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María Soledad, la religiosa en las calles de Colombia

Encuentro con Dios
en los migrantes

 Incontro Dio nelle migranti  DCM-008
02 septiembre 2023

En la década de 1990 eran las adolescentes colombianas las que huían de la esclavitud en la que les atrapaban las bandas criminales. Y en la década de 2000 llegaron familias venezolanas hambrientas, aplastadas por la crisis económica. Cúcuta, una ciudad en expansión de 750 mil habitantes, es el más transitado de los ocho cruces oficiales entre Colombia y Venezuela. Ubicación fronteriza, en el nororiente de Colombia, lugar de penas y esperanzas rotas. El 94 por ciento de las personas cruzan la frontera a pie. Es aquí donde ejerce su misión María Soledad Arias, incansable y apasionada religiosa de las Hermanas Adoratrices, Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad. Desde hace 27 años ha presenciado las migraciones de un lado a otro, encarnando, junto a sus hermanas, esa “Iglesia de periferia” en la que tanto insiste el Papa Francisco. “Cuando llegamos aquí, en 1995 nuestro trabajo consistía en acompañar a las adolescentes colombianas que huían de la explotación sexual en la prostitución y en los conflictos armados. Hemos atendido a más de 4 mil de ellas, trabajando en su formación espiritual, artística e integral”, explica.

Desde 2013, las necesidades han cambiado porque en Venezuela, tras el colapso de los precios del petróleo, estalló una gravísima crisis económica, social y política, que se tradujo en una emergencia humanitaria por la falta de bienes primarios. Hasta 5,6 millones de venezolanos han huido del país, casi 2 millones de los cuales han emigrado a Colombia. Sor Soledad y sus hermanas decidieron no abandonar a las mujeres en busca de pan y medicinas para sus hijos que cayeron en la trampa del más vil chantaje sexual. Hoy, años después, el flujo de mujeres venezolanas no ha disminuido. La religiosa relata que “aún se siente el deterioro de la situación económica y social” y que “la devaluación de la moneda venezolana no ha favorecido a las familias porque el tipo de cambio del dólar no alcanza para sobrevivir”.

En Cúcuta, sor Soledad divide su tiempo entre dos centros de escucha, los talleres de formación para el trabajo y el emprendimiento y el albergue para mujeres víctimas de trata. “En el Centro de Formación Integral tenemos la suerte de estar muy cerca de la frontera con Venezuela. Esto nos facilita el acercamiento a las mujeres migrantes venezolanas y a las colombianas repatriadas. Esto significa hacer lo que dice el Papa Francisco: ir a las periferias, trabajar codo a codo con ellas, ver de primera mano sus problemas, el dolor, el desarraigo, la peripecia que viven cuando dejan su tierra y se adentran en lo desconocido. La gran mayoría migra con sus hijos muy pequeños. Siempre pregunto a las mujeres por qué vienen en estas condiciones y me dicen que es por el hambre. Es gratificante como comunidad religiosa poder apoyar y acompañar a mujeres que llegan a un país desconocido y sin redes de apoyo familiar. Poder aportar un granito de arena a la vida de cada uno de ellas nos fortalece como Iglesia y como comunidad apostólica”.

El “grano de arena” alcanzó a 3 mil mujeres en la marginación en que viven, acogidas en centros de escucha, asistidas con visitas domiciliarias, empoderadas con talleres de cocina, cosmética y estética, sastrería, confección de joyas y bolsos, costura… protegidas por una densa red de atención cuando son víctimas de la explotación sexual, rescatadas junto a sus hijos de un peligro inminente para sus vidas en el refugio Casa Segura. Sor Soledad es una mujer enamorada de su misión, de las vidas que encuentra y de la colaboración establecida con las monjas oblatas. Confiesa, después de 27 años de labor, que se siente una joven de 20, llena de energía y con muchas ganas de continuar su trabajo entre las mujeres de las periferias de Cúcuta. “Hermana Soledad, ¿dónde está Dios en esta tierra de frontera?”, le preguntamos. “Encontramos a Dios en las mujeres. Descubren, a través de nosotras, que Dios las ama y siempre ha estado con ellas, incluso en los momentos más oscuros. Esto me emociona. Me complace darme cuenta de lo sensibles que son estas mujeres humilladas y heridas. Ellas son quienes nos acercan a Dios cuando las escuchamos y cuando las ayudamos. Nos dan más de lo que les ofrecemos”.

de Antonella Mariani
Periodista «Avvenire»

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