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Nuevo Testamento

La familia de Jesús

  La famiglia  di Gesù  DCM-004
02 abril 2022

Vínculos más allá del parentesco


“Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego, dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio” (Juan 19, 26-27). Jesús inaugura una familia que extiende los vínculos más allá del matrimonio o del nacimiento. Para Jesús, “El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Marco 3, 33-35). Los versículos de Juan citados más arriba abren la conversación sobre las mujeres y las familias. Citaremos cuatro observaciones.

En primer lugar, Jesús instituye lo que los antropólogos llaman “unidad de parentesco ficticio”, es decir, familias no definidas por el matrimonio o la biología. Las religiosas, llamadas “hermanas”, son un ejemplo de tal unidad. La invitación de Jesús a entrar en esta nueva familia habría sido especialmente apreciada por las mujeres que habían rechazado el matrimonio, por las viudas o divorciadas, por las mujeres estériles o por aquellas cuyos hijos habían muerto.

En segundo lugar, la mayoría de las mujeres que Jesús encuentra no van acompañadas de un marido. Es el caso de María y Marta, de María Magdalena, de Juana y Susana o de la suegra de Simón. Con excepción de María y José, Jesús habla solo una vez, o tal vez dos, con una pareja casada. Para Jesús, la identidad no está determinada exclusiva o principalmente por el matrimonio o el parto.

En tercer lugar, según la tradición, este discípulo amado que está al pie de la cruz es el apóstol Juan, cuya madre aparece en Mateo 20, 21-22. La “esposa de Zebedeo” le pide a Jesús: “Di a estos hijos míos que se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu reino”. No se da cuenta de las implicaciones de su petición. Las dos personas a la derecha y a la izquierda de Jesús serán las dos que serán crucificadas con él (cf. Mateo 27, 38). Cerca de la cruz, donde solo Mateo sitúa a la esposa de Zebedeo, la mujer se da cuenta del sentido de su petición, así como de los sacrificios que Jesús pide a su nueva familia.

En el Evangelio de Mateo, la esposa de Zebedeo está cerca de la cruz, pero no acompaña a las otras mujeres al sepulcro. Tampoco, según Mateo 26, 56, los discípulos están cerca del sepulcro, ya que han abandonado a Jesús. Me imagino que después de la crucifixión aquella madre devota volvió a Galilea para infundir valor a sus hijos. Y al identificar al discípulo que amaba con Juan, hijo de Zebedeo, también sabemos que la madre de Jesús encontrará la compañía de otra madre cuyo hijo fue asesinado por la autoridad política local, ya que Herodes Agripa hizo matar a Santiago en Jerusalén (cf. Hechos 12, 2).

En cuarto lugar, en Juan 19:26, Jesús llama a su madre “mujer”, el mismo nombre que usa para muchas otras mujeres, donde cada referencia está relacionada con una familia. Durante un matrimonio, el comienzo de una nueva familia, la madre de Jesús, que en el cuarto Evangelio nunca se llama María, le dice a su hijo que el vino se ha acabado. Jesús responde literalmente: “¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Aún no ha llegado mi hora” (2, 4). La madre, nada molesta, les dice a los sirvientes que obedezcan las instrucciones de Jesús. Ella es una madre que comprende a su hijo y él es un hijo que escucha a su madre.

A la mujer samaritana junto al pozo, Jesús le dice: “Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (4,21). La repetición de las palabras “mujer” y “hora/momento” conectan el vino de Caná con el agua viva de Samaria. Entonces Jesús le dice: “Has tenido cinco maridos, y el que tienes ahora no es tu marido” (4,18). Aquellos que ven a las mujeres como sexualmente cuestionables, divorciadas de hombres sin corazón o deshonrosos, imponen puntos de vista erróneos en el texto. Si la mujer hubiera sido deshonrosa, los samaritanos no le habrían creído cuando anunció que había encontrado al Mesías (cf. 4, 29). Esta es la primera evangelizadora que, por tanto, favorece un matrimonio simbólico entre Jesús y su pueblo.

La tercera vez que Juan usa la palabra “mujer” es en un pasaje que falta en los manuscritos más antiguos del Evangelio de Juan, a saber, el de la “mujer sorprendida en adulterio” (8, 1-10). El pueblo que interroga a Jesús, poniéndolo a prueba, le pregunta: “Ahora bien, Moisés, en la Ley, nos mandó apedrear a las mujeres así. ¿Qué opinas?” (8, 5). No pretenden matarla, sino engañar a Jesús. Si Jesús dice “apedréala”, lo condenarán por bárbaro, ya que la tradición judía trata de evitar la pena capital. Si dice “no lo hagáis”, pueden cuestionar su autoridad. Jesús escapa de la trampa con la famosa frase con la que invita a que los que no tienen pecado tiren la primera piedra.

Cuando se van las personas que han interrogado a Jesús se marchan, él pregunta: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?” (8, 10). Ella responde: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dice: “Tampoco yo te condeno; vete y en adelante no peques más” (8, 11). Jesús no la perdona, esto posiblemente corresponda a su marido. Sin embargo, Él da a ella y a su matrimonio una segunda oportunidad. Finalmente, los ángeles en el sepulcro le preguntan a María Magdalena: “Mujer, ¿por qué lloras?” (20, 13). Jesús repite: “Mujer, ¿por qué lloras?” (20, 15). María confunde a Jesús con el guardián del jardín y solo lo reconoce cuando Él la llama por su nombre.

El encuentro de María con Jesús evoca a una novela helenística, cuentos populares de amantes separados. Pero de la misma manera que Jesús no se casa con la mujer que conoció en el pozo (al contrario de Rebeca e Isaac, Raquel y Jacob, Séfora y Moisés), una vez más rompe las convenciones al decirle a la mujer que deje de abrazarlo y vaya a proclamar la Resurrección. El objetivo aquí no es el matrimonio, sino ser una apóstol para los apóstoles. Cada “mujer” muestra, por así decirlo, distintos dones, necesidades y situaciones familiares. Todas son bienvenidas en la familia de Jesús, donde las madres y hermanas se definen por lo que hacen y no por su estado civil o por nacimiento.

de Amy-Jill Levine