La primera vez que me reuní con el Papa Francisco fue a los dos o tres meses de mi mandato y estaba muy nervioso. Nunca había conocido a un Papa, no sabía qué pensar, no sabía qué tipo de persona era. Entramos, me senté y me dijo: “Soy mayor que tú...”, y pensé: “Madre mía, va a ser uno de esos...”. Y añadió: “... ¡por tres días!”. Porque había empezado su pontificado tres días antes de que yo empezara mi misión.
Ese comienzo me reveló muchas cosas sobre el Papa Francisco y caracterizó mi experiencia con él.
Experimenté su humanidad extraordinariamente profunda, que no transige con la verdad, y que atribuye un valor infinito a todo ser humano. Muchos lo dicen —yo lo digo—, pero él lo vive. Lo segundo es una notable apertura en su enfoque de la moral. Trata de ver los problemas a través de una lente diferente, de una manera diferente. Quizá se deba a su formación como jesuita. No lo sé, ocurre mucho con los jesuitas, pero el resultado es que aborda los problemas desde un ángulo sorprendente. Si hablas con él de los muchos problemas a los que se enfrenta la Iglesia, mira dentro del corazón humano y encuentra formas de amar que consiguen desbloquear las partes endurecidas del corazón.
La tercera cosa que me gustaría decir de él es que la sencillez que muestra es una sencillez auténtica. Estas tres cosas: su notable capacidad intelectual y de carácter, la profundidad de su corazón y su sencillez le permiten llegar a los que están fuera de la Iglesia de un modo extraordinario, como hizo san Juan Pablo ii .
Hay una profundidad que es una bendición para toda la Iglesia, no sólo para la Iglesia católica romana.