MUJERES IGLESIA MUNDO

Rosemary Goldie desde los ojos de una teóloga que la conocía bien

Una “reliquia” gigante
del Concilio

 Una “reliquia” gigante  del Concilio  DCM-007
02 julio 2022

Hace sesenta años, el 11 de octubre de 1962, comenzaba el Concilio Vaticano II. La Secretaría de Estado había enviado invitaciones a 85 cardenales, 8 patriarcas, 533 arzobispos, 2.131 obispos, 26 abades, 68 religiosos, además de secretarios, expertos y consultores. En la ceremonia inaugural participaron 2.540 de los 2.908 convocados. “¿Dónde está la otra mitad de la Iglesia?”. Es el 22 de octubre de 1963 cuando el cardenal belga Léon-Joseph Suenens plantea así la cuestión de la presencia de la mujer en el Concilio Vaticano II. Pablo VI recogió el guante y el 8 de septiembre de 1964 anunció que habría un grupo de mujeres en el Concilio, en concreto, 23, 10 religiosas y 13 laicas que serían auditoras. Significa que no podrían ni intervenir, ni hablar. Serían las “madres conciliares”. Entre ellas estaba Rosemary Goldie, una teóloga australiana, figura histórica para la Iglesia en muchos sentidos. Con su nombramiento en 1966 como subsecretaria del Consejo de los laicos, fue la primera mujer en ocupar un puesto de alto rango en la Curia Romana. En el libro “Mirar la teología del futuro. Desde los hombros de nuestros gigantes”, de Marinella Perroni y Brunetto Salvarani publicado por Claudiana, lo cuenta Cettina Militello, quien fue su discípula y amiga.


Si alguien le hubiera dicho que era una gigante, Rosemary Goldie habría sonreído y tal vez habría hecho algún comentario mordaz al más puro estilo anglosajón. Sí, porque, aunque australiana, quería ser parte de la cultura de una ya lejana madre patria. Me hizo sonreír cuando se llamó a sí misma “súbdita” de Isabel II. Rosemary realmente no era una gigante, sino más bien pequeña y menuda, al menos en apariencia. Por eso, el Papa Juan la llamaba “pequeñita”. Su tozudez sí que fue gigantesca. Tenía una clara conciencia de sí misma y de su misión y amblas las manejó con sabia firmeza. Ella misma narró su historia en un libro editado en Italia con el evocador título de From a Roman Window (Desde una ventana romana). La portada la muestra frente a la ventana de lo que ella llamó “su oficina”. La versión en inglés el texto es más amplio porque quería que sus compatriotas conocieran datos y eventos del catolicismo que no les eran tan familiares como a los italianos. Para empezar, lo que era un Concilio. Durante mucho tiempo ella misma fue considerada como “una reliquia del Concilio” por ser una de las 23 mujeres que tuvo el privilegio de participar como auditora laica. Como superviviente de aquella experiencia y de aquellos tiempos también acudió al Sínodo extraordinario de 1985 que celebró el vigésimo aniversario del Concilio.

Da Sidney a Roma

Rosemary, nacida en Manly cerca de Sydney, el 2 de febrero de 1916, fue la última de los cuatro hijos de la periodista neozelandesa Dulcie Deamer y de Albert Goldie, director de publicidad de la J.C. Williamson Theatre Company. La relación entre sus padres fue mal y ella terminó criándose con su abuela materna, Mabel Deamer, quien la inició en la fe. Las hermanas del colegio de Nuestra Señora de la Misericordia en Parramatta también contribuyeron a su formación. La relación con su madre, una personalidad bohemia en el Sydney de los años veinte, no fue fácil, más bien tortuosa porque había estado prácticamente ausente de la vida de su hija.

Después de completar sus estudios en Literatura inglesa y francesa en la Universidad de Sydney, Rosemary obtuvo una beca que la condujo hasta Europa en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. En París, en la Sorbona, fue alumna de Jacques Maritain. En Francia entró en contacto con Grial, una asociación de mujeres laicas católicas, y con Pax Christi Romana, una asociación internacional de estudiantes y licenciados católicos. Al regresar a Australia durante la guerra impulsó el nacimiento de ambas asociaciones a nivel local y al mismo tiempo obtuvo un Master of Arts que le permitió tener una breve experiencia docente. De nuevo, y gracias a otra beca, pudo volver a París para obtener un doctorado en literatura francesa, estudios que nunca completó. Después se marchó a Friburgo y trabajó para Pax Christi durante seis años.

Recaló en Roma en octubre de 1952 invitada por Vittorino Veronese, presidente de Acción Católica y entonces director general de la Unesco, para colaborar con el Secretariado de Copcial (Comité Permanente de los Congresos Internacionales para el Apostolado de los Laicos). Participó en el primer congreso el año anterior y trabajó en la preparación del segundo, una especie de asamblea general de la intelectualidad laica que se anticipaba así al Vaticano II.

