Concluida la visita en la parroquia de Saint Gilles, en la mañana del 28 de septiembre, el Papa Francisco encontró en Bruselas a los obispos, los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y las consagradas, los seminaristas y los trabajadores pastorales, en la basílica del Sagrado Corazón en el barrio periférico de Koekelberg. Después del saludo que le dirigió el arzobispo Luc Terlinden el Pontífice escuchó los testimonios de un sacerdote, un trabajador pastoral, un teólogo, una representante de centros de acogida para víctimas de abuso, una religiosa y el capellán de una cárcel. A continuación pronunció el siguiente discurso.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Me siento feliz de estar aquí entre ustedes. Agradezco a Mons. Terlinden por sus palabras y por habernos recordado la prioridad de anunciar el Evangelio. Gracias a todos.
En esta encrucijada que es Bélgica, ustedes son una Iglesia “en movimiento”. En efecto, desde hace tiempo están buscando transformar la presencia de las parroquias en el territorio y dar un fuerte impulso a la formación de los laicos. Se esfuerzan, sobre todo, por ser una comunidad cercana a la gente, que acompaña a las personas y que da testimonio con gestos de misericordia.
Partiendo de sus preguntas, quisiera proponerles algunas líneas de reflexión que giran alrededor de tres palabras: evangelización, alegría y misericordia.
El primer camino que estamos llamados a recorrer es la evangelización. Los cambios de nuestra época y la crisis de la fe que experimentamos en occidente nos han impulsado a regresar a lo esencial, es decir, al Evangelio, para que a todos se anuncie nuevamente la buena noticia que Jesús trajo al mundo, haciendo resplandecer toda su belleza. La crisis —cada crisis— es un tiempo que se nos ha ofrecido para sacudirnos, para interpelarnos y para cambiar. Es una ocasión preciosa —en el lenguaje bíblico se dice kairós, ocasión especial— como sucedió a Abram, a Moisés y a los profetas. Cuando experimentamos las desolaciones, de hecho, siempre debemos preguntarnos cuál es el mensaje que el Señor nos quiere comunicar. ¿Y qué es lo que nos hace ver la crisis? Hemos pasado de un cristianismo establecido en un marco social acogedor, a un cristianismo “de minorías” o, mejor dicho, de testimonio. Y esto reclama la valentía de una conversión eclesial, para comenzar esas transformaciones pastorales que tienen que ver incluso con las costumbres, los modelos, los lenguajes de la fe, para que estén realmente al servicio de la evangelización (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27).
Y quisiera decirle a Helmut, que esta valentía se exige también a los sacerdotes. Ser sacerdotes que no se limitan a conservar o administrar un patrimonio del pasado, sino pastores, pastores enamorados de Cristo y prontos para acoger las exigencias del Evangelio —con frecuencia implícitas— mientras caminan con el santo Pueblo de Dios; y nosotros caminamos un poco adelante, un poco en medio y un poco atrás. Y cuando llevamos el Evangelio —pienso en lo que dijo Yaninka— el Señor abre nuestros corazones al encuentro con el que es distinto a nosotros. Es bueno, y más aún necesario, que entre los jóvenes haya sueños y espiritualidades diferentes. Así debe ser, porque pueden ser muchos los caminos personales y comunitarios, pero nos conducen a la misma meta, al encuentro con el Señor. En la Iglesia hay lugar para todos —todos, todos— y ninguno debe ser fotocopia de nadie. La unidad en la Iglesia no es uniformidad, se trata más bien de encontrar la armonía de las diferencias. Y también a Arnaud le diría: el proceso sinodal debe ser un retorno al Evangelio, no debe haber entre las prioridades alguna reforma que vaya “a la moda”, sino más bien cuestionarse: ¿cómo podemos hacer llegar el Evangelio a una sociedad que ya no lo escucha o que se aleja de la fe? Preguntémonos todos.
