso, sediento de paz. Gracias por ser lo que sois, gracias por querer permanecer en vuestras tierras, gracias por saber rezar y amar a pesar de todo. Sois una semilla amada por Dios. Y, como una semilla que, aunque aparentemente sofocada por la tierra que la cubre, siempre encuentra el camino hacia lo alto, hacia la luz, para dar fruto y vida, así vosotros no os dejáis engullir por la oscuridad que os rodea. Plantados en vuestras tierras sagradas, os convertís en brotes de esperanza, porque la luz de la fe os lleva a dar testimonio del amor cuando se habla de odio; del encuentro, cuando prevalece el enfrentamiento; de la unidad, cuando todo tiende a la confrontación.
Con corazón de padre me dirijo a vosotros, pueblo santo de Dios; a vosotros, hijos de vuestras antiguas iglesias, hoy “martiriales”; a vosotros, semillas de paz en el invierno de la guerra; a vosotros, que creéis en Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29) y, en él, os convertís en testigos de la fuerza de una paz desarmada. Los hombres de hoy no saben encontrar la paz, y nosotros, los cristianos, no debemos cansarnos de pedirla a Dios. Por eso, hoy he invitado a todos a vivir una jornada de oración y ayuno. La oración y el ayuno son las armas del amor que transforman la historia, las armas que derrotan a nuestro único y verdadero enemigo: el espíritu del mal, que fomenta la guerra, porque es «homicida desde el principio» y «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). ¡Por favor, dediquemos tiempo a la oración y redescubramos el poder salvador del ayuno!
Tengo algo en el corazón que quiero deciros a vosotros, hermanos y hermanas, pero también a todos los hombres y mujeres de cualquier confesión y religión que sufren en Oriente Medio a causa de la locura de la guerra: estoy cerca de vosotros, estoy con vosotros.
Estoy con vosotros, habitantes de Gaza, martirizados y al borde del agotamiento, que estáis cada día en mis pensamientos y en mis oraciones. Estoy con vosotros, obligados a abandonar vuestras casas, a dejar la escuela y el trabajo, a vagar en busca de un destino para escapar de las bombas. Estoy con vosotras, madres que derramáis lágrimas al contemplar a vuestros hijos muertos o heridos, como María al ver a Jesús; con vosotros, pequeños, que vivís en las vastas tierras de Oriente Medio, donde las intrigas de los poderosos os arrebatan el derecho a jugar. Estoy con vosotros, que teméis alzar la vista al cielo porque de él cae fuego. Estoy con vosotros, que no tenéis voz, porque se habla mucho de planes y estrategias, pero muy poco de la situación concreta de quienes sufren la guerra que los poderosos hacen pelear a otros; sin embargo, sobre ellos pesa la implacable justicia de Dios (cf. Sab 6,8).
Estoy con vosotros, sedientos de paz y de justicia, que no os rendís a la lógica del mal y, en nombre de Jesús, «amáis a vuestros enemigos y oráis por los que os persiguen» (Mt 5,44). Gracias a vosotros, hijos de la paz, porque consoláis el corazón de Dios, herido por la maldad del hombre. Y gracias a todos aquellos que, en todo el mundo, os ayudan; a ellos, que ven en vosotros a Cristo hambriento, enfermo, extranjero, abandonado, pobre y necesitado, les pido que sigan ayudándoos con generosidad. Y gracias también a vosotros, hermanos obispos y sacerdotes, que lleváis la consolación de Dios a las soledades humanas. Os ruego que miréis al pueblo santo al que estáis llamados a servir y que dejéis que vuestros corazones se conmuevan, abandonando, por el amor a vuestros fieles, toda división y ambición.
Hermanos y hermanas en Jesús, os bendigo y os abrazo con cariño, de todo corazón. Que la virgen María, reina de la paz, os proteja. Que san José, patrón de la Iglesia, os guarde.
Fraternalmente,
Roma, san Juan de Letrán, 7 de octubre de 2024.
Francisco