La alegría cristiana «está unida a una experiencia de paz que permanece en el corazón incluso cuando estamos rodeados de pruebas y aflicciones». Así lo indicó el Papa Francisco, en la tarde del 28 de julio, en la catedral de Notre Dame de Quebec, durante la celebración de las vísperas con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, seminaristas y agentes pastorales. Publicamos a continuación la homilía completa.
Queridos hermanos obispos, queridos sacerdotes y diáconos, consagradas, consagrados, seminaristas y agentes pastorales: ¡Buenas tardes!
Agradezco a Monseñor Poisson las palabras de bienvenida que me ha dirigido, los saludo a todos ustedes, especialmente a los que tuvieron que recorrer un camino largo para poder llegar, ¡las distancias en vuestro país son realmente enormes! Por eso, ¡gracias! Estoy contento de encontrarme con ustedes.
Es significativo que nos encontremos en la Basílica de Notre-Dame de Quebec, catedral de esta Iglesia particular, sede primada del Canadá, cuyo primer obispo, san François de Laval, abrió el Seminario en 1663 y durante todo su ministerio se dedicó a la formación de los sacerdotes. De los “ancianos”, es decir, de los presbíteros, nos habló la Lectura breve que hemos escuchado. San Pedro nos ha exhortado: «Apacienten el rebaño de Dios que les ha sido confiado; velen por él, no forzada, sino espontáneamente» (1 p 5,2). Mientras estamos aquí reunidos como Pueblo de Dios, recordemos que Jesús es el Pastor de nuestra vida, que cuida de nosotros porque nos ama verdaderamente. A nosotros, pastores de la Iglesia, se nos pide esa misma generosidad para apacentar el rebaño, para que pueda manifestarse la solicitud de Jesús por todos y su compasión por las heridas de cada uno.
Y precisamente porque somos signo de Cristo, el apóstol Pedro nos exhorta: apacienten el rebaño, guíenlo, no dejen que se pierda mientras ustedes se ocupan de los propios asuntos. Cuídenlo con dedicación y ternura. Y ―agrega― háganlo “espontáneamente”, no de manera forzada, no como un deber, no como religiosos asalariados o funcionarios de lo sagrado, sino con corazón de pastores, con entusiasmo. Si nosotros lo miramos a Él, Buen Pastor, antes que a nosotros mismos, descubriremos que estamos custodiados con ternura y sentiremos la cercanía de Dios. De aquí nace la alegría del ministerio y, antes aún, la alegría de la fe; no de ver lo que nosotros somos capaces de hacer, sino de saber que Dios está cerca, que nos amó primero y nos acompaña cada día.
Esta, hermanos y hermanas, es nuestra alegría; no es una alegría fácil, esa que a menudo nos propone el mundo, ilusionándonos con fuegos artificiales; esta alegría no está ligada a riquezas y seguridades; tampoco está ligada a la persuasión de que en la vida nos irá siempre bien, sin cruces ni problemas. La alegría cristiana, en cambio, está unida a una experiencia de paz que permanece en el corazón incluso cuando estamos rodeados de pruebas y aflicciones, porque sabemos que no estamos solos, sino acompañados de un Dios que no es indiferente a nuestra suerte. Así como cuando el mar está agitado, que en la superficie aparece turbulento y en la profundidad permanece sereno y tranquilo. Esta es la alegría cristiana: un don gratuito, la certeza de sabernos amados, sostenidos, abrazados por Cristo en cada situación de la vida. Porque es Él quien nos libera del egoísmo y del pecado, de la tristeza de la soledad, del vacío interior y del miedo, dándonos una mirada nueva de la vida, una mirada nueva de la historia: «Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1).
