Ante todo, pediría al sacerdote que fuera un enamorado de Jesús y que lo buscara incansablemente con la Iglesia en la Palabra, en la Eucaristía y en el encuentro con los pobres. Me gustaría un sacerdote que con su comunidad parta y reparta el Pan y la Palabra y busque la corresponsabilidad de todos, valore cada carisma y acompañe a los laicos en todos los ámbitos de su vida eclesial, familiar, social y política. Pienso que cualquier sacerdote debe ser siempre y, en todo caso, también párroco, aunque estudie, enseñe, dirija un seminario, asista en una asociación o tenga una responsabilidad en la curia. Sería bueno si siempre pudiera estar comprometido en una comunidad donde pueda compartir su vida con los demás. Me gustaría que fuera visto como un director de orquesta que interpreta la partitura de la comunión eclesial, valorizando cada instrumento para crear armonía. En definitiva, quisiera un sacerdote libre de cualquier tentación de clericalismo.
¿He encontrado sacerdotes así en mi vida?
Sí, en mi juventud, cuando el Concilio nos pedía a todos un cambio profundo. Mi párroco y asistente de Acción Católica se parecía mucho al sacerdote que me gustaría tener cerca. A lo largo de los años he conocido a otros que han sido muy importantes en mi vida. Sin embargo, en los últimos años, salvo excepciones significativas, me he encontrado con sacerdotes jóvenes, a menudo cerrados en sí mismos, muy celosos de sus prerrogativas presbiterales, en otras palabras, un poco clericales y propensos a hacer coincidir la comunidad con su función. En algunos de ellos me parece detectar un poco de fragilidad humana, poco conocimiento del Concilio y miedo a construir una Iglesia abierta al mundo, extendiéndose hacia las periferias de la humanidad. Hoy es más difícil ser Iglesia, pero este es el tiempo de la historia que se nos ha dado para vivir y practicar la fe, la esperanza, la caridad.
de Rosy Bindi
Política italiana, docente de la Pontificia Universidad Antonianum