El congreso de 1957 fue una clara señal de esa conciencia laical que tendría su carta magna en Apostolicam Actuositatem y que fue un preludio de esa readquisición de la categoría teológica de pueblo de Dios que la Lumen Gentium reconoció como previa de todos los bautizados, independientemente de las distinciones posteriores. Además de con Vittorino Veronese, en ese tiempo conoció al futuro cardenal Joseph Cardjin y a Giovanni Battista Montini, el futuro Pablo VI.

Teóloga pese a todo

Durante el Concilio Vaticano II, cuando se abrió la asistencia a los auditores laicos y cuando se consultó a la secretaría del Copcial, Rosemary Goldie participó en su elección y de este modo abrió la posibilidad de que las mujeres fueran incluidas entre los auditores. Me contaba cómo, vestidas de negro y con velo, las auditoras laicas estaban en un área reservada para ellas. Obviamente no tenían ni voz ni voto y, curiosamente, ni siquiera podían encontrarse con los demás padres o auditores en los descansos. Para las mujeres había un bar separado, solo para ellas.

Aunque a los auditores no les permitía hablar durante las sesiones públicas, no era así en el caso de los círculos de estudio. Rosemary Goldie participó activamente en el llamado “Grupo Ariccia”, aquel que llevó a buen término el esquema XIII, nuestra Gaudium et Spes. Le pregunté varias veces por qué dentro de ella y más en general en los textos del Concilio no había más espacio para la condena del sexismo o por qué no se había expresado más claramente sobre la igual dignidad de hombres y mujeres en la sociedad y en el Iglesia.

Respondió con franqueza: “Pensamos que la cuestión había quedado superada, que estaba de más hablar de ello”. […] Evidentemente, se engañaban a sí mismas, ¡y cómo! Sin embargo, Rosemary habría respondido a Yves Congar que quería incluir una referencia a las mujeres en Apostolicam Actuositatem comparándolas con la delicadeza de las flores y los rayos del sol: “Padre, deje a las flores. Lo que las mujeres quieren de la Iglesia es que se les reconozca como personas plenamente humanas”. [...]

Tras la celebración del III Congreso de la Copcial, tomó forma la idea de dar vida a un organismo en la Curia romana. Así fue como en 1967 se instituyó ad experimentum el Pontificio “Consilium de laicis” y Rosemary fue una de sus subsecretarias, un cargo en la Curia hasta ahora desempeñado solo por eclesiásticos. Ejerció esta tarea con dedicación y competencia hasta 1976 cuando el Motu Proprio Apostolatus peragendi puso fin al experimentum. Entonces el organismo fue devuelto a los estándares de la Curia con un eclesiástico como subsecretario. La tarde anterior a la promulgación, Rosemary fue informada por el Secretario de Estado de su nombramiento como profesora titular en el Instituto Pastoral de la Pontificia Universidad Lateranense. Comenzó a impartir un curso sobre el apostolado de los laicos. Rosemary, aunque lo cuenta de forma dulcificada, protestó enérgicamente a Pablo VI.

Entre otras cosas, el “Consilium” también cambió su nombre. Ya no era “de laicis”, sino “pro laicis”, es decir, estábamos ante un resurgimiento del paternalismo. De nuevo, se había purgado a las mujeres. En Desde una ventana romana, Rosemary señala cómo en su puesto, en el año 2.000, todavía no había ninguna mujer. Solo con la llegada del Papa Francisco fueron nombradas varias en distintas congregaciones. En realidad, los años setenta estuvieron marcados por posturas de Pablo VI que resultaron algo dolorosas, lo digo en sentido subjetivo y objetivo. Una de las cuestiones espinosas, sumida en la nada del prejuicio clerical, se refería a la mujer y su lugar en la Iglesia. Entre 1974 y 1975 Rosemary fue secretaria de la Comisión de Estudio sobre “La Mujer en la Iglesia y en la Sociedad” instituida por el Papa Pablo VI con la tarea de estudiar la función específica de la mujer en la sociedad, las relaciones hombre-mujer, la auténtica promoción de la mujer y la posición de la mujer en la Iglesia. Además, la Comisión participó en la preparación de actividades relacionadas con el Año Internacional de la Mujer en 1975. Rosemary hablaba de esta Comisión sin entrar en detalles, pero quedaba claro que la iniciativa había fracasado.

