«Para que no se pierda todo el trabajo realizado para discernir lo mejor y tomar la decisión correcta» es necesaria la vigilancia. Lo subrayó el Papa en la audiencia general de la mañana del miércoles 14 de diciembre. Prosiguiendo en el Aula Pablo vi las catequesis sobre el discernimiento, el Pontífice se detuvo sobre el tema de la confirmación de la elección hecha. Porque -advirtió hablando de esta actitud particularmente recordada en el tiempo de Adviento— existe el riesgo «que el “aguafiestas”, es decir, el Maligno, puede arruinarlo todo, haciéndonos volver al punto de partida».
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entramos en la fase final de este recorrido de catequesis sobre el discernimiento. Iniciamos por el ejemplo de san Ignacio de Loyola; después consideramos los elementos del discernimiento —es decir, la oración, el conocerse a uno mismo, el deseo y el “libro de la vida”—; nos detuvimos en la desolación y la consolación, que forman la “materia”, y así hemos llegado a la confirmación de la decisión tomada.
Considero necesario incluir en este punto la referencia a una actitud esencial para que no se pierda todo el trabajo realizado para discernir lo mejor y tomar la decisión correcta, y esta sería la actitud de la vigilancia. Nosotros hemos hecho el discernimiento, consolación y desolación; hemos elegido una cosa… todo va bien, pero ahora vigilar: la actitud de la vigilancia. Porque de hecho hay un riesgo, como hemos escuchado en el pasaje del Evangelio que se ha leído. El riesgo es que el “aguafiestas”, es decir, el Maligno, puede arruinarlo todo, haciéndonos volver al punto de partida, es más, a una condición aún peor. Y esto sucede, por eso es necesario estar atentos y vigilar. Por eso es indispensable estar vigilantes. Por tanto, hoy me ha parecido oportuno destacar esta actitud, que todos necesitamos para que el proceso de discernimiento llegue a buen término y permanezca ahí.
En efecto, Jesús en su predicación insiste mucho en el hecho de que el buen discípulo está vigilante, no se duerme, no se deja llevar por la excesiva seguridad cuando las cosas van bien, sino que permanece atento y preparado para hacer el propio deber.
Por ejemplo, en el Evangelio de Lucas, Jesús dice: «Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante abran. Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos» (12,35-37).
Vigilar para custodiar nuestro corazón y entender qué sucede dentro. Se trata de la disposición del alma de los cristianos que esperan la venida final del Señor; pero se puede entender también como la actitud ordinaria que hay que tener en la conducta de vida, de forma que nuestras buenas decisiones, realizadas a veces después de un arduo discernimiento, puedan proseguir de forma perseverante y coherente y dar fruto.
Si falta la vigilancia, es muy fuerte, como decíamos, el riesgo de que se pierda todo. No se trata de un peligro de tipo psicológico, sino de tipo espiritual, una verdadera insidia del espíritu malo. Este, de hecho, espera precisamente el momento en el que estamos demasiado seguros de nosotros mismos, ahí está el peligro: “Estoy seguro de mí mismo, he ganado, ahora estoy bien…” este es el momento que el espíritu malo espera, cuando todo va bien, cuando las cosas van “como la seda” y tenemos, como se dice, “el viento en popa”. De hecho, en la pequeña parábola evangélica que hemos escuchado, se dice que el espíritu impuro, cuando vuelve a la casa de la que había salido, «la encuentra desocupada, barrida y en orden» (Mt 12,44). Todo está bien, todo está en orden, pero ¿el dueño de la casa dónde está? No está. No hay nadie que la vigile y que la custodie. Este es el problema. El dueño de la casa no está, ha salido, se ha distraído; o está en casa, pero dormido, y por tanto es como si no estuviera. No está vigilante, no está atento, porque está demasiado seguro de sí y ha perdido la humildad de custodiar el propio corazón. Debemos custodiar siempre nuestra casa, nuestro corazón y no estar distraídos… porque aquí está el problema, como decía la parábola.