Y entonces sí podemos preguntarnos: ¿cómo va nuestra alegría? ¿Cómo va mi alegría? Nuestra Iglesia, ¿expresa la alegría del Evangelio? En nuestras comunidades, ¿hay una fe que atrae por la alegría que comunica? Si queremos afrontar estas cuestiones en su raíz, no podemos menos que reflexionar sobre aquello que, en la realidad de nuestro tiempo, hace peligrar la alegría de la fe y amenaza con oscurecerla, poniendo seriamente en crisis la experiencia cristiana. Pensamos entonces inmediatamente en la secularización, que desde hace tiempo ha transformado el estilo de vida de las mujeres y de los hombres de hoy, dejando a Dios casi en el trasfondo, como desaparecido del horizonte. Pareciera que su Palabra ya no es una brújula de orientación para la vida, para las opciones fundamentales, para las relaciones humanas y sociales. Pero debemos hacer rápidamente una aclaración: cuando observamos la cultura en la que estamos inmersos, sus lenguajes y sus símbolos, es necesario estar atentos a no quedar prisioneros del pesimismo y del resentimiento, dejándonos llevar por juicios negativos o nostalgias inútiles. Hay, en efecto, dos miradas posibles respecto al mundo en que vivimos: una la llamaría “mirada negativa” y la otra “mirada que discierne”.
La primera, la mirada negativa, nace con frecuencia de una fe que, sintiéndose atacada, se concibe como una especie de “armadura” para defenderse del mundo. Acusa la realidad con amargura, diciendo: “el mundo es malo, reina el pecado”, y así corre el peligro de revestirse de un “espíritu de cruzada”. Prestemos atención a esto, porque no es cristiano; de hecho, no es el modo de obrar de Dios, el cual ―nos recuerda el Evangelio― «amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16). El Señor, que detesta la mundanidad, tiene una mirada buena sobre el mundo. Él bendice nuestra vida, dice bien de nosotros y de nuestra realidad, se encarna en las situaciones de la historia no para condenar, sino para hacer brotar la semilla del Reino precisamente ahí donde parecería que triunfan las tinieblas. Si nos detenemos en una mirada negativa, por el contrario, acabaremos por negar la encarnación porque, más que encarnarnos en la realidad, huiremos de ella. Nos cerraremos en nosotros mismos, lloraremos nuestras pérdidas, nos lamentaremos continuamente y caeremos en la tristeza y en el pesimismo: tristeza y pesimismo nunca vienen de Dios. En cambio, estamos llamados a tener una mirada semejante a la de Dios, que sabe distinguir el bien y se obstina en buscarlo, en verlo y en alimentarlo. No es una mirada ingenua, sino una mirada que discierne la realidad.
Para afinar nuestro discernimiento sobre el mundo secularizado, dejémonos inspirar por lo que escribió san Pablo vi , en la Evangelii nuntiandi, exhortación apostólica que todavía hoy tiene vigencia. Para él, la secularización es «un esfuerzo, en sí mismo justo y legítimo, no incompatible con la fe y la religión» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 55), para descubrir las leyes de la realidad y de la misma vida humana dadas por el Creador. Dios, en efecto, no nos quiere esclavos sino hijos, no quiere decidir en nuestro lugar ni oprimirnos con un poder sagrado en un mundo gobernado por leyes religiosas. No, Él nos ha creado libres y nos pide que seamos personas adultas, personas responsables en la vida y en la sociedad. Otra cosa ―distinguía San Pablo vi ― es el secularismo, una concepción de vida que separa totalmente del vínculo con el Creador, de modo que se vuelve «superfluo y hasta un obstáculo» y se generan «nuevas formas de ateísmo» sutiles y variadas: «una civilización del consumo, el hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones de todo género» (ibíd.). A nosotros como Iglesia, sobre todo como pastores del Pueblo de Dios, como pastores, como consagradas, como consagrados, diáconos, seminaristas, como agentes de pastoral, a todos nosotros nos toca saber hacer estas distinciones, discernir. Si cedemos a la mirada negativa y juzgamos de modo superficial, corremos el riesgo de transmitir un mensaje equivocado, como si detrás de la crítica sobre la secularización estuviera, por parte nuestra, la nostalgia de un mundo sacralizado, de una sociedad de otros tiempos en la que la Iglesia y sus ministros tenían más poder y relevancia social. Y esta es una perspectiva equivocada.
