«El número impreciso de muertes y heridos, las destrucciones de enteros barrios y poblados, y de las principales infraestructuras» provocadas por doce años de conflicto en Siria fueron recordados por el Papa durante la audiencia –que tuvo lugar el 3 de septiembre, en la Sala Clementina- a los participantes de la iniciativa “Hospitales Abiertos”, comprometidos para sostener a los tres hospitales católicos que trabajan en el país.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Os doy la bienvenida a todos vosotros, reunidos en estos días para llevar adelante la loable iniciativa “Hospitales Abiertos” en Siria. Doy las gracias al doctor Giampaolo Silvestri, secretario general de la Fundación avsi , por su introducción. Y saludo con profunda gratitud al cardenal Zenari, que desde hace catorce años es nuncio apostólico en Siria.
Pensando en Siria, me vienen a la mente las palabras del Libro de las Lamentaciones: Grande como el mar es tu quebranto: ¿quién te podrá curar?» (2,13). Son expresiones que se refieren a los sufrimientos de Jerusalén y que pueden hacer pensar también en esas vividas por la población siria en estos doce años de sangriento conflicto. Considerando el número impreciso de muertes y heridos, las destrucciones de enteros barrios y poblaciones, y de las principales infraestructuras, entre las cuales también los hospitales, surge espontáneo preguntarse: “¿Quién podrá ahora curarte, Siria?”. La siria, dicho por los observadores internacionales, permanece una de las más graves crisis en el mundo, con destrucciones, crecientes necesidades humanitarias, colapso socio-económico, pobreza y hambre a niveles gravísimos.
He recibido como regalo la obra de un artista, que, inspirándose en una fotografía, con rostros reales, retrata un padre sirio, agotado, que lleva a su hijo a hombros. Es uno de los cerca de catorce millones de desplazados internos y refugiados, es decir más de la mitad de la población siria de antes del conflicto. Es una imagen impresionante de muchos sufrimientos que padecidos por la población siria.
Frente a este inmenso sufrimiento, la Iglesia está llamada a ser un “hospital de campo”, para curar las heridas tanto espirituales como físicas. Pensemos en lo que leemos en el Evangelio: «Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades» (Mc 1,32-34; cfr Lc 4,40). El Señor que sana.
Y la Iglesia, desde el tiempo de los Apóstoles, permaneció fiel al mandato de Jesús: «Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,8). Los Hechos de los apóstoles nos cuentan que «sacaban los enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que, al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese alguno de ellos» (5,15) y les sanase.
Atesorando esta herencia, he exhortado en más de una ocasión a los sacerdotes, especialmente el Jueves Santo, a tocar las heridas, los pecados, las angustias de la gente (cfr Homilía en la Misa Crismal, 18 de abril 2019). Tocar. Y he animado a todos los fieles a tocar las llagas de Jesús, que son los muchos problemas, las dificultades, las persecuciones, las enfermedades de las personas que sufren (cfr Regina Caeli, 28 de abril 2019; Evangelii gaudium, 24), y las guerras. Queridos amigos, vuestra iniciativa “Hospitales Abiertos”, comprometida en sostener los tres hospitales católicos, que trabajan en Siria desde hace cien años, y cuatro ambulatorios, surgió bajo el patrocinio del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral y está sostenida por la generosidad de Instituciones eclesiales –Papal Foundation y algunas Conferencias Episcopales–, de algún ente gubernamental -el húngaro y el italiano-, de Instituciones humanitarias católicas y de tantas personas generosas.
“Hospitales Abiertos” es vuestro programa. Abiertos a enfermos pobres, sin distinción de pertenencia ética o religiosa. Esta característica expresa una Iglesia que quiere ser casa con las puertas abiertas y lugar de fraternidad humana. En nuestras instituciones asistenciales-caritativas, las personas, sobre todo los pobres, deben sentirse “en casa” y experimentar un clima de acogida digna. Y entonces, como habéis justamente subrayado, el fruto recogido es doble: curar los cuerpos y coser de nuevo el tejido social, promoviendo ese mosaico de convivencia ejemplar entre los diferentes grupos étnico-religiosos característica de Siria.
Al respecto, es significativo que los muchísimos musulmanes asistidos en vuestros hospitales son los más agradecidos.
Esta iniciativa vuestra, junto a otras que han sido promovidas por las Iglesias en Siria, brota de la creatividad del amor, o, como decía san Juan Pablo ii , de la «fantasía de la caridad» (Cart. ap. Novo millennio ineunte, 50).
Hoy me habéis regalado un bonito icono de Jesús Buen Samaritano. Ese desdichado de la parábola evangélica, robado y dejado medio muerto al lado del camino, puede ser otra imagen dramática de Siria, agredida, robada y abandonada medio muerta al margen del camino.
Pero no olvidada y abandonada por Cristo, el Buen Samaritano, y por tantos buenos samaritanos: personas, asociaciones, instituciones. Algunos cientos de estos buenos samaritanos, entre los cuales algunos voluntarios, han perdido la vida socorriendo al prójimo. A ellos va todo nuestro reconocimiento.
En le Encíclica Fratelli tutti he escrito: «La historia del buen samaritano se repite: se torna cada vez más visible que la desidia social y política hace de muchos lugares de nuestro mundo un camino desolado, donde las disputas internas e internacionales y los saqueos de oportunidades dejan a tantos marginados, tirados a un costado del camino» (n. 71). E invitaba a reflexionar: «Todos tenemos responsabilidad sobre el herido que es el pueblo mismo y todos los pueblos de la tierra» (n. 79).
Frente a tantas y graves necesidades, todos sentimos el límite de nuestras posibilidades de intervención. Nos sentimos un poco como los discípulos de Jesús frente a la numerosa multitud a la que alimentar: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tantos?» (Jn 6,5-9). Una gota de agua en el desierto, podríamos decir. Sin embargo, incluso el pedregoso desierto sirio, tras las primeras lluvias de la primavera, se cubre con un manto verde. ¡Muchas pequeñas gotas, muchas briznas de hierba!
Queridos, os doy las gracias por vuestro trabajo y os bendigo de corazón. ¡Id adelante! ¡Que los enfermos puedan ser curados, que la esperanza pueda renacer, que el desierto pueda reflorecer! Lo pido a Dios por vosotros y con vosotros. Y, por favor, no os olvidéis de rezar también por mí. Gracias.
(Después de la bendición)
Esta será la imagen, de este padre sirio que huye con el hijo, que a mí me ha hecho venir a la mente cuando San José tuvo que huir a Egipto: no se fue en carruaje, no, estaba así, huyendo precariamente.
El original de esta imagen me la regaló el autor que es un artista piamontés; yo quisiera ofrecérosla a vosotros para que mirando a este padre sirio y a su hijo penséis en esta huida a Egipto de cada día, de este pueblo que sufre tanto.
Gracias.