La misa en el santuario nacional de Santa Ana de Beaupré

La sanación del corazón para ser instrumentos de reconciliación y de paz

 La sanación del corazón para ser instrumentos de reconciliación y de paz  SPA-030
29 julio 2022

La “misa por la reconciliación” fue celebrada por el Papa Francisco el jueves 28 de julio en la basílica de Santa Ana de Beaupré, el santuario nacional que se encuentra en el municipio del mismo nombre a unos treinta kilómetros de Quebec.

El viaje de los discípulos de Emaús, al final del Evangelio de san Lucas, es una imagen de nuestro camino personal y del camino de la Iglesia. En el curso de la vida —y de la vida de fe—, mientras llevamos adelante los sueños, los proyectos, las ilusiones y las esperanzas que viven en nuestro corazón, enfrentamos también nuestras fragilidades y debilidades, experimentamos derrotas y desilusiones, y tantas veces quedamos bloqueados por un sentimiento de fracaso que nos paraliza. Pero el Evangelio nos anuncia que, precisamente en ese momento, no estamos solos, el Señor sale a nuestro encuentro, se pone a nuestro lado, recorre nuestro mismo camino con la discreción de un transeúnte amable que nos quiere abrir los ojos y hacer arder nuestro corazón. Así, cuando las decepciones dejan espacio al encuentro con el Señor, la vida vuelve a nacer a la esperanza y podemos reconciliarnos, con nosotros mismos, con los hermanos y con Dios.

Sigamos entonces el itinerario de este camino que podemos titular: del fracaso a la esperanza.

En primer lugar está el sentimiento de fracaso, que anida en el corazón de estos dos discípulos después de la muerte de Jesús. Habían perseguido un sueño con entusiasmo. En Jesús habían puesto todas sus esperanzas y sus deseos. Ahora, después de la escandalosa muerte en la cruz, le dan la espalda a Jerusalén para volver a casa, a la vida de antes. El suyo es un viaje de regreso, como queriendo olvidar aquella experiencia que ha llenado de amargura sus corazones, aquel Mesías condenado a muerte como un delincuente en la cruz. Vuelven a casa abatidos, «con el semblante triste» (Lc 24,17). Las expectativas que se habían creado quedaron en nada, las esperanzas en las que creyeron se desmoronaron, los sueños que habrían querido realizar dejaron paso a la desilusión y a la amargura.

Esta experiencia que atañe también a nuestra vida y, del mismo modo, al camino espiritual, en todas las ocasiones en las que nos vemos obligados a redimensionar nuestras expectativas y aprender a convivir con la ambigüedad de la realidad, con las sombras de la vida y con nuestras debilidades. Es algo que nos sucede cada vez que nuestros ideales afrontan las decepciones de la vida y nuestros planes caen en el olvido por culpa de nuestras fragilidades; cuando empezamos proyectos de bien pero no tenemos capacidad de llevarlos a cabo (cf. Rm 7,18); cuando en las actividades que nos ocupan o en nuestras relaciones experimentamos —antes o después— una derrota, un error, un revés, una caída. Esto sucede mientras vemos derrumbarse aquello en lo que creímos o con lo que nos comprometimos y también cuando nos sentimos bajo el peso de nuestro pecado y del sentimiento de culpa.

Y esto es lo que les sucedió a Adán y Eva como oímos en la primera Lectura, su pecado no sólo los alejó de Dios, sino que los distanció el uno del otro. No hacían más que acusarse mutuamente. Y lo vemos también en los discípulos de Emaús, cuyo malestar por haber visto derrumbarse el proyecto de Jesús sólo les dejaba espacio para una discusión estéril. Lo mismo se puede verificar en la vida de la Iglesia: esa comunidad de los discípulos del Señor que representan los dos de Emaús. A pesar de ser la comunidad del Resucitado, podemos encontrarla vagando perdida y desilusionada ante el escándalo del mal y de la violencia del Calvario. No le queda entonces otra opción que tomar en mano el sentimiento de fracaso y preguntarse: ¿qué ha pasado?, ¿por qué ha sucedido?, ¿cómo ha podido ocurrir?

Hermanos y hermanas, son preguntas que cada uno de nosotros se hace a sí mismo; y son también cuestiones candentes que resuenan en el corazón de la Iglesia que peregrina en Canadá, en este arduo camino de sanación y reconciliación que está realizando. También nosotros, ante el escándalo del mal y ante el Cuerpo de Cristo herido en la carne de nuestros hermanos indígenas, nos hemos sumergido en la amargura y sentimos el peso de la caída. Permítanme que me una espiritualmente a la multitud de peregrinos que suben la “Scala Santa”, que evoca la subida de Jesús al pretorio de Pilatos, y acompañarlos como Iglesia en estas preguntas que nacen del corazón lleno de dolor: ¿Por qué sucedió todo esto? ¿Cómo pudo ocurrir algo así en la comunidad de los seguidores de Jesús?

En este punto, debemos estar atentos a la tentación de la huida, que está presente en los dos discípulos del Evangelio. Huir, deshacer el camino, escapar del lugar donde ocurrieron los hechos, intentar que desaparezcan, buscar un “lugar tranquilo” como Emaús con tal de olvidarlos. No hay nada peor, ante los reveses de la vida, que huir para no afrontarlos. Es una tentación del enemigo, que amenaza nuestro camino espiritual y el camino de la Iglesia; nos quiere hacer creer que la derrota es definitiva, quiere paralizarnos con la amargura y la tristeza, convencernos de que no hay nada que hacer y que por tanto no merece la pena encontrar un camino para volver a empezar.

