MUJERES IGLESIA MUNDO

La cuestión de género en la Iglesia. Partamos de un error y una trampa

Reciprocidad, es la palabra clave

 Reciprocità, questa è la parola chiave   DCM-009
28 septiembre 2024

El debate sobre el papel de la mujer en la Iglesia es víctima del mismo error epistemológico que marca la reflexión contemporánea sobre la cuestión de género: lo masculino y lo femenino como elementos separados y opuestos. Un esquema “binario” que solo conduce a la polarización, las reivindicaciones y los conflictos, dentro y fuera de la Iglesia. Esta visión dualista tiene dos matrices: una esencialista y una metafísica, que luego fue reactivamente cuestionada por una moderna, tecnicista y digital, que también resulta problemática. Solo reconociendo los límites de ambas perspectivas será posible abordar la cuestión humanamente, en la sociedad y en la Iglesia, porque todo está conectado. Según la primera matriz, hombre y mujer tendrían “por naturaleza” características opuestas, traducibles en dicotomías como razón/emoción, privado/público, cuidado/trabajo. La mujer estaría hecha para el hogar y los cuidados, mientras que el hombre para el trabajo y la vida pública. Esta narrativa ha justificado históricamente el paternalismo, la opresión y la explotación. En el mejor de los casos, ha producido el ideal de “complementariedad”: las mujeres deben ser valoradas por la contribución que pueden hacer. No pasa nada, se podría decir. En realidad, se trata de una trampa que reitera una división de roles, de funciones, donde cada uno hace “lo suyo”, como mucho sin siquiera entrar en contacto con el otro. Y “lo suyo” de una mujer es siempre subordinado y residual.

El segundo enfoque está influenciado por el pensamiento técnico y maquinicista (las máquinas se definen por su función, las mujeres también) calculado y modelado sobre el esquema binario de los dispositivos (encendido/apagado) o sobre el código binario del lenguaje digital (0/1). El esquema es uno u otro, sin grados intermedios. Y de ahí la reacción hacia lo “no binario”. Esta versión hipertecnológica de las diferencias de género es el rechazo de aquella clásica y está afectada por una racionalidad cada vez más abstracta, instrumental y computacional.

Muchos autores, desde Paul Valéry hasta Bernard Stiegler, han hablado de “miseria simbólica” en relación con este empobrecimiento. La reacción a un enfoque reduccionista presenta los mismos límites, porque no sale del mismo marco: simplemente lo asume para derribarlo. Y la negación de un error no es necesariamente una verdad. Por lo tanto, no serán “las identidades no binarias”, donde se asume implícitamente el mismo lenguaje abstracto y oposicionista, las que nos liberarán de la jaula del binarismo. También porque la contrapropuesta es “la fluidez”, lo indiferenciado, en nombre de la libertad ilimitada: para ser todo no soy nada. Para no ser esclavo de la biología, la borro. Estamos entre dos extremos: o solo cuenta la biología, y ya está todo escrito; o la biología no cuenta para nada y todo debe escribirse como uno quiera. Los conservadores, por un lado, y los progresistas por el otro. Lucha estéril.

Incluso las otras categorías evocadas por el debate, como igualdad, rebelión o competencia, tienden a caer en una supuesta equivalencia indiferente a las diferencias o en una reacción que solo quiere invertir los términos de la cuestión. En la Iglesia de hoy no se trata de reclamar más espacio dentro de una organización basada en una antropología esencialista y dualista, sino de cuestionar este enfoque. Se necesita un pensamiento diferente. La palabra clave es reciprocidad, o implicación mutua y capacidad de transformarse mutuamente, en lugar de oponerse, competir o reivindicar. En el proceso de convertirse en uno mismo, el otro es fundamental, no como amenaza o antagonista, sino como interlocutor, co-constructor. Toda identificación es siempre una co-individuación: convertirse en uno mismo con los demás, dando forma a una relación, al entorno, a la comunidad. Nunca sin el otro, diría Michel de Certeau. Para la cultura contemporánea “no binaria”, las diferencias son el resultado de la autoafirmación, según los dictados del hiperindividualismo. En una visión antropológica generativa, las diferencias arraigan y florecen en las relaciones.