En cambio, como advierte un gran estudioso de estos temas, el problema de la secularización, para nosotros cristianos, no debe ser la menor relevancia social de la Iglesia o la pérdida de riquezas materiales y privilegios; más bien, esta nos pide que reflexionemos sobre los cambios de la sociedad, que han influido en el modo en el que las personas piensan y organizan la vida. Si nos detenemos en este aspecto, nos damos cuenta de que no es la fe la que está en crisis, sino ciertas formas y modos con los que anunciamos. Por eso, la secularización es un desafío a nuestra imaginación pastoral, es «la oportunidad para recomponer la vida espiritual en nuevas formas y también para nuevas maneras de existir» (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). De este modo, mientras la mirada que discierne nos hace ver las dificultades que tenemos en transmitir la alegría de la fe, a la vez nos estimula a volver a encontrar una nueva pasión por la evangelización, a buscar nuevos lenguajes, a cambiar algunas prioridades pastorales e ir a lo esencial.
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos anunciar el Evangelio para dar a los hombres y a las mujeres de hoy la alegría de la fe. Pero este anuncio no se hace principalmente con palabras, sino por medio de un testimonio rebosante de amor gratuito, tal como Dios hace con nosotros. Es un anuncio que pide encarnarse en un estilo de vida personal y eclesial que pueda reavivar el deseo del Señor, infundir esperanza, transmitir confianza y credibilidad. Y sobre esto me permito, en espíritu fraterno, proponerles tres desafíos que ustedes podrán llevar adelante en la oración y en el servicio pastoral.
El primero de los desafíos: dar a conocer a Jesús. En los desiertos espirituales de nuestro tiempo, generados por el secularismo y la indiferencia, es necesario volver al primer anuncio. Lo repito: es necesario volver al primer anuncio. No podemos presumir de comunicar la alegría de la fe presentando aspectos secundarios a quienes todavía no han abrazado al Señor en sus vidas, o bien sólo repitiendo ciertas prácticas, o reproduciendo formas pastorales del pasado. Es necesario encontrar nuevos caminos para anunciar el corazón del Evangelio a cuantos todavía no han encontrado a Cristo. Y esto presupone una creatividad pastoral para llegar a las personas allá donde viven, no esperando que vengan, allá donde viven, descubriendo ocasiones de escucha, de diálogo y de encuentro. Es necesario volver a lo esencial, es necesario volver al entusiasmo de los Hechos de los Apóstoles, a la belleza de sentirnos instrumentos de la fecundidad del Espíritu hoy. Es necesario volver a Galilea, es la cita de Jesús Resucitado, que vayan a Galilea, para, permítaseme la palabra, recomenzar después del fracaso. Volver a Galilea. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea, la del primer anuncio. Recuperar esa memoria.
Pero para anunciar el Evangelio también es necesario ser creíbles. Y este es el segundo desafío: el testimonio. El Evangelio se anuncia de modo eficaz cuando la vida es la que habla, la que revela esa libertad que hace libres a los demás, esa compasión que no pide nada a cambio, esa misericordia que habla de Cristo sin palabras. La Iglesia en Canadá, después de haber sido herida y desolada por el mal que perpetraron algunos de sus hijos, ha comenzado un nuevo camino. Pienso en particular en los abusos sexuales cometidos contra menores y personas vulnerables, crímenes que requieren acciones fuertes y una lucha irreversible. Yo quisiera, junto con ustedes, pedir nuevamente perdón a todas las víctimas. El dolor y la vergüenza que experimentamos debe ser ocasión de conversión, ¡nunca más! Y, pensando en el camino de sanación y reconciliación con los hermanos y las hermanas indígenas, que la comunidad cristiana no se deje contaminar nunca más por la idea de que existe una cultura superior a otras y que es legítimo usar medios de coacción contra los demás. Recuperemos el ardor misionero de vuestro primer obispo, san François de Laval, que se enfrentó contra todos los que degradaban a los indígenas induciéndolos a consumir bebidas para engañarlos. No permitamos que ninguna ideología enajene y confunda los estilos y las formas de vida de nuestros pueblos para intentar doblegarlos y dominarlos. Que los nuevos progresos de la humanidad sean asimilables en su identidad cultural con las claves de la cultura.
