MUJERES IGLESIA MUNDO

* Carta
“Podéis tener títulos y carreras, pero que fueseis maestras, arquitectas o ingenieras, aquí no os vale para nada. A veces solo recibís un, ‘sois muy buenas’...”

A vosotras, extranjeras entre nosotras

 A voi straniere    in casa nostra  DCM-003
04 marzo 2023

En la caja del supermercado chino hubo un momento en que nos miramos, tú creyendo que yo me estaba llevando tu paquete de kaša por error. Efectivamente, es curioso que en un lugar así, donde viene gente de todos los continentes, estuviéramos una detrás de la otra comprando cereales de la misma marca. Una vez en mi cocina, viendo el paquete, me acordé de ti. Porque tenía unas letras en cirílico y, en la parte superior, un dibujo de una iglesia con cúpulas redondas doradas en medio de un campo florido.

Junto a esos granos, el producto vendía también el mundo de los emigrantes del Este europeo, ese mundo que era imagen de la nostalgia y que, en cambio, ha quedado reducido a una agonía constante. Porque la caja estaba en ruso y tú eras probablemente ucraniana. Al menos es fácil leer las instrucciones, me dije, y, sobre todo, cómodo para preparar la cena en diez minutos. Una cacerola, un plato, un poco de mantequilla. Otros pensamientos, otras prioridades, otros problemas. La familia que está lejos, la guerra, el trabajo, el cansancio diario y, en las horas libres, encontrar tiempo para charlar con los vecinos y otras cosas agradables. Quién sabe si hace años que no compras esa marca y no, como yo, que la he comprado por primera vez. Después de leer que los granos se producían en Ucrania, lo guardé.

No me había dado cuenta de que tú también representas un mercado. No demasiado grande, pero un nicho digno de ser cubierto. La empresa alemana que importa kaša para cocinar lo distribuye por toda Europa Occidental. Y así, veo un mar de mujeres inmigrantes que sumergen el contenido de la bolsa en agua hirviendo, mujeres que principalmente realizan labores domésticas, algunas con sus papeles en regla, otras no. Mujeres indispensables en los países de llegada para cuidar de los ancianos, niños o enfermos y mujeres que sostienen con sus remesas la economía del país de origen. Mujeres globales, os define el título de un libro precioso porque muestra cuánto has pagado por esclavizarte en el extranjero. Y quien paga, espera. Esperas que tus hijos, a los que mandaste a estudiar, tengan una vida mejor y, sobre todo, has demostrado a tus hijas que pueden lograr lo que quieran. Quizás tú también has llevado este anhelo de bienestar, libertad y democracia a tu país. Pero no es fácil, comporta un dolor. Siempre con cuidado de no provocar inestabilidad y de no cuestionar el papel de los hombres y, aunque casi todo el dinero de la casa sea el que vosotras ganáis, os toca trabajar duro para que nadie olvide de dónde venís.

En el supermercado, donde nos conocimos, tienen salsas para filipinas, mandioca para peruanas, especias magrebíes, encurtidos rumanos y moldavos, y paquetes de arroz de todas las calidades y tamaños, ya que, desde Asia hasta África y América Latina, lo consume todo el mundo. El Basmati está a mejor precio que en las grandes cadenas y también lo están otros productos comprados por muchos italianos, pero en más de veinte años pocas veces he visto entrar a alguien que no tuviera cara de extranjero.

Los migrantes son visibles solo cuando representan algo como una emergencia o un problema. De lo contrario, su vida común y corriente no suscita mayor interés. Las mujeres no son precisamente las que representan “el problema” que, al ser presentado como una amenaza violenta, se considera masculino; pero cuando realmente se convierte en un problema, son ellas las primeras que sufren. Las mujeres paquistaníes que, a veces podemos ver en los parques con sus niños, a veces también caminan detrás de sus maridos y hacen la compra solo cuando pesa y es necesario llevarla a casa. Algunas llevan el velo hasta los ojos. Es precisamente ese exceso de velo el que alimenta la hostilidad hacia ellas, haciéndolas más excluidas, aún más invisibilizadas. En alguna medida, a vosotras mujeres migrantes, aunque representéis un problema que no es vuestro, os toca pagar el precio más alto. Cuando estalló la guerra, escuché a una señora italiana decir que no sabía nada de tu país excepto lo que le había contado su cuidadora ucraniana. Ni siquiera mencionó el nombre de tu paisana y me preguntaba el por qué.

Me dije que, por varias razones, la mejor de las cuales era por discreción, era vergonzoso hablar de aquella mujer extranjera fuera de los muros de su casa. Imagino que no es fácil aceptar la propia vejez y tener que aceptar a un extraño en la casa, más bien necesitarlo. Casi siempre son las mujeres las que contratan a una mujer, evalúan su servicio, supervisan todo lo que hace la otra en ese lugar nuestro de cosas y afectos, nuestro hogar, el único ámbito donde muchas nos sentimos soberanas. La relación empleada-señora es ambivalente por definición, pero lo es aún más con una mujer inmigrante porque, por un lado, se quiere que la extranjera esté lo más familiarizada posible con las costumbres y tradiciones y, por otro, el hecho de que sea extranjera encaja en el papel de alguien que no puede mandar por encima de la verdadera familia. Y vosotras, con vuestros hijos criados por vuestros padres, ¿cómo os va? Cuando estáis en otro continente, a veces no podéis ni verlos durante años.

Podéis tener títulos u otras buenas calificaciones, pero que hayáis sido maestras, arquitectas o ingenieras ya no cuenta aquí. A veces, os volvéis duras por el trabajo y la vida en un país extranjero o quizás ya lo erais antes de marchar. A veces, sin embargo, sois “muy buenas” y ese adjetivo resume todo lo que hacéis. Es realmente increíble cuánta paciencia, alegría, atención demostráis, cuánta sabiduría y experiencia de cuidado aplicáis y cuánto peso sois capaces de soportar siendo una mano amiga incluso para aquellos que os pagan. A menudo brindáis a los demás el amor que solo puedes dar a los tuyos a través de videollamadas y transferencias de dinero. Y esto no tendría precio si no fuera el único esfuerzo del que no os sentís obligadas de rendir cuentas a nadie.

de Helena Janeczek