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El Reportaje
La experiencia de cuatro clarisas

El primer monasterio ecosostenible

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03 septiembre 2022

Mirándolas hoy, a la sombra de la bandera de la paz ondeando frente a la iglesia de madera de abeto, la imagen de las clarisas de Lecce es casi un ícono. Son la imagen de una elección de vida sostenible en un momento en que la necesidad de proteger el medio ambiente parece quedar suspendida frente a un ambiente agresivo cebado por guerras y violencia. Son la imagen de una vocación religiosa que se ha dejado interpelar por las preguntas que la vida ha ido planteando; de una habilidad muy femenina que es la de lanzarse por los caminos imaginativos de la Providencia.

Hablamos del primer monasterio de Italia totalmente respetuoso con el medio ambiente que se encuentra en las afueras de Lecce, a tres kilómetros del centro histórico. Es todo blanco y alberga las celdas de las religiosas, una pequeña casa para huéspedes, un taller, un salón y dos refectorios que se asoman a la iglesia, recordando la arquitectura de casas de la zona, en un terreno de nueve hectáreas, entre árboles jóvenes y caminos de piedras blancas y plantas de lavanda. Aquí viven cuatro religiosas, Celeste, Marilù, Ilenia y Romina, todas con más o menos cincuenta años. Son vocaciones nacidas en la Iglesia de Apulia, en el seno de Acción Católica. Hace veinte años nunca hubieran imaginado encontrarse aquí, en este lugar donde el claustro es una puerta abierta a la Creación que además acoge a los peregrinos que llegan en busca de un espacio de silencio y oración.

La historia de las Hermanas de Santa Clara en este lugar está marcada por la instalación una planta de distribución de metano. “Nuestro monasterio nació en el siglo XVII, en Soleto. Desde entonces siempre hemos tenido vocaciones. Hasta hace veinte años, muchas chicas han pedido entrar, incluidas algunas albanesas”. A finales del año 2000, “se instaló la planta para la metanización en el perímetro del monasterio. Y en poco tiempo aparecieron muchas grietas en las paredes”.

Las monjas que llevaban 60 años allí, algunas hasta de 90 años, se vieron obligadas a hacer las maletas a toda prisa y buscar “un alojamiento temporal en unos días”, explica Celeste, la responsable de la comunidad. La frase no se elige al azar. De hecho, es una de las expresiones más famosas de Don Tonino Bello, obispo santo de Apulia, que sonríe en una fotografía de las paredes del monasterio y a quien Celeste tuvo como párroco cuando era niña en Tricase.

En la luminosa sala, donde el calor exterior se mantiene a raya gracias a las paredes de madera, la historia sigue con un zumo de fresa y limón en la mano, producto de la pequeña huerta. “Después del abandono precipitado del monasterio, fuimos acogidas en una casa de retiro en la diócesis de Otranto. Luego los frailes franciscanos nos ofrecieron un antiguo convento deshabitado, en San Simone, diócesis de Nardò-Gallipoli. Pero añorábamos la diócesis de origen, donde nuestra comunidad era la única presencia monástica”. El vínculo con la ciudad es fuerte porque los mártires de Otranto, canonizados en 2013, subieron a los altares gracias a la curación milagrosa de una de sus hermanas, gravemente enferma, y por quien rezó la comunidad en 1980 durante una peregrinación de la urna de los Mártires. Ellos le concedieron la gracia de la sanación.

Así en 2008, después de seis años regresaron a su diócesis de origen en Otranto, a un convento de los Frailes Mínimos. “Desde hace un tiempo, habíamos pensado en establecer pequeñas comunidades en otros sitios. En 2003 nació una primera en Shkoder, con cuatro hermanas albanesas y tres italianas. Estábamos buscando casa para otra fundación en Apulia. No habíamos considerado Lecce, pero al final, la ciudad nos ofreció todas las condiciones para la realización de este proyecto”. En 2010, el obispo Domenico Umberto D'Ambrosio puso a disposición de las Hermanas Clarisas una parte de un edificio del siglo XVI en el centro histórico de la ciudad. “Fue un préstamo gratuito en el local donde antes estaba la Cáritas diocesana. Todo un desafío”. Sin espacios verdes, entre los esplendores del barroco y las idas y venidas de los turistas, las monjas que se trasladan allí se plantean cómo será su vida de oración y silencio en el corazón de la vida nocturna de Lecce. En una zona donde conviven, como en otros centros históricos, “las casas de gente muy adinerada y las casuchas de gente muy pobre de todas las procedencias”.