Pero para acabar con esta cultura de la exclusión es necesario que empecemos nosotros: los pastores, que no se sientan superiores a los hermanos y a las hermanas del Pueblo de Dios; que los consagrados vivan la fraternidad y la libertad de la obediencia en comunidad; los seminaristas que se dispongan a ser servidores dóciles y disponibles y los agentes pastorales no conciban su servicio como poder. Se empieza desde aquí. Ustedes son los protagonistas y los constructores de una Iglesia diferente: humilde, afable, misericordiosa, una Iglesia que acompaña los procesos, que trabaja decidida y serenamente en la inculturación, que valora a cada uno y a cada diversidad cultural y religiosa. ¡Demos este testimonio!
Por último, el tercer desafío, la fraternidad. Primero, dar a conocer a Jesús; segundo, el testimonio; tercero, la fraternidad. La Iglesia será testigo creíble del Evangelio cuando sus miembros vivan más la comunión, creando ocasiones y espacios para que quienes se acerquen a la fe encuentren una comunidad acogedora, que sabe escuchar, que sabe entrar en diálogo, que promueve un buen nivel de relaciones. Así decía vuestro santo obispo a los misioneros: «A menudo una palabra amarga, una falta de paciencia, un rostro que rechaza destruirán en un momento lo que se había construido en mucho tiempo» (Instrucciones a los misioneros, 1668).
Se trata de vivir una comunidad cristiana que se convierte de este modo en escuela de humanidad, donde aprender a quererse como hermanos y hermanas, dispuestos a trabajar juntos por el bien común. De hecho, en el centro del anuncio evangélico está el amor de Dios, que transforma y hace capaces de comunión con todos y de servicio hacia todos. Un teólogo de esta tierra escribió: «El amor que Dios nos da desborda en un amor […] que es el que impulsa al buen samaritano a detenerse y hacerse cargo del viajero asaltado por los ladrones. Es un amor que no tiene fronteras, que busca el reino de Dios […] que es universal» (B. Lonergan, “The Future of Christianity”, en A Second Collection: Papers by Bernard f.j. Lonergan s.j. , Londres 1974, 154). La Iglesia está llamada a encarnar este amor sin fronteras para construir el sueño que Dios tiene para la humanidad: que todos seamos hermanos. Preguntémonos, ¿cómo va la fraternidad entre nosotros? Los obispos entre ellos y con los sacerdotes, los sacerdotes entre ellos y con el Pueblo de Dios, ¿somos hermanos o rivales divididos en partidos? Y, ¿cómo están nuestras relaciones con los que no son “de los nuestros”, con los que no creen, con los que tienen tradiciones y costumbres diferentes? Este es el camino: promover relaciones de fraternidad con todos, con los hermanos y las hermanas indígenas, con cada hermana y hermano que encontramos, porque en el rostro de cada uno se refleja la presencia de Dios.
Estos son, queridos hermanos y hermanas, solamente algunos desafíos. No olvidemos que sólo podemos llevarlos adelante con la fuerza del Espíritu, que siempre debemos invocar en la oración. Pero no dejemos entrar en nosotros el espíritu del secularismo, pensando que podemos crear proyectos que funcionan por sí mismos y sólo con las fuerzas humanas, sin Dios. Es una idolatría esta, la idolatría de los proyectos sin Dios. Y, por favor, no nos encerremos en el “retroceso”, ¡sigamos adelante con alegría!
Pongamos en práctica estas palabras que dirigimos a san François de Laval:
Tú fuiste el hombre del compartir,
visitando a los enfermos, vistiendo a los pobres,
combatiendo por la dignidad de los pueblos originarios,
sosteniendo a los misioneros cansados,
siempre pronto a tender la mano a los que estaban peor que tú.
Cuántas veces tus proyectos fueron destrozados,
pero siempre, tú los pusiste de nuevo en pie.
Tú habías entendido que la obra de Dios no es de piedra,
y que, en esta tierra de desánimo,
era necesario un constructor de esperanza.
Les agradezco todo lo que hacen, los bendigo de corazón. Y, por favor, sigan rezando por mí.