En la tarde del viernes 27 de septiembre, segundo día del viaje a Bélgica, el Papa Francisco desde la nunciatura de Bruselas se dirigió a la Universidad Católica de Lovaina, el ateneo católico más antiguo del mundo, que celebra el vi centenario. Allí, durante un encuentro con los profesores universitarios, después del saludo que le dirigió el rector, asistió a la proyección de un video con testimonios de refugiados. Y pronunció el siguiente discurso.
ilustres profesores, queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Me alegro de poder estar aquí entre ustedes y agradezco al rector sus palabras de bienvenida, con las que ha recordado la historia y la tradición en las que está cimentada esta Universidad, así como también algunos de los principales retos actuales que nos interpelan a todos. Esta es la primera tarea de la Universidad: ofrecer una formación integral para que las personas adquieran los instrumentos necesarios para interpretar el presente y proyectar el futuro. La formación cultural, ciertamente, no es nunca un fin en sí misma y las universidades no deben caer en la tentación de convertirse en “catedrales en el desierto”, sino que son, por su propia naturaleza, lugares donde se promueven ideas y nuevos estímulos para la vida y el pensamiento del hombre y para los desafíos de la sociedad, es decir, espacios generativos. Es hermoso pensar que la Universidad genera cultura, desarrolla ideas, pero sobre todo promueve la pasión por la búsqueda de la verdad, al servicio del progreso humano. En particular, los ateneos católicos, como este, están llamados «a llevar la aportación decisiva de la levadura, de la sal y de la luz del Evangelio de Jesucristo y de la Tradición viva de la Iglesia, que está siempre abierta a nuevos escenarios y a nuevas propuestas» (Const. ap. Veritatis gaudium, 3). Deseo por tanto hacerles una sencilla invitación a ensanchar las fronteras del conocimiento. No se trata de aumentar las nociones o las teorías, sino de hacer de la formación académica y cultural un espacio vital, que abraza la vida y la interpela. Hay una breve historia bíblica que se narra en el Libro de las Crónicas, que me gustaría evocar aquí. El protagonista es Iabés, que dirige a Dios esta súplica: «Si me bendices verdaderamente, ensancharás mis fronteras» (1 Cr 4,10). Iabés significa “dolor”, y lo habían llamado así porque su madre había sufrido mucho al darlo a luz. Pero ahora Iabés no quiere quedarse encerrado en su dolor, dejándose arrastrar por el lamento, y pide al Señor “ensanchar las fronteras” de su vida, para entrar en un espacio bendito, más grande, más acogedor. Lo contrario son cerrazones. Ensanchar las fronteras y ser un espacio abierto para el hombre y para la sociedad constituye la gran misión de la Universidad. En nuestro contexto, efectivamente, nos encontramos ante una situación ambivalente, en la que los márgenes se estrechan. Por una parte, estamos sumergidos en una cultura marcada por la renuncia a la búsqueda de la verdad; hemos perdido la inquieta pasión de indagar, para refugiarnos en la comodidad de un pensamiento débil —el drama del pensamiento débil—, para refugiarnos en la convicción de que todo es igual, de que una cosa vale lo mismo que la otra, de que todo es relativo. Por otra parte, cuando se habla de la verdad en los contextos universitarios y también en otros ámbitos, se cae muchas veces en una actitud racionalista, según la cual sólo se puede considerar verdadero lo que podemos medir, experimentar, tocar, como si la vida se redujese únicamente a la materia y a lo visible. En ambos casos los límites resultan reducidos. En cuanto al primer punto, tenemos el cansancio del espíritu, que nos relega a una incertidumbre constante y a la ausencia de pasión, como si fuese inútil buscar un sentido en una realidad que permanece incomprensible. Este sentimiento emerge frecuentemente en algunos personajes de las obras de Franz Kafka, que describió la condición trágica y angustiante del hombre del siglo xx . En un diálogo entre dos personajes de uno de sus relatos, encontramos esta afirmación: «Creo que