Sin embargo, el Evangelio nos revela que, precisamente en las situaciones de desengaño y de dolor, justamente cuando experimentamos atónitos la violencia del mal y la vergüenza de la culpa, cuando el río de nuestra vida se seca a causa del pecado y del fracaso, cuando desnudos de todo nos parece que ya no nos queda nada, precisamente allí es cuando el Señor sale a nuestro encuentro y camina con nosotros. En el camino de Emaús, Él se acerca con discreción para acompañar y compartir con esos discípulos entristecidos sus pasos resignados. Y, ¿qué hace? No ofrece palabras genéricas de aliento o de circunstancia, ni tampoco consolaciones fáciles, sino que, desvelando en las Sagradas Escrituras el misterio de su muerte y su resurrección, ilumina la historia y los acontecimientos que han vivido. De ese modo, abre los ojos de ellos para ver las cosas con una nueva mirada. También nosotros que compartimos la Eucaristía en esta Basílica podemos releer muchos acontecimientos de la historia. En este mismo lugar hubo ya tres templos, pero también hubo personas que no se echaron atrás ante las dificultades, y fueron capaces de volver a soñar a pesar de sus errores y los de los demás. Así, cuando hace cien años un incendio devastó el santuario, ellos no se dejaron vencer, construyendo este templo con valor y creatividad. Y todos los que comparten la Eucaristía desde las cercanas Llanuras de Abraham, también pueden percibir el ánimo de aquellos que no se dejaron secuestrar por el odio de la guerra, de la destrucción y del dolor, sino que supieron proyectar de nuevo una ciudad y un país.

Finalmente, ante los discípulos de Emaús, Jesús parte el pan, abriéndoles los ojos y mostrándose una vez más como Dios de amor que ofrece la vida por sus amigos. De este modo, los ayuda a retomar el camino con alegría, a recomenzar, a pasar del fracaso a la esperanza. Hermanos y hermanas, el Señor quiere también hacer lo mismo con cada uno de nosotros y con su Iglesia. ¿Cómo pueden abrirse de nuevo nuestros ojos?, ¿cómo puede nuestro corazón inflamarse por el Evangelio una vez más? ¿Qué hacer mientras nos afligimos por las distintas pruebas espirituales y materiales, mientras buscamos el camino hacia una sociedad más justa y fraterna, mientras deseamos recuperarnos de nuestras decepciones y cansancios, mientras esperamos sanarnos de las heridas del pasado y reconciliarnos con Dios y entre nosotros?

Sólo hay un camino, una sola vía, es la vía de Jesús, ese camino que es Jesús mismo (cf. Jn 14,6). Creamos que Jesús se une a nuestro camino y dejémosle que nos alcance, dejemos que sea su Palabra la que interprete la historia que vivimos como individuos y como comunidad, y la que nos indique el camino para sanar y para reconciliarnos. Partamos con fe el Pan eucarístico, porque alrededor de la mesa podemos redescubrirnos hijos amados del Padre, llamados a ser todos hermanos. Jesús, partiendo el Pan, confirma el testimonio de las mujeres, a las que los discípulos no habían dado crédito, que ¡ha resucitado! En esta Basílica, donde recordamos a la madre de la Virgen María, y en la que se encuentra también la cripta dedicada a la Inmaculada Concepción, tenemos que resaltar el papel que Dios ha querido dar a la mujer en su plan de salvación. Santa Ana, la Santísima Virgen María, las mujeres de la mañana de Pascua nos indican un nuevo camino de reconciliación, la ternura materna de tantas mujeres nos puede acompañar —como Iglesia— hacia tiempos nuevamente fecundos, en los que dejemos atrás tanta esterilidad y tanta muerte, y colocar en el centro a Jesús, el Crucificado Resucitado.

De hecho, en el centro de nuestras preguntas, de los trabajos que llevamos dentro, de la misma vida pastoral, no podemos ponernos a nosotros mismos y nuestras frustraciones, debemos ponerlo a Él, al Señor Jesús. En el corazón de cada cosa pongamos su Palabra, que ilumina los eventos y nos restituye ojos para ver la presencia eficaz del amor de Dios y la posibilidad del bien incluso en las situaciones aparentemente perdidas. Pongamos, igualmente, el Pan de la Eucaristía, que Jesús parte todavía para nosotros hoy, para compartir su vida con la nuestra, abrazar nuestras debilidades, sostener nuestros pasos cansados y sanar nuestro corazón. Y, reconciliados con Dios, con los otros y con nosotros mismos, podremos también ser instrumentos de reconciliación y de paz en la sociedad en la que vivimos.

Señor Jesús, nuestro camino, nuestra fuerza y consolación, nos dirigimos a ti como los discípulos de Emaús: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde» (Lc 24,29). Quédate con nosotros, Señor, cuando declina la esperanza y cae la noche oscura de la decepción. Quédate con nosotros porque contigo, Jesús, nuestro camino toma una nueva dirección y desde los callejones sin salida de la desconfianza renace el asombro de la alegría. Quédate con nosotros, Señor, porque contigo la noche del dolor se cambia en alba radiante de vida. Simplemente decimos: quédate con nosotros, Señor, porque si Tú caminas a nuestro lado el fracaso se abre a la esperanza de una vida nueva. Amén.