Es bien conocido cómo la Comisión no se puso de acuerdo y cómo al final se publicó un documento minoritario que no abordaba ni solucionaba ninguno de los problemas que se vislumbraban en el horizonte. Rosemary se hizo popular por enseñar teología a los laicos en el Instituto de Teología Pastoral, del que también era vicedirectora. La primera profesora fija en una universidad eclesiástica romana se encontró, como solía decir, enseñando una materia para la que no se había preparado profesionalmente, en un idioma que no era el suyo y que ni siquiera había estudiado con regularidad. Dejó oficialmente este cargo por edad en 1986, aunque continuó durante muchos años dirigiendo las tesis de los estudiantes de habla inglesa. Durante estos mismos años fue consultora del Pontificio Consejo para los Laicos y del Secretariado para la Unión de los Cristianos. También fue miembro de la delegación de la Santa Sede para las asambleas del Consejo Ecuménico de Iglesias en Uppsala (1968) y en Canberra (1991), y para la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer en Ciudad de México (1975).

Con paciencia completó la ordenación de su archivo en una oficina cada vez más estrecha, valiosísimo en la parte relativa al Concilio Vaticano II. Murió el 27 de febrero de 2010 en Randwick, en la casa de las Hermanitas de los Pobres que había elegido como residencia en 2002, la misma donde había muerto su madre treinta años antes. Admiraba mucho a las religiosas que la cuidaban. Me dijo: “¡Son capaces de hacernos bailar en la silla de ruedas!”. Benedicto XVI la visitó allí en 2008. Cabe señalar un último detalle. Rosemary Goldie no era feminista, diría que hasta el final siguió siendo una “mujer de la Curia”. Cuando se le preguntó a principios de la década de 1990 sobre la cuestión del ministerio, expresó personalmente su opinión favorable sobre el diaconado femenino a Juan Pablo II. Una opinión que no fue bienvenida. De hecho, a partir de ese momento ya no se la consultó como antes. Creo poder decir respecto a ella, teóloga a pesar de sí misma, que el sentido común y la vida van haciendo madurar en honestidad intelectual y en posiciones “feministas”. Para ella, como para otras pioneras, la discriminación nunca curada que las mujeres seguían afrontando en la Iglesia era intolerable. [...]

Una gran lealtad a la Iglesia

Las figuras gigantes también deben ser evaluadas por lo que nos han dejado. Las huellas de Rosemary -me refiero obviamente a la escritura- no son muchas. Tenemos el citado De una ventana romana y un ensayo sobre el heroísmo integral en la línea de Péguy. […] Es Pietro Doria en Tantum aurora est quien destaca cómo ella fue la más activa y prolífica entre los auditores del Vaticano II. Primera en la presencia y primera en proponer variantes verbalmente o por escrito tanto en relación con Apostolicam Actuositatem como en relación con Gaudium et Spes. Además, ella misma narra cómo de “auditora” pasó a ser “hablante” en el sentido de que se le pidió que hablara frente a los obispos, fuera del aula, por supuesto.

Y como esto suscitó estupor, como si se hubieran invertido los roles entre la jerarquía y los laicos, fue el futuro Juan Pablo I, Albino Luciani, entonces Patriarca de Venecia, quien tuvo que callar a los que intervinieron preocupados, -él era un asistente eclesiástico de Acción Católica-, con una carta que ella misma cita.

Personalmente me gustaría cerrar este escrito con la construcción del gigante que fue Rosemary refiriéndome a la palabra “Mujer” del Nuevo Diccionario de Liturgia. […] Rosemary no dio ningún giro “feminista” a pesar de que tenía muy claros los problemas de la liturgia. Unos años antes nos habríamos limitado a constatar cómo las mujeres constituyen gran parte de la asamblea litúrgica o habríamos subrayado su importancia en la oración de la iglesia comenzando por María y las santas vírgenes y mártires y excepcionalmente por las que no son “ni vírgenes ni mártires”. Pero el Vaticano II cambió la situación, subrayando cómo todos los miembros de la familia de Dios están llamados a una participación plena, fructífera y activa, incluidas las mujeres. Rápidamente se van cumpliendo las etapas del camino inclusivo a partir del Concilio. A esto le sigue un examen del papel litúrgico de la mujer en la Biblia y en la tradición. En lo que respecta al Nuevo Testamento, carece de las herramientas que poseemos hoy.

Y, sin embargo, da un amplio espacio a las diaconisas en la tradición oriental y plantea la cuestión de la ordenación sacerdotal de mujeres, aunque con interrogantes. Por un lado, surge la reivindicación de una mayor presencia y protagonismo de la mujer, de la que se hizo eco tanto el Sínodo de 1971 como la Comisión de Estudio encargada por Pablo VI dirigida por Monseñor Bartoletti. Y, por otro lado, solo puede recoger la opinión de Inter Insigniores que rechaza la supuesta inferioridad e impureza de la mujer, pero vincula la representación in persona Christi Capitis a la masculinidad del ministro. Rosemary observa cómo este argumento deja a muchos la sospecha de una antropología que niega la dignidad de la mujer al atribuir la facultad de ser “jefe” solo al varón. Concluye considerando el problema teológico de la ordenación como un “problema abierto”. Sigue un largo examen de los espacios litúrgicos que la legislación vigente dejaba a la mujer, con excepción del papel de acólita.