El segundo camino a transitar es la alegría. No se trata de las alegrías asociadas a algo momentáneo, ni de consentir los modelos de evasión o de diversión consumista; sino de una alegría más grande, que acompaña y sostiene la vida inclusive en los momentos oscuros o dolorosos, y esto es un don que viene de lo alto, de Dios. Es la alegría del corazón suscitada por el Evangelio, es saber que a lo largo del camino no estamos solos y que aún en las situaciones de pobreza, de pecado, de aflicción, Dios es cercano, cuida de nosotros y no permitirá que la muerte tenga la última palabra. Dios es cercano, cercanía. Mucho antes de ser Papa, Joseph Ratzinger escribió que una regla del discernimiento es la siguiente: «donde muere el humor, ni siquiera existe el Espíritu Santo […]. Y viceversa: la alegría es signo de gracia» (El Dios de Jesucristo, Brescia 1978, 129). Esto es hermoso. Quisiera entonces decirles que su predicación, su modo de celebrar, su servicio y apostolado deben dejar traslucir la alegría del corazón, ya que esto suscita preguntas y atrae incluso a los más alejados. La alegría del corazón; no esa sonrisa falsa de circunstancias, sino la alegría del corazón. Agradezco a sor Agnese y le digo: la alegría es el camino. Cuando la fidelidad se presenta difícil, debemos mostrar —como tú lo has dicho, Agnese— que esta virtud es un “camino a la felicidad”. Y entonces, viendo hacia dónde conduce el camino, estamos más preparados para iniciarlo. Y el tercer itinerario es la misericordia. El Evangelio, acogido y compartido, recibido y donado, nos conduce a la alegría, porque nos hace descubrir que Dios es el Padre de la misericordia, que se conmueve por nosotros, que nos levanta de nuestras caídas, que nunca nos retira su amor. Fijemos esto en nuestro corazón: Dios jamás nos retira su amor. “Pero Padre, ¿aunque haga algo grave?”. Dios jamás retira su amor por ti. Esto, frente a la experiencia del mal, a veces pudiera parecernos “injusto”, porque nosotros sólo aplicamos la justicia terrena que dice que “quien se equivoca debe pagar por su error”. Sin embargo, la justicia de Dios es superior; el que se haya equivocado está llamado a reparar sus errores, pero para sanar su corazón necesita del amor misericordioso de Dios. No se olviden: Dios perdona todo, Dios perdona siempre, Dios nos justifica con su misericordia, es decir, nos hace justos porque nos da un corazón nuevo, una vida nueva. Por eso diría a Mia: gracias por el gran trabajo que hacen para transformar la rabia y el dolor en ayuda, cercanía y compasión. Los abusos generan atroces sufrimientos y heridas, mermando incluso el camino de la fe. Y se necesita mucha misericordia para no permanecer con el corazón de piedra frente al sufrimiento de las víctimas, para hacerles sentir nuestra cercanía y ofrecerles toda la ayuda posible, para aprender de ellas —como lo has dicho tú— a ser una Iglesia que se hace sierva de todos sin someter a nadie. Sí, porque una raíz de la violencia está en el abuso de poder, cuando utilizamos nuestros roles para aplastar o manipular a los demás. Y misericordia —pienso en el ministerio de Pieter— es una palabra clave para los presos. Cuando entro en una cárcel me pregunto: ¿por qué ellos sí y yo no? Jesús nos muestra que Dios no se distancia de nuestras heridas e impurezas. Él sabe que todos cometemos errores, pero que ninguno es un error. Nadie está perdido para siempre. Es justo entonces seguir los caminos de la justicia terrena y los itinerarios humanos, psicológicos y penales; pero la pena debe ser una medicina, debe llevar a la sanación. Se necesita ayudar a las personas para levantarse, a reencontrar su senda en la vida y en la sociedad. Sólo bajo una circunstancia en la vida de todos se nos permite mirar a una persona de arriba hacia abajo, para ayudarla a levantarse. Sólo así. Recordemos que todos podemos cometer errores, pero que ninguno es un error. Nadie está perdido para siempre. Misericordia, siempre, siempre misericordia.Hermanas y hermanos, les agradezco. Y al despedirme quisiera recordarles una obra de Magritte, vuestro ilustre pintor, que se titula “El acto de fe”. Representa una puerta cerrada por dentro, pero con una abertura al centro, está abierta hacia el cielo. Es una abertura que nos invita a ir más allá, a mirar hacia delante y hacia arriba, a no encerrarnos nunca en nosotros mismos, nunca en nosotros mismos. Los dejo con esta imagen, como símbolo de una Iglesia que nunca cierra sus puertas —por favor, nunca cierra las puertas—, que a todos ofrece una apertura al infinito, que sabe mirar más allá. Esta es la Iglesia que evangeliza, que vive la alegría del Evangelio, que practica la misericordia. Hermanas y hermanos, caminen juntos, ustedes y el Espíritu Santo, juntos, y practiquen la misericordia, para así ser Iglesia. Sin el Espíritu, no acontece nada de cristiano. Nos lo enseña la Virgen María, nuestra Madre. Que ella los guíe y los cuide. Bendigo a todos de corazón. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.