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Este mes
La profecía no es solo cosa de hombres

El oráculo de Joel

 Quell’oracolo di Gioele  DCM-009
01 octubre 2022

Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes verán visiones. Incluso sobre vuestros siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días.

El oráculo de Joel, al anunciar el cumplimiento de la efusión universal del Espíritu, pone de manifiesto un dato inclusivo: hijos e hijas, esclavos y esclavas serán colmados de Él. En otras palabras, el carisma profético no está sujeto a discriminación de género. Por ello, los sueños, las visiones y el sabio discernimiento también pertenecen a las mujeres. Las encontramos profetizando a lo largo de toda la Escritura y en la historia de la Iglesia. Y están igualmente presentes en toda experiencia religiosa como es el caso de las Sibilas, sagradas para Apolo. O aquellas chamanas, adivinas o curanderas que eran “sabias” y acompañaban a sus distintos pueblos y culturas. Si no tenemos en cuenta la práctica sacrificial, -y esto también parecería una constante interreligiosa-, se podría decir que también participan del don del Espíritu. Las reglas sociales y culturales que las discriminan, negándoles la subjetividad y el discurso, caen ante su fuerza. Imbecilitas sexus no se lo impide. En todo caso, su potencia lo elimina.

Por supuesto -y se ha hecho- también se podría captar en el don profético de las mujeres una especie de contigüidad a esa imprevisibilidad, a esa alógica, a esos fenómenos no atribuibles a lo racional que las discrimina. Contra esta lectura, claramente misógina (y hostil al mismo Espíritu), yace el rasgo sabio, sabio, lúcido y eficaz de la profecía de la mujer.

Esto ya aparece en el Antiguo Testamento. En primer lugar, emerge la “naturalidad” de la profecía de las mujeres. Por ejemplo, una profetisa es la esposa de Isaías y la afirmación no necesita glosas explicativas. Y también aparece la “autoridad”, su discernimiento especializado. Tal es el caso de Hulda (ver Alessandra Buzzetti en la página 25), la profetisa que juzga la autenticidad del libro de la Ley redescubierto. En aquel tiempo no eran pocos los profetas en Israel y es verdaderamente chocante que se enconmendaran a una mujer, que por razón de su sexo se suponía inculta y totalmente inadecuada para dicha empresa. Y el discernimiento, a través de una especie de representación oracular, también puede encontrarse en la mujer de Tecoa llamada para inducir a David a no vengarse de su hijo Absalón que mató a su hermano Amnón.

Diferente, pero siempre cercana en la capacidad de leer la historia de la salvación y cantar la acción misericordiosa de Dios, hallamos la frase profética de Ana, la madre de Samuel. Su canto encuentra eco en el Magníficat de María de Nazaret. Y cómo olvidar, tras el paso prodigioso del Mar Rojo, a la hermana de Moisés: “Miriam la profetisa, hermana de Aarón, tomó su pandero en la mano y todas las mujeres salieron tras ella con panderos a danzar…”. Se destaca así su papel en la historia del Éxodo tras el episodio en el que junto a Aarón hablan contra Moisés, desde que se detiene en el campamento hasta que queda limpia de la lepra que la aqueja por siete días. [ver Ami-Jill Levine en la pág.16]

En el Nuevo Testamento, junto a María de Nazaret, a la que Jerónimo identifica como profetisa precisamente a partir del Magníficat, están la anciana Ana que vive su viudedad sin alejarse del templo y las cuatro hijas de Felipe. Son profetisas. Todo el carisma profético puede identificarse en el Magníficat, himno de alabanza, reconocimiento de la fidelidad del Dios de la Alianza y mirada utópica sobre un futuro por venir en el que se cambiarán las reglas de la existencia humana tan ajenas al diseño de Dios.

Independientemente de las complejas cuestiones exegéticas, al ponerla en labios de la Madre del Señor, el autor del Evangelio lucano de la infancia quiso dar a María un retrato teológico y teologal. Y creo que sobresale por encima de todo, junto a la espiritualidad de los “pobres del Señor”, el juicio lúcido sobre la historia, la certeza de hacerse prójimo del Dios de la alianza. Estos testimonios, quizá pequeños, en la claridad con que nos son transmitidos, reafirman la constante de la profecía femenina. Lo que por otra parte también confirma la correspondencia paulina. Desgraciadamente, cierta desconfianza, producirá ese exilio del Espíritu que a veces parece marcar la historia de la Iglesia. A pesar de esto, la profecía de la mujer no se extingue. Ahí están ejemplos como el de Hildegarda de Bingen.