Para los cristianos, la imagen más bella de esta relacionalidad constitutiva de las diferencias proviene de la sabiduría de las Escrituras, capaz de inspirar una antropología liberadora para repensar la relación entre hombre y mujer, incluido el papel de la mujer en la Iglesia. En el Génesis, Dios crea al ser humano a su imagen, masculino y femenino. Adán, “hecho de tierra”, se percibe hombre solo al ver a Ishà, la mujer. Siempre es en la relación con los demás donde comprendemos quiénes somos, donde captamos nuestra unicidad. Lo indiferenciado es lo primero, y la plenitud de la realización humana es una diferenciación en relación. Una diferenciación en la reciprocidad y no en la oposición, en un dinamismo transformador abierto a los mil matices de la unicidad y no en la estática de las identidades estándar definidas “por naturaleza”, o en el rechazo de toda identidad.

La dualidad es un proceso dinámico, donde el ser y el devenir están juntos; no es una comparación/choque entre identidades fijas y predefinidas, cada una con su rol. Incluso la reflexión sobre las mujeres dentro de la Iglesia está enferma de dualismo. Por un lado, las ideas esencialistas sobre qué es la mujer y cuáles son sus características (receptividad, cuidados, genio femenino) y por tanto sus tareas -auxiliares, de servicio- como mucho con alguna “cuota rosa”. No es que no haya aspectos que cualifiquen lo femenino, pero están siempre en tensión con los demás y nunca son exclusivos: las dimensiones del cuidado, de la escucha, de la construcción de proximidad son igualmente masculinas y femeninas, aunque se expresen de manera diferente, según la unicidad de cada uno.

La concepción esencialista, que relega a la mujer “por naturaleza” a una posición de marginalidad respecto de los procesos de la Iglesia, es un retroceso respecto de lo que nos ofrecen las Escrituras, donde el tema de la feminidad se entrelaza con la historia de la salvación de manera inseparable, además de rica y articulada. Porque a través de una mujer se produce el milagro y el misterio de la Encarnación y, a partir de la iniciativa de esta mujer (también honrada en el Corán), comienza la ruptura de muchas convenciones sociales. A las mujeres se entrega el cuerpo de Jesús muerto y el anuncio de la resurrección. Y son las mujeres que siguen a Jesús, junto con los apóstoles, quienes aportan su contribución a la transformación del modo de seguir a Jesús.

La Iglesia, institución divina y humana, ha tomado decisiones ligadas a un tiempo cultural e histórico cambiado que hoy puede y debe ser cuestionado, sin tocar dogmas ni generar cismas. De las Escrituras no se desprende que la formación de los sacerdotes deba limitarse a espacios separados del mundo y cerrados a los que las mujeres solo tienen acceso en puestos subordinados. ¡El Papa Francisco dijo que el pastor debe oler a oveja! Solo los entornos de hombres, separados del mundo, pueden convertirse en teatros de distorsiones y perversiones, como tristemente nos enseña la historia. No aprender de los errores sería un grave pecado de omisión.

A partir de una profunda regeneración de la relación hombre-mujer en la Iglesia, inspirada en la riqueza de las Escrituras, podemos pensar en nuevas formas de presencia femenina que no se reduzcan a la recuperación de espacios dentro de un mapa que mantenga las mismas coordenadas. El desafío, no solo para la Iglesia, sino para una cultura que confunde la hegemonía tecnoeconómica con la libertad individual, es cómo dar carne y forma a la verdad antropológica de la reciprocidad.

Los procesos culturales no se modifican cortando cabezas o dinamitando las relaciones de poder, sino ejerciendo la forma más elevada de libertad. Que no es elegir entre lo que ya está, sino hacer existir lo que aún no está. Yo lo llamo libertad generativa. Y nunca se genera por sí misma. Necesitamos un cambio de mirada que oriente los procesos y propicie transformaciones. No es pasando de “un exceso semántico” (todo está ya dicho y escrito) a un defecto semántico (todo podemos reescribirlo como queramos) como nos liberaremos y crearemos las condiciones para un mundo habitable.

