La homilía del cardenal Raniero Cantalamessa para la celebración de la Pasión presidida por el Papa Francisco en la basílica de San Pedro

La apoteosis de la vida en el tiempo del nihilismo

 La apoteosis de la vida  en el tiempo del nihilismo  SPA-015
14 abril 2023

En la tarde del Viernes Santo, 7 de abril, el Papa Francisco presidió en la Basílica Vaticana la celebración de la Pasión del Señor. Después de la proclamación del Evangelio de Juan (18, 1 — 19, 42), el cardenal capuchino, predicador de la Casa pontificia, pronunció la homilía sobre el tema «¡Anunciamos tu muerte, Señor!». A continuación el texto.

Desde hace dos mil años, la Iglesia anuncia y celebra, en este día, la muerte del Hijo de Dios en la cruz. En cada misa, después de la consagración, repetimos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”.

Otra muerte de Dios, sin embrago, ha sido proclamada durante más de un siglo en nuestro mundo occidental descristianizado. Cuando, en el ámbito de la cultura, se habla de la “muerte de Dios”, es esta otra muerte de Dios – ideológica y no histórica - que se entiende. Algunos teólogos, para no quedarse atrás, se apresuraron a construir sobre ella una teología: “La teología de la muerte de Dios”.

No podemos desconocer la existencia de esta narrativa diferente, sin dejar presa de la sospecha a muchos creyentes. Esta muerte diferente de Dios ha encontrado su perfecta expresión en la conocida proclama que Nietzsche pone en boca del “hombre loco” que llega sin aliento a la plaza de la ciudad: ¿A dónde se ha ido Dios? - gritó - ¡Te lo diré yo! Fuimos nosotros quienes lo matamos: ¡tú y yo!... Nunca hubo acción más grande. Todos los que vengan después de nosotros, en virtud de esta acción, pertenecerán a una historia más alta que cualquier historia que haya existido hasta ahora. [1]

En la lógica de estas palabras - y, creo, en las expectativas del autor - estaba que, después de él, la historia no se dividiera más en Antes de Cristo y Después de Cristo, más bien en Antes de Nietzsche y Después de Nietzsche.

Aparentemente, no es la Nada lo que se pone en el lugar de Dios, sino el hombre, y más precisamente el “superhombre”, o “el más-allá-del-hombre”. De este hombre nuevo hay que exclamar ahora – con un sentimiento de satisfacción y de orgullo, no ya de compasión: “¡Ecce homo!”: ¡Aquí está el verdadero hombre! Sin embargo, no tardaremos mucho en darnos cuenta de que, dejado a sí mismo, el hombre no es nada.

¿Qué hicimos desatando esta tierra de la cadena de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Adónde caminamos? ¿Lejos de todo sol? ¿No es la nuestra una caída eterna? ¿Y hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, de todos lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando como por una nada infinita?

La respuesta tácita y consoladora del “hombre loco” a estas preguntas suyas es: “¡No, no vagaremos en una nada infinita, porque el hombre cumplirá la tarea encomendada hasta ahora a Dios!” En cambio, nuestra respuesta como creyentes es: “¡́Sí, y eso es exactamente lo que sucedió y está sucediendo! Vagamos espiritualmente como por una nada infinita”. Es significativo que, precisamente en la estela del autor de esa proclama, algunos hayan llegado a definir la existencia humana como un “ser-para-la-muerte”, y a considerar todas las supuestas posibilidades del hombre como “nulidades desde el principio”. [2]

“Más allá del bien y del mal”, fue otro grito de batalla del autor[3]; pero más allá del bien y del mal, solo hay “voluntad de poder”, y sabemos adónde ella nos lleva...

No se nos permite juzgar el corazón de un hombre que solo Dios conoce. Incluso el autor de ese anuncio ha tenido su parte de sufrimiento en la vida, y el sufrimiento une a Cristo, quizás, más de lo que lo separan de Él las invectivas. La oración de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34), ¡no fue dicha sólo para los que estaban presentes en el Calvario ese día!