El edificio donde vive la pequeña comunidad se encuentra detrás de la catedral, en la misma calle donde hay viviendas municipales para familias desfavorecidas. “Nada más llegar nos convertimos en un referente. Muchos pensaron que se había reactivado el servicio de Cáritas en ese edificio. Así, empezamos a entablar relaciones con los vecinos de la zona”. Una de las salas de la comunidad se habilitó como centro de acogida y otra se utilizó como capilla. “Seguramente, vivir nuestra jornada monástica mientras en los edificios de enfrente las familias colgaban la ropa, discutían o comían, nos ayudó a encarnar la oración”. Eran las situaciones cotidianas que las monjas encomendaban en su oración. También otras terribles como es caso de dos jóvenes suicidas, la desgracia de las personas alcohólicas o el drama de los jóvenes con problemas de drogas. O a los inmigrantes a los que abrieron sus puertas y les ayudaron a regresar a su casa, en la otra orilla del Mediterráneo, gracias a su mediación con las instituciones.

En medio de esa cotidianidad, la comunidad vivió dos hechos sorprendentes. “Dos personas llamaron a nuestra puerta una noche. Se presentaron como pareja, eran una mujer polaca y un italiano con discapacidad. Nos dijeron que formaban parte de una familia noble y que les habían robado las maletas y todas sus pertenencias. Querían que los alojásemos”. Las monjas aceptaron sin hacer más preguntas. Les comentaron que su sueño era vivir en un convento en otro lugar, en contacto con la naturaleza. Al cabo de una semana, la pareja se marchó muy agradecida del convento no sin antes dejar a las hermanas un cuantioso cheque, un presunto regalo de la madre del hombre. En cualquier caso, las religiosas no se hicieron ilusiones y estaban en lo cierto. El cheque no tenía fondos. Sin embargo, tan solo dos días después, un amigo banquero jubilado les dio una noticia increíble: “Nos dijo que dos hermanas ricas de Lecce querían hacer una donación en forma de terrenos y dinero. La cuantía del primer cheque de las benefactoras, Dolores y Teresa Magliola, se correspondía con la suma del falso dejado por la extraña pareja. El terreno estaba en las afueras de la ciudad, en una zona rural, en la carretera del Adriático que conduce a Torre Chianca. Las monjas pensaron enseguida “en un proyecto en sintonía con lo que el Señor nos pedía y, de acuerdo con la sencillez de las casas de madera en Albania, sentimos la necesidad de tener un hogar que cuidara de la Casa Común”.

Para construir su nuevo convento, acudieron a un estudio arquitectónico de Verona recomendado por un fraile misionero franciscano de Albania, donde las Clarisas habían vivido un tiempo en unos edificios prefabricados de madera, en el pueblo de Shkoder. “Era el lugar más franciscano donde habíamos estado”. De esa experiencia nació la idea del actual monasterio. “Queríamos traducir nuestra forma de vida, -oración, trabajo, fraternidad, hospitalidad-, en una estructura que pudiera decir algo a la gente de hoy. En sintonía con lo que dice el Papa Francisco en Laudato Si'”. Leña, energía fotovoltaica, sin instalación de gas y muy poca calefacción, tampoco aire acondicionado. Los antaño terrenos baldíos albergan ahora algarrobos, encinas, cipreses, chopos, pinos, acacias, tilos y arbustos de matorral mediterráneo, algunos de ellos dedicados a los difuntos o a los recién nacidos gracias a la campaña “Regálate un árbol”.

También hay una huerta de granados, membrillos y otros frutos. Es pequeña, dicen las hermanas, “porque queremos evitar la mentalidad de explotar los árboles, que se centra en su aspecto productivo y rentable, más que en la gratuidad de belleza y salud que nos regalan”. Y mientras esperan el crecimiento de sus árboles, llega fruta donada por los lugareños para hacer mermeladas que luego venden, así como licores. Los grandes espacios al aire libre son perfectos para las vigilias de las tardes de agosto dedicadas a Santa Clara, para la oración por la paz o para las reuniones de grupo. O simplemente para tomar un poco de aire fresco y luego sumergirse en la oración personal. “Es un lugar que regala el oxígeno de la Palabra y de la Creación”, explica Celeste. Sí, porque el claustro de hoy ha sustituido las rejas por árboles y arbustos de lavanda. Un espacio verde en nombre de la convivencia entre la persona y el entorno, en un intento de restaurar la armonía de la Creación.

de Vittoria Prisciandaro
Periodista Periódico San Paolo, «Credere» y «Jesus»