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Iglesia católica

Con el consenso
de los cónyuges

 Con il consenso dei coniugi  DCM-004
02 abril 2022

La revolución del Concilio de Trento: esposos libres
de las presiones familiares


En cuanto a la imagen y estructura de la familia, el cristianismo ha ido asimilando a lo largo de su historia las culturas por las que ha pasado: desde la matriz judía en la que se configuró hasta los códigos familiares de estilo griego presentes en las cartas paulinas (Ef 5); o desde la legislación romana hasta los usos de las denominadas poblaciones bárbaras que han influido en sus usos y costumbres. El cristianismo, sin embargo, ha añadido un elemento que podríamos definir como místico, retomando en la unión de la pareja la metáfora bíblica del amor de Dios por su pueblo y viendo en la familia humana un reflejo de la de Nazaret: imágenes que de algún modo han dignificado una opción de vida considerada durante siglos secundaria a la experiencia religiosa. Es el Concilio de Trento el que confiere un carácter sagrado al matrimonio con la reforma sancionada por el decreto Tametsi de 1563, que condena los matrimonios clandestinos, exige la celebración pública del rito ante un párroco y testigos y, más importante, considera suficiente el consentimiento de los dos cónyuges para su legitimidad, haciéndolos independientes de las presiones de sus familias. Una verdadera revolución que centra el sentido del matrimonio en los cónyuges permitiéndoles autonomía en la elección y el reconocimiento social de la realidad sacramental.

Desde finales del siglo XVII y durante todo el siglo XIX se afirma también la devoción a la Sagrada Familia, que testimonia una orientación espiritual atenta a descubrir lo divino en lo humano y, sobre todo, a potenciar la ternura en las relaciones, la familia y la comunidad. El problema es que, aunque mitigada por una espiritualidad benévola y atenta al bienestar de la comunidad familiar, la identidad femenina ha estado ligada durante siglos al matrimonio y a una estructura familiar marcada en la visión católica por las relaciones jerárquicas y la estructura patriarcal. Y la jerarquía eclesiástica ante las peticiones de cambio, que surgieron especialmente después de la revolución industrial y el nacimiento de los movimientos feministas, fue incapaz de ofrecer respuestas adecuadas, temiendo por la sustentación de la sociedad ante la desintegración de la familia patriarcal.

El Concilio Vaticano II, por su parte, supo captar las profundas transformaciones que se estaban produciendo en el mundo y se centró en una reflexión sobre la institución del matrimonio, llamando a participar como expertos a varios miembros de asociaciones como el Equipe Notre-Dame y el Movimiento de la Familia Cristiana que en ese momento agrupaba a 14.000 familias. Los presidentes de este último movimiento, los mexicanos Luz María Longoria y José Álvarez Icaza Manero, los dos únicos esposos presentes como matrimonio en el cabildo, fueron invitados como auditores. Como padres de 12 hijos tenían una sólida experiencia y por ello colaboraron en la comisión sobre la familia. Resaltaron la importancia de orientar la pastoral hacia la familia para que sea valorada como entidad apostólica de gran fuerza, lugar de experiencia y de anuncio evangélico, de formación espiritual y de apertura a los demás e impulsaron la formación de sacerdotes y laicos sobre el valor de la vida matrimonial como una excelente oportunidad para la educación humana y cristiana de los hijos. Su presencia en el concilio fue también decisiva porque contribuyó a un cambio fundamental en la consideración de los fines del matrimonio al poner el acento en el amor conyugal.

Una simpática anécdota explica bien la fuerza de su presencia. Se dice que Luz María se rio al escuchar el documento preparatorio que utilizaba conceptos tomados de la filosofía escolástica, centrados en el remedium concupiscentiae como uno de los fines del matrimonio y que estaba fuera de la realidad humana y conyugal. Como ella misma declaró en una entrevista, habría dicho dirigiéndose a un padre conciliar: “Nos molesta esta expresión de Tomás según la cual la finalidad primera del matrimonio es la procreación de la especie, la segunda es la complementariedad conyugal y la tercera el remedio de concupiscencia. A las madres de familia no inquieta mucho que los hijos resulten ser fruto de la concupiscencia. Yo personalmente he tenido muchos hijos sin ninguna lujuria, todos son fruto del amor”. Y así, por primera vez en los documentos pontificios se proclamó explícitamente el amor humano como uno de los primeros fines del matrimonio (Gaudium et spes 48 y 49).

Finalmente, recordemos que, en Italia, en 1975, entró en vigor la nueva ley de familia, que va más allá de la estructura patriarcal y jerárquica, considerándola un lugar de vínculos afectivos entre las personas. Y sin duda, la comisión litúrgica debería también actualizar el uso de las lecturas y eliminar de los ritos ordinarios y matrimoniales los textos paulinos que se refieren a la sumisión de la mujer al marido presentados como “Palabra de Dios”.

de Adriana Valerio
Historiadora y Teóloga. Docente de Historia del Cristianismo y de las Iglesias en la Universidad Federico II de Nápoles