Entonces, el espíritu malo puede aprovecharse y volver a esa casa. Pero el Evangelio dice que no vuelve solo, sino junto a otros «siete espíritus peores que él» (v. 45). Una mala compañía, una banda de delincuentes. Pero —nos preguntamos— ¿cómo es posible que puedan entrar tranquilos? ¿Por qué el dueño no se da cuenta? ¿No había sido tan bueno al hacer el discernimiento y a expulsarlos? ¿No había recibido también las felicitaciones de sus amigos y de los vecinos por esa casa tan hermosa y elegante, tan ordenada y limpia? Sí, pero quizá precisamente por esto se había enamorado demasiado de la casa, es decir, de sí mismo, y había dejado de esperar al Señor, de esperar la venida del Esposo; quizá por miedo a arruinar ese orden ya no acogía a nadie, no invitaba a los pobres, a los sin techo, esos que molestan… Una cosa es cierta: aquí se trata del orgullo malo, la presunción de ser justos, de ser buenos, de ser correctos. Muchas veces oímos decir: “Sí, yo era malo antes, me convertí y ahora, ahora la casa está en orden gracias a Dios, y estás tranquilo por esto…”. Cuando confiamos demasiado en nosotros mismos y no en la gracia de Dios, entonces el Maligno encuentra la puerta abierta. Entonces organiza la expedición y toma posesión de esa casa. Y Jesús concluye: «Y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio» (v. 45).
¿Pero el dueño no se da cuenta? No, porque estos son los demonios educados: entran sin que tú te des cuenta, llaman a la puerta, son corteses. “No va bien, venga, venga, entra…” y después al final mandan ellos en tu alma. Estad atentos a estos diablillos, a estos demonios: el diablo es educado, cuando finge ser un gran señor. Porque entra con la nuestra para salirse con la suya. Es necesario custodiar la casa de este engaño de los demonios educados. Y la mundanidad espiritual va por este camino, siempre.
Queridos hermanos y hermanas, parece imposible, pero es así. Muchas veces perdemos, somos vencidos en las batallas, por esta falta de vigilancia. Muchas veces, quizá, el Señor ha dado muchas gracias y al final no somos capaces de perseverar en esta gracia y lo perdemos todo, porque nos falta la vigilancia: no hemos custodiado las puertas. Y además hemos sido engañados por alguien que viene, educadamente se mete dentro y adiós… el diablo tiene estas cosas. Cada uno puede también verificarlo pensando en la propia historia personal. No basta con hacer un buen discernimiento y tomar una buena decisión. No, no basta: es necesario permanecer vigilantes, custodiar esta gracia que Dios nos ha dado, pero vigilar, porque tú puedes decirme: “Pero cuando yo veo algún desorden, me doy cuenta enseguida que es el diablo, que es una tentación…” sí, pero esta vez viene disfrazada de ángel: el demonio sabe disfrazarse de ángel, entra con palabras corteses, y te convence y al final es peor que al principio… Es necesario permanecer vigilantes, vigilar el corazón. Si yo preguntara a cada uno de nosotros y también a mí mismo: “¿qué está sucediendo en tu corazón?”. Quizá no sabríamos decir todo: diremos una cosa o dos cosas, pero no todo. Vigilar el corazón, porque la vigilancia es signo de sabiduría, es signo sobre todo de humildad, porque tenemos miedo de caer y la humildad es el camino maestro de la vida cristiana.
Después de la catequesis el Pontífice saludó los varios grupos presentes en el Aula Pablo vi , lanzando un nuevo llamamiento para el martirizado pueblo ucraniano que sufre a causa de la guerra. Finalmente la audiencia concluyó con el canto del Pater Noster y la bendición.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos a María, Virgen de la Dulce Espera, que nos enseñe a “velar y orar” para no distraernos en el seguimiento de su Hijo, y para descubrir su presencia salvadora en los acontecimientos de nuestra vida cotidiana. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.