Para abrir «caminos de paz» en Oriente Medio -pero también «en la atormentada Ucrania, en Myanmar y en todas las zonas de guerra»- es necesario entablar «diálogo» y «negociación» evitando «acciones y reacciones violentas». Así lo reiteró el Papa Francisco al final del Ángelus del 18 de agosto, invitando a rezar a los fieles presentes en la Plaza de San Pedro y a quienes le seguían a través de los medios de comunicación. Antes, comentando como de costumbre el pasaje litúrgico dominical tomado del Evangelio de Juan (6,51-58), el Pontífice había recordado que el Pan eucarístico «es más que necesario para nosotros, porque sacia el hambre de esperanza, el hambre de verdad, el hambre de salvación que todos sentimos no en el estómago, sino en el corazón». Publicamos, a continuación, el texto de la meditación de apertura del Papa.
Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz domingo!
Hoy el Evangelio nos habla de Jesús, que afirma con sencillez: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo» (Jn 6,51). Ante la multitud, el Hijo de Dios se identifica con el alimento más común y cotidiano, el pan: «Yo soy el pan». Entre los que escuchan, algunos empiezan a discutir (cf. v. 52): ¿cómo puede Jesús darnos a comer su propia carne? También nosotros nos hacemos hoy esta pregunta, pero con asombro y gratitud. He aquí dos actitudes sobre las que reflexionar: asombro y gratitud, ante el milagro de la Eucaristía.
Primero: asombrarnos, porque las palabras de Jesús nos sorprenden. Pero Jesús siempre nos sorprende. Siempre. Incluso hoy, en su propia vida, Jesús siempre nos sorprende. El pan del cielo es un don que supera todas las expectativas. Quien no capta el estilo de Jesús sigue desconfiando: parece imposible, incluso inhumano, comer la carne de otro (cf. v. 54). La carne y la sangre, en cambio, son la humanidad del Salvador, su propia vida ofrecida como alimento para la nuestra.
Y esto nos lleva a la segunda actitud: gratitud -primero, asombro; ahora, la gratitud-, porque reconocemos a Jesús allí donde está presente para nosotros y con nosotros. Él se hace pan para nosotros. «El que come mi carne permanece en mí y yo en él» (cf. v. 56). El Cristo, verdadero hombre, sabe bien que hay que comer para vivir. Pero también sabe que esto no basta. Después de haber multiplicado el pan terrenal (cf. Jn 6,1-14), prepara un don aún mayor: Él mismo se convierte en verdadera comida y verdadera bebida (cf. v. 55). ¡Gracias, Señor Jesús! Con el corazón podemos decir: 'Gracias, gracias'.
El pan celestial, que viene del Padre, es el mismo Hijo hecho carne por nosotros. Este alimento nos es más que necesario, porque sacia el hambre de esperanza, el hambre de verdad, el hambre de salvación que todos sentimos, no en el estómago, sino en el corazón. La Eucaristía nos es necesaria, a todos.
Jesús se ocupa de la mayor necesidad: nos salva, alimentando nuestra vida con la suya, y esto, para siempre. Y gracias a Él podemos vivir en comunión con Dios y entre nosotros. El pan vivo y verdadero no es algo mágico, no; no es una cosa que resuelve de repente todos los problemas, sino que es el Cuerpo mismo de Cristo, que da esperanza a los pobres y vence la arrogancia de los que se jactan en su detrimento. Preguntémonos entonces, hermanos y hermanas: ¿tengo hambre y sed de salvación, no sólo para mí, sino para todos mis hermanos? Cuando recibo la Eucaristía, que es el milagro de la misericordia, ¿soy capaz de maravillarme ante el Cuerpo del Señor, muerto y resucitado por nosotros? Oremos juntos a la Virgen María, para que nos ayude a recibir el don del cielo en el signo del pan.
Al final de la oración mariana, el Pontífice recordó la beatificación de cuatro mártires celebrada en la República Democrática del Congo. A continuación, tras el llamamiento por la paz, saludó a algunos grupos de fieles presentes, dirigiendo un saludo especial a las mujeres y niñas reunidas en el santuario mariano polaco de Piekary Śląskie.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, en Uvira, en la República Democrática del Congo, han sido beatificados Luigi Carrara, Giovanni Didoné y Vittorio Faccin, misioneros javerianos italianos, junto con Albert Joubert, sacerdote congoleño, asesinados en aquel país el 28 de noviembre de 1964. Su martirio fue la culminación de una vida dedicada al Señor y a los hermanos. Que su ejemplo y su intercesión favorezcan caminos de reconciliación y de paz para el bien del pueblo congoleño. ¡Aplaudamos a los nuevos Beatos!
Y seguimos rezando para que se abran caminos de paz en Oriente Medio, Palestina, Israel, así como en la martirizada Ucrania, en Myanmar y en todas las zonas en guerra, con un compromiso de diálogo y negociación y absteniéndose de acciones y reacciones violentas.
Los saludo a todos, queridos fieles de Roma y peregrinos venidos de Italia y de diversos países. Saludo en particular a los del Estado de São Paulo, en Brasil, y también a las Hermanas de Santa Isabel.
Envío mi saludo y mi bendición a las mujeres y a las jóvenes reunidas en el santuario mariano de Piekary Šląskie, en Polonia, y las animo a testimoniar con alegría el Evangelio en sus familias y en la sociedad. Y saludo a los jóvenes de la Inmaculada.
Les deseo a todos un buen domingo. Por favor, no olviden rezar por mí. Buen almuerzo y hasta luego.