Incluso la Iglesia, como la cultura contemporánea, ha traicionado muchas veces una verdad fundamental que la ciencia en las últimas décadas también ha reiterado con fuerza: todo está relacionado, todo está conectado con todo. Separar, abstraer, es un forzar que va en contra de la ley de la vida (y de la revelación). Incluyendo separar, por no hablar de contrastar, hombre y mujer, masculino y femenino. Repensar esta relación, según una antropología relacional, puede contribuir no solo a la regeneración de una Iglesia en dificultad, sino también de una sociedad donde el malestar (también entre los más jóvenes) es un hecho creciente y preocupante.

Por tanto, el replanteamiento en el seno de la Iglesia no puede ser, al menos inicialmente, una cuestión de roles. El desafío es el de una nueva reciprocidad en todas las fases de la vida de la Iglesia, desde la formación de los sacerdotes hasta el acompañamiento mutuo entre los sacerdotes y las familias. Sobre todo, es necesario reconquistar una dimensión que con demasiada frecuencia se olvida: la del significado.

La prevalencia de la función sobre el significado surge, por ejemplo, del hecho de que los sacerdotes están cargados de burocracia y no tienen tiempo para la proximidad, o del hecho de que las iglesias modernas son feas, porque un lugar no es suficiente para celebrar la misa (función); este lugar debe comunicar belleza, unidad, apertura a la trascendencia (sentido). No basta con celebrar misa (función); una celebración descuidada contradice lo que se quisiera hacer presente (sentido).

Debemos abandonar la ilusión de que las prácticas y los procedimientos garantizan la transmisión de la fe y recuperar la dimensión simbólica. En la Revelación todo es un símbolo. En un mundo “diabólico” (divido), donde incluso el contraste masculino/femenino responde a esta lógica de fragmentación, se necesita más símbolo. La Trinidad misma es un símbolo de relacionalidad constitutiva, matriz de la vida; de una unidad en la diferencia que es condición de comunión; de una reciprocidad en paternidad/filiación - en generatividad - que es la condición de todo dinamismo vital.

Recomponer sin borrar las diferencias, sino potenciarlas. Lo masculino y lo femenino no son opuestos, sino dos caras del símbolo humano. La identidad de género no es una elección individual, sino una dimensión relacional que florece gracias a las relaciones con quienes nos precedieron y con quienes nos ayudan a comprender quiénes somos. El individualismo radical, que ve el género solo como una elección individual, es violento y destructivo, incluso en la Iglesia.

La cultura cristiana no debe volver a un esencialismo cuestionable, sino reconocer el valor simbólico de lo masculino y lo femenino: una unidad hecha de diferencias entre sí. “La miseria simbólica” de nuestro tiempo afecta también a la Iglesia. No debemos partir de la exigencia de roles para las mujeres, sino de una revolución copernicana: el ser humano, hombre y mujer, en el centro del mundo (¡para cultivarlo y protegerlo, no para explotarlo!). Sin esta conciencia solo habrá enfrentamientos y cismas.

Un auténtico proceso de transformación puede partir de una antropología renovada, basada en la verdad que nos presenta el Evangelio: una pluralidad en la que las mujeres tienen siempre un papel sin necesidad de que se les asigne automáticamente porque lo asumen, siendo capaces de iniciativa con autoridad, atención, expectativa, esperanza, confianza y previsión.

En un mundo donde la única fuente de liberación parece ser el delirio transhumanista, donde los cuerpos son lo que se puede hacer con ellos y donde, como individuos separados de todos los demás, en última instancia seguimos siendo víctimas de un sistema tecnoeconómico que nos utiliza como conejillos de indias para su propio desarrollo, (como utiliza nuestros datos y nuestros intercambios sociales para alimentar una Inteligencia Artificial cada vez más capaz de controlarnos y manipularnos), la tradición cristiana tiene un mensaje de libertad que pasa también por una relación renovada entre hombre y mujer, dentro de una tradición regenerada. Si queremos ser libres, volvamos al encuentro beneficioso de la relación y demos una forma consecuente a nuestro ser en el mundo. Creo que solo así no destruiremos la Tierra. Solo así la Iglesia, no solo no se destruirá a sí misma, sino que podrá seguir curando las heridas del mundo.

de Chiara Giaccardi