También hay que decir que el discurso profético es la única posibilidad de discurso que se ofrece a las mujeres. Una peligrosa posibilidad que puede conducir incluso a su muerte (Margherita Porete es un ejemplo llamativo). Y, sin embargo, cuando se reconoce, se convierte en profecía, ciencia, mística, teología y conocimiento en el sentido más amplio del término. En la mayoría de los casos se trata de una interlocutora abierta al presente que muestra sus errores y sus incertidumbres, espoleando a la comunidad a un renovado sentimiento evangélico y a una renovada pureza. Ejemplar en esta clave es Santa María Magdalena de 'Pazzi en sus Cartas de la Renovación, que probablemente nunca llegaron a los destinatarios, pero que eran enormemente lúcidas en un tiempo de transformaciones cruciales. Con instrumentos más explícitos, exponiéndose en primera persona, esto ya lo hicieron antes Brígida de Suecia y Catalina de Siena. En ellas se mezclan la locución profética y mística con el juicio sobre el presente, con una mirada abierta al futuro.

La profecía de la mujer está impregnada de presente, de una mirada crítica al presente y precisamente por eso se abre al futuro y encuentra múltiples formas, muchas de ellas solidarias con las propias mujeres en los tiempos adversos. No en vano, el epígono del misticismo medieval, de figuras proféticas antes de la edad moderna es la “profecía de las necesidades”, es decir, asumir plagas sociales como la infancia abandonada, las mujeres desafortunadas, los huérfanos, los enfermos, los incultos humana y religiosamente... Un enorme esfuerzo fundacional ve surgir entre el siglo XVIII y XX institutos y congregaciones religiosas con el fin de poner fin a situaciones intolerables de enfermedad moral y social, haciendo de la educación de la mujer su piedra angular.

Las impulsan figuras singulares que luchan por ser escuchadas y que, con tenacidad, resisten presiones de todo tipo para responder al soplo del Espíritu. Se podría decir que, en un determinado momento, el discurso profético es reemplazado por la profecía fáctica que adopta formas siempre nuevas. Desafortunadamente, con el tiempo perdieron su profundidad mística y teológica original. Sería necesario repasar la historia de la espiritualidad para demostrar esta falta de forma, atribuible, no tanto a las mujeres, como a la idea de Iglesia del momento.

Y también debe entenderse, -y esto vale también para hoy-, que se necesita tesón para mantener vivo lo que está muerto, no para reconvertir el carisma, no solo es una negación de la profecía, sino que es un pecado contra el Espíritu... Más allá de las inevitables sombras, en la complejidad de las historias y de las personas, permanece la profecía de la mujer. Y no solo en la Ilustración, perseguida, por mucho que haya logrado hacer un espacio a una experiencia de la Iglesia menos encorsetada, menos egocéntrica, menos triunfalista...

De las profetisas montanistas, pasando por la herejía de Guglielma y Maifreda, llegamos a la Reforma radical, a las profetisas hugonotes, a las profetisas metodistas, a la renovación del Espíritu como fenómeno interconfesional y trans-religioso. La profecía de la mujer está presente en la Iglesia hoy a través de la petición de reforma en la búsqueda de un nuevo compromiso teológico y cultural. Si las profetisas del pasado, visionarias o no, se han revelado como teólogas, el discurso profético de las mujeres se desarrolla ahora en su apasionado cuestionamiento de las Escrituras, en la revisión y reorientación de la teología en general, en la lectura cuidadosa de la Historia y en la utopía de una humanidad finalmente hermana y fraterna, abierta al soplo dulce y vigoroso, gozoso y pacificador, -nunca homologador-, del Espíritu de Dios.

de Cettina Militello
Directora de la cátedra Mujer y Cristianismo, Pontificia Facultad Teológica Marianum