“¡Hay tantas banderas de Ucrania aquí! Pedimos la paz para este pueblo flagelado” y para todos “los pueblos atormentados por la guerra”. A la vista de las banderas amarillas y azules de la nación de Europa del Este en la Plaza de San Pedro, al final del Ángelus del lunes 26 de diciembre, fiesta de San Esteban, el Papa hizo un nuevo llamamiento para poner fin al conflicto. Hablando a mediodía desde la ventana del estudio privado del Palacio Apostólico Vaticano, Francisco introdujo la oración mariana con una meditación sobre “algunas figuras dramáticas de santos mártires” que “en estos días son recordados” empezando por el primero de ellos, el diácono Esteban.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡feliz fiesta!
Ayer celebramos la Natividad del Señor, y la liturgia, para ayudarnos a acogerlo mejor, prolonga la duración de la fiesta hasta el 1 de enero: durante ocho días.
Sorprendentemente, sin embargo, estos mismos días conmemoran algunas figuras dramáticas de santos mártires. Hoy, por ejemplo, san Esteban, el primer mártir cristiano; pasado mañana, los Santos Inocentes, los niños que el rey Herodes mandado matar por miedo a que Jesús le arrebatara el trono (cf. Mt 2, 1-18).
En resumen, la liturgia parece querer alejarnos del mundo de las luces, los almuerzos y los regalos en el que podemos estar algo entregados estos días. ¿Por qué?
Porque la Navidad no es la fábula del nacimiento de un rey, sino la venida del Salvador, que nos libra del mal tomando sobre sí nuestro mal: el egoísmo, el pecado, la muerte.
Este es nuestro mal: el egoísmo que llevamos dentro; el pecado, somos todos pecadores; y la muerte.
Y los mártires son los más parecidos a Jesús.
De hecho, la palabra mártir significa testigo: los mártires son testigos, es decir, hermanos y hermanas que, con su vida, nos muestran a Jesús, que venció el mal con la misericordia.
E incluso en nuestros días los mártires son numerosos, más que en los primeros tiempos.
Hoy rezamos por estos hermanos y hermanas mártires perseguidos que dan testimonio de Cristo. Pero nos hará bien preguntarnos: ¿doy yo testimonio de Cristo? ¿Y cómo podemos mejorar en esto, en dar testimonio de Cristo? Nos puede ayudar precisamente la figura de san Esteban.
En primer lugar, los Hechos de los Apóstoles nos dicen que él era uno de los siete diáconos que la comunidad de Jerusalén había consagrado para el servicio de las mesas, es decir, para la caridad (cf. 6,1-6).
Esto significa que su primer testimonio no lo dio con palabras, sino a través del amor con el que sirvió a los más necesitados.
Pero Esteban no se limitaba a esta labor de asistencia.
A los que encontraba les hablaba de Jesús: compartía su fe a la luz de la Palabra de Dios y de la enseñanza de los Apóstoles (cf. Hch 7,1-53.56).
Esta es la segunda dimensión de su testimonio: acoger la Palabra y comunicar su belleza, contar cómo el encuentro con Jesús cambia la vida.
Esto era tan importante para Esteban que no se dejó intimidar ni siquiera por las amenazas de sus perseguidores, ni siquiera cuando vio que las cosas se le estaban complicando (cf. v. 54).
Caridad y anuncio, este era Esteban. Sin embargo, su mayor testimonio es otro: es que supo unir la caridad al anuncio. Y nos dio este testimonio cuando estaba a punto de morir, cuando, siguiendo el ejemplo de Jesús, perdonó a sus asesinos (cf. v. 60; Lc 23,34). He aquí, pues, nuestra respuesta a la pregunta: nosotros podemos mejorar nuestro testimonio mediante la caridad hacia los hermanos, la fidelidad a la Palabra de Dios y el perdón. Caridad, Palabra y perdón. Es el perdón el que dice si realmente practicamos la caridad hacia los demás y si vivimos la Palabra de Jesús.
El “per-dón” es en realidad, como la propia palabra lo indica, un don más grande, un don que damos a los demás porque somos de Jesús, somos perdonados por Él. Yo perdono porque he sido perdonado, no lo olvidemos…
Pensemos, cada uno de nosotros piense en su capacidad de perdonar: ¿cómo es mi capacidad de perdonar en estos días en los que nos podemos encontrar, entre otras muchas, algunas personas con las que no nos hemos llevado bien, que nos han herido, con las que nunca hemos arreglado nuestras relaciones.
Pidamos a Jesús recién nacido la novedad de un corazón capaz de perdonar: todos nosotros tenemos necesidad de un corazón que perdone. Pidamos al Señor esta gracia: Señor, que yo aprenda a perdonar. Pidamos la fuerza para rezar por quienes nos han hecho daño, rezar por las personas que nos han herido, y para dar pasos de apertura y reconciliación. Que el Señor nos dé hoy esta gracia. Y que María, Reina de los mártires, nos ayude a crecer en la caridad, en el amor a la Palabra y en el perdón.
Tras dirigir el rezo del Ángelus, el Pontífice hizo un llamamiento por la paz y agradeció los numerosos mensajes de buenos deseos recibidos durante estos días festivos.
Queridos hermanos y hermanas:
En el clima espiritual de alegría y serenidad de la Santa Navidad, saludo con afecto a todos los aquí presentes y a cuantos nos siguen a través de los medios de comunicación.
Renuevo mi deseo de paz: paz en las familias, paz en las comunidades parroquiales y religiosas, paz en los movimientos y asociaciones, paz para los pueblos atormentados por la guerra, paz para la querida y flagelada Ucrania.
¡Hay tantas banderas de Ucrania aquí! Pedimos la paz para este pueblo flagelado.
Esta semana he recibido muchos mensajes de buenos deseos de distintas partes del mundo. Como no puedo responder a cada uno, expreso mi gratitud a todos, especialmente por el don de la oración.
Les deseo a todos una feliz Fiesta de san Esteban y, por favor, no se olviden de rezar por mí.
¡Buen almuerzo y hasta pronto!