usted no tiene tratos con la verdad simplemente porque es demasiado agotadora» (Descripción de una lucha, 1908). Buscar la verdad es agotador, porque nos obliga a salir de nosotros mismos, a arriesgarnos, a hacernos preguntas. Y, por eso, nos atrae más —en el cansancio del espíritu— una vida superficial que no plantea demasiados interrogantes; así como del mismo modo nos atrae más una “fe” fácil, ligera y cómoda, que nunca nos cuestiona nada. En cuanto al segundo punto, por el contrario, tenemos el racionalismo sin alma, en el que hoy corremos el riesgo de caer nuevamente, condicionados por la cultura tecnocrática que nos lleva a esto. Cuando se reduce al hombre a la mera materia, cuando se quiere forzar la realidad a los límites de lo que es visible; cuando la razón es únicamente aquella matemática, cuando la razón es aquella “de laboratorio”, entonces se pierde el asombro —y cuando este falta no se puede pensar; el asombro es el inicio de la filosofía, es el inicio del pensamiento—, se esfuma esa maravilla interior que nos empuja a buscar más allá, a mirar al cielo, a desentrañar la verdad escondida que afronta las preguntas fundamentales: ¿por qué existo?, ¿qué sentido tiene mi vida?, ¿cuál es el objetivo final y la última meta de este viaje? Se preguntaba Romano Guardini: «¿Por qué el hombre, a pesar de todo el progreso, sigue siendo un desconocido para sí mismo y lo es cada vez más? Porque ha perdido la llave para comprender la esencia del hombre. La ley de nuestra verdad dice que el hombre se reconoce sólo desde lo alto, por encima de él, desde Dios, porque sólo de Dios trae su existencia» (Oración y verdad). Queridos profesores, contra el cansancio del espíritu y el racionalismo sin alma, aprendamos también nosotros a rezar como Iabés: “Señor, ensancha nuestras fronteras”. Pidamos que Dios bendiga nuestro trabajo, al servicio de una cultura capaz de afrontar los retos de hoy. El Espíritu Santo que hemos recibido como don nos impulsa a buscar, a abrir los espacios de nuestro pensar y de nuestro obrar, hasta guiarnos a la verdad plena (cf. Jn 16,13). Tenemos la certeza —como nos ha dicho el rector al inicio— “de que no sabemos todavía todo”, pero, al mismo tiempo, es precisamente esta limitación la que debe empujarles siempre a ir hacia adelante, ayudándoles a mantener encendida la llama de la investigación y a seguir siendo como una ventana abierta al mundo de hoy. Y, a este propósito, quiero decirles sinceramente gracias. Gracias porque, al ensanchar sus fronteras, se han convertido en un espacio de acogida para todos los refugiados que se han visto obligados a huir de sus tierras, en medio de incontables peligros, enormes dificultades y sufrimientos a veces atroces. Gracias. Hemos visto hace poco, en el video, un testimonio muy conmovedor. Y mientras algunos solicitan que las fronteras se refuercen, ustedes, en cuanto comunidad universitaria, han ensanchado sus propios confines. Gracias. Han abierto los brazos para acoger a estas personas marcadas por el dolor, para ayudarles a estudiar y a crecer. Gracias. Esto es lo que necesitamos, una cultura que ensanche las fronteras, que no sea “sectaria” —y ustedes no son sectarios, gracias— ni se ponga por encima de los demás, sino que, por el contrario, se meta en la masa del mundo, aportándole la levadura buena, que contribuye al bien de la humanidad. Esta tarea, esta “esperanza más grande”, se les confía a ustedes. Un teólogo originario de esta tierra, hijo y docente de esta Universidad, ha afirmado: «Somos nosotros la zarza ardiente que permite a Dios manifestarse» (A. Gesché, Dios para pensar, Salamanca 2010). Conserven encendida la llama de este fuego, ensanchen las fronteras. Sean inquietos, por favor, con una inquietud vital, sean buscadores de la verdad y no apaguen nunca la pasión, para no ceder a la acidia del pensamiento, que es una enfermedad muy fea. Sean protagonistas en la generación de una cultura de la inclusión, de la compasión, de la atención a los más débiles y a los grandes desafíos en el mundo en que vivimos. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.