Un párrafo ad hoc de este largo punto espera que el cambio de práctica implique también un cambio de mentalidad. Finalmente, presenta la doctrina y práctica de las demás comuniones cristianas. Y registra a este respecto lo positivo que surge de la relación mutua entre las iglesias más allá de la cuestión de la ordenación. Los intercambios y las relaciones se han intensificado, así como “el crecimiento de una capacidad de expresión, de una creatividad no solo masculina, sino también femenina [...] una creatividad que naturalmente debe permanecer dentro de los límites de la fe y de la disciplina de los católicos Iglesia”, escribe.

Estas últimas palabras demuestran su gran fidelidad a la Iglesia a la que ha servido hasta el final con abnegación y competencia, sin por ello rebajarse a una sumisión acrítica. Comparando la entrada en el diccionario con lo que ella escribe casi al final de su vida, del camino que ella misma ha hecho ciertamente emerge en un enfoque cada vez más centrado en la condición de la mujer en la Iglesia. Quizá sin saberlo, gracias a su fidelidad, las mujeres han podido ser y sentirse Iglesia, ya sea adquiriendo formación y profesionalidad académico-teológica, o participando en la toma de decisiones.

Eso sí, en la Curia romana no van más allá del papel de “subsecretaria” (el libro se publicó antes del nombramiento de sor Alessandra Smerilli como secretaria del Dicasterio para el servicio del desarrollo humano integral el 23 de abril de 2022) porque la permanencia de la estructura clerical así lo exige. Pero sin duda se ha multiplicado la presencia de la mujer como “consultora” en las distintas congregaciones. Varias están presentes en la Pontificia Comisión Bíblica y en la Comisión Teológica Internacional, así como en las “Academias Pontificias”. Una mujer ha sido nombrada subsecretaria del Sínodo de los Obispos y con derecho a voto. Seguro que el techo de cristal no se ha roto, pero no aguantará mucho más. La presencia cualificada de laicos y laicas no es una opción, sino una condición sine qua non para el presente y el futuro de la Iglesia.

de Cettina Militello


Mensaje de Pablo VI a las mujeres
en la clausura del Concilio Vaticano II


Y ahora es a vosotras a las que nos dirigimos, mujeres de todas las condiciones, hijas, esposas, madres y viudas; a vosotras también, vírgenes consagradas y mujeres solas. Sois la mitad de la inmensa familia humana. La Iglesia está orgullosa, vosotras lo sabéis, de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el hombre.

Pero llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga.

Vosotras, las mujeres, tenéis siempre como misión la guarda del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna. Estáis presentes en el misterio de la vida que comienza. Consoláis en la partida de la muerte. Nuestra técnica corre el riesgo de convertirse en inhumana. Reconciliad a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velad, os lo suplicamos, por el porvenir de nuestra especie. Detened la mano del hombre que en un momento de locura intentase destruir la civilización humana. Esposas, madres de familia, primeras educadores del género humano en el secreto de los hogares, transmitid a vuestros hijos y a vuestras hijas las tradiciones de vuestros padres, al mismo tiempo que los preparáis para el porvenir insondable. Acordaos siempre de que una madre pertenece, por sus hijos, a ese porvenir que ella no verá probablemente.

Y vosotras también, mujeres solitarias, sabed que podéis cumplir toda vuestra vocación de entrega. La sociedad os llama por todas partes. Y las mismas familias no pueden vivir sin la ayuda de aquellas que no tienen familia. Vosotras, sobre todo, vírgenes consagradas, en un mundo donde el egoísmo y la búsqueda de placeres quisieran hacer la ley, sed guardianes de la pureza, del desinterés, de la piedad. Jesús, que dio al amor conyugal toda su plenitud, exaltó también el renunciamiento a ese amor humano cuando se hace por el Amor infinito y por el servicio a todos.

Mujeres que sufrís, en fin, que os mantenéis firmes bajo la cruz a imagen de María; vosotras, que tan a menudo, en el curso de la historia, habéis dado a los hombres la fuerza para luchar hasta el fin, para dar testimonio hasta el martirio, ayudadlos una vez más a conservar la audacia de las grandes empresas, al mismo tiempo que la paciencia y el sentido de los comienzos humildes.

Mujeres, vosotras, que sabéis hacer la verdad dulce, tierna, accesible, dedicaos a hacer penetrar el espíritu de este Concilio en las instituciones, las escuelas, los hogares, y en la vida de cada día. Mujeres del universo todo, cristianas o no creyentes, a quienes os está confiada la vida en este momento tan grave de la historia, a vosotras toca salvar la paz del mundo.

8 de diciembre de 1965