MUJERES IGLESIA MUNDO

El hijo pródigo

La identidad herida
y la misericordia

 L’identità ferita  e la misericordia  DCM-006
04 junio 2022

También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. Él le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».

Lucas 15, 11-32


Cuando el hermano mayor se entera del motivo de la música y la fiesta, se indigna. Está tan enfadado que se niega a entrar. No es difícil imaginarlo en el umbral de la casa de su padre, rechinando los dientes. Su tristeza siempre me ha llevado a reflexionar y me he preguntado qué pasa en nuestro corazón cuando no somos capaces de alegrarnos: qué cuerda hay que tocar para que el bien de los demás se convierta en una amenaza o un insulto para nosotros, o ambas cosas al mismo tiempo.

En el caso de la parábola, la respuesta parece clara. Evidentemente, el hermano mayor siente envidia, que es un sentimiento desagradable. Es el único pecado capital que no trae consigo la ilusión de felicidad o placer a cambio de nuestro consentimiento a un bien aparente. La envidia no promete nada: solo trae amargura y tristeza. El hermano mayor cree que tiene motivos justificados para tenerla. Durante años se ha esforzado trabajando en el campo de su padre. Ha soportado la peor parte del cansancio y el calor. Ha regado esos campos con su sudor, todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años. Mientras tanto, el hermano menor no estaba haciendo ningún bien. De hecho, hizo todas esas cosas que probablemente él también quería hacer, pero que nunca se había permitido, excepto en su imaginación. Matar al ternero engordado para celebrar el regreso de este miserable irresponsable era una ofensa. Prácticamente significaba decirle que su trabajo no valía nada, que su fiel servicio de todos esos años no valía nada, en fin, que él mismo no valía nada. Nada.

En la raíz de la envidia, siempre hay una duda sobre el propio valor. Cuando no se está seguro del amor del padre, se concibe al otro como un competidor. Está claro en el caso de los niños. Si el hijo mayor siente envidia del pequeño es porque siente que la llegada de este viene a robarle algo de su amor paternal. Y cuando los niños están seguros de este amor, aprenden a compartir. Los años y nuestra entrada en la vida adulta nos enseñan a adoptar buenos modales y ya no hacemos las escenas que hacíamos de niños, cuando aún sabíamos gritar y llorar sin filtros. Pero la herida del niño muchas veces se queda dentro de nosotros y nos hace sentir el éxito de los demás como si nos hubieran quitado algo.

Pero hay más. Llevamos dentro una herida en nuestra identidad de hijos que nos hace dudar de ser amables. Y aquí llegamos, probablemente, al meollo del asunto: no nos creemos merecedores de un amor total y gratuito. Tal vez aceptamos ser amados por nuestra belleza o por esas cualidades, acciones, actitudes que reconocemos como nuestras fortalezas. Pero todos tenemos en la casa de nuestra intimidad habitaciones donde nos gustaría que nadie entrara nunca; habitaciones llenas de sombras que nos enfrentan a nuestra pobreza. Pensamos que esas habitaciones no son dignas de amor. Son demasiado feas. Este sentimiento interior de indignidad nos lleva a pensar el afecto tenemos que ganárnoslo con nuestros éxitos, nuestro afán de control o respondiendo a las expectativas de los demás. Parece que el hijo mayor de la parábola vivía un poco de esta manera, es decir, no como un hijo, sino como siervo. No vive bajo la mirada amorosa de su padre, sino bajo la mirada juzgadora de sí mismo y, por ello, nunca se cree a la altura. Por eso también es tan duro con su hermano. La cuestión es que miramos a los demás de la misma manera que nos sentimos mirados. Si nuestra mirada hacia los demás es dura e intransigente, quizás nos encontremos con una mirada igualmente dura e intransigente hacia nosotros mismos.

La tristeza del hijo mayor siempre me ha empujado a examinarme. He descubierto que la capacidad de mirar a los demás con ternura está íntimamente relacionada con mi experiencia personal de misericordia. He notado que cuando me sentía invadida por la mirada amorosa del Padre (aquel de donde viene toda paternidad) mi corazón espontáneamente se volvía dulce hacia las personas que me rodeaban. Empezamos a comprender quiénes somos cuando nos encontramos con la mirada amorosa del Padre, que se complace en nosotros y nos acoge tal como somos. En ese momento, tan admirablemente retratado por Rembrandt, dejamos de ser siervos, descubrimos que somos hijos y nos convertimos también en hermanos de nuestros hermanos. Y finalmente podemos entrar en la alegría y la fiesta del amor recibido y compartido, no merecido.

de Marta Rodríguez