Me viene a la mente una imagen que a veces he observado en vivo (¡y que espero se haya hecho realidad, mientras tanto, para el autor de aquella proclama!): un niño enfadado intenta golpear con sus manos y rascar la cara del padre, hasta que, agotado, cae llorando en sus brazos, quien lo calma y lo estrecha contra su pecho.

No juzgamos, repito, a la persona que sólo Dios conoce. Los frutos, sin embargo, que su proclamación produjo, los podemos y debemos juzgar. Ella ha sido declinada de las más diversas maneras y con los más diversos nombres, hasta convertirse en una moda, en un aire que se respira en los círculos intelectuales del Occidente “posmoderno”. El denominador común de todas estas diferentes declinaciones es el relativismo total en todos los campos: ética, lenguaje, filosofía, arte y, por supuesto, religión. Nada más es sólido; todo es líquido, o incluso vaporoso. En la época del romanticismo la gente se deleitaba en la melancolía, hoy en el nihilismo.

Como creyentes, es nuestro deber mostrar lo que hay detrás o debajo de esa proclamación. Hay el brillo de una llama antigua, la repentina erupción de un volcán activo desde el principio del mundo. El drama humano también tuvo su “prólogo en el cielo”, en ese “espíritu de negación” que no aceptaba existir en la gracia de otro. Desde entonces, ha estado reclutando seguidores para su causa, empezando por los ingenuos Adán y Eva: “Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Génesis 3,5). Para el hombre moderno, todo esto no parece más que un mito etiológico para explicar la existencia del mal en el mundo. Y -en el sentido positivo que se le da hoy al mito- ¡así es en realidad! Pero la historia, la literatura y nuestra propia experiencia personal nos dicen que detrás de este “mito” hay una verdad trascendente que ninguna narración histórica o razonamiento filosófico podría transmitirnos. Dios conoce nuestro orgullo y ha venido a nuestro encuentro. Él se ha “aniquilado” primero delante de nuestros ojos. De hecho Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. (Fil 2, 6-8).

“¿Dios? ¡Fuimos nosotros quienes lo matamos: tú y yo!”: grita “el hombre loco”. Esta cosa terrible en realidad sucedió una vez en la historia humana, pero en un sentido muy diferente de lo qué él entendía. Porque es verdad, hermanos y hermanas: ¡fuimos nosotros, vosotros y yo, quienes matamos a Jesús de Nazaret! Él murió por nuestros pecados y por los del mundo entero (Jn 2,2). Pero su resurrección nos asegura que este camino no conduce a la derrota, sino que, gracias a nuestro arrepentimiento, conduce a esa “apoteosis de la vid”, buscada en vano por otros caminos. ¿Por qué hablar de todo esto en una liturgia de Viernes Santo? No para convencer a los ateos de que Dios no está muerto. Los más famosos entre ellos lo descubrieron por su cuenta, en el momento en que cerraron los ojos a la luz - de hecho, a la oscuridad - de este mundo. En cuanto a aquellos que todavía están entre nosotros, se necesitan otros medios que las palabras de un pobre predicador. Medios que el Señor no fallará otorgar a los que tienen el corazón abierto a la verdad, como le pediremos a Dios en la oración universal que va a seguir en nuestra liturgia.

No, el verdadero motivo es otro; es para evitar que los creyentes, quién sabe, tal vez solo unos pocos estudiantes universitarios, sean arrastrados a este vórtice del nihilismo que es el verdadero “agujero negro” del universo espiritual. El intento es de hacer resonar entre nosotros la exhortación siempre actual de Dante Alighieri:

Sed, oh cristianos, en moveros más graves. No seáis como pluma a todo viento [4] y no penséis que cada agua os lave.

Sigamos pues, Venerados Padres, hermanos y hermanas, repitiendo agradecidos y más convencidos que nunca, las palabras que proclamamos en cada Misa:

Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección.

¡Ven, Señor Jesús!

[1] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia (1882), n. 135.

[2] Martin Heidegger, Ser y tiempo, II, cap. 2-3.

[3] F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Lipsia 1886.

[4] Paraiso, V, 73-75.