El discurso a la plenaria de la Congregación para la doctrina de la fe

Firmeza y rigor para hacer justicia a las víctimas de los abusos

 Firmeza y rigor para hacer justicia a las víctimas de los abusos  SPA-004
28 enero 2022

«La Iglesia, con la ayuda de Dios, está llevando adelante con firme decisión el compromiso de hacer justicia a las víctimas de los abusos llevados a cabo por sus miembros, aplicando con particular atención y rigor la legislación canónica prevista». Lo aseguró el Papa Francisco en el discurso pronunciado la mañana del viernes 21 de enero, con ocasión de la audiencia a los participantes de la Asamblea plenaria de la Congregación para la doctrina de fe, recibidos en la Sala Clementina.

¡Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas!

Me alegra recibirles al finalizar el trabajo de vuestra Asamblea Plenaria. Doy las gracias al prefecto por su introducción y os saludo a todos vosotros, superiores, oficiales y miembros de la Congregación para Doctrina de la fe. Renuevo mi gratitud por vuestro precioso servicio a la Iglesia universal, en el promover y tutelar la integridad de la doctrina católica sobre la fe y sobre la moral. Integridad fecunda.

En esta ocasión, quisiera compartir con vosotros algunas reflexiones en torno a tres palabras: dignidad, discernimiento y fe.

La primera palabra: dignidad. Como escribí al inicio de la Encíclica Fratelli tutti, es mi gran deseo que «en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad» (n. 8). Si la fraternidad es el destino que el Creador ha diseñado para el camino de la humanidad, el camino principal es el del reconocimiento de la dignidad de toda persona humana.

En nuestra época, sin embargo, marcada por tantas tensiones sociales, políticas e incluso sanitarias, crece la tentación de considerar al otro como extraño o enemigo, negándole una dignidad real. Por eso, especialmente en este tiempo, estamos llamados a recordar, «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4,2), y siguiendo fielmente una bimilenaria enseñanza eclesial, que la dignidad de todo ser humano tiene un carácter intrínseco y vale desde el momento de su concepción hasta su muerte natural. Precisamente la afirmación de tal dignidad es el presupuesto irrenunciable para la tutela de una existencia personal y social, y también la condición necesaria para que la fraternidad y la amistad social puedan realizarse en todos los pueblos de la tierra.

La Iglesia, desde el inicio de su misión, siempre ha proclamado y promovido el valor intangible de la dignidad humana. El hombre de hecho es la obra maestra de la creación: es querido y amado por Dios como copartícipe de sus diseños eternos, y para su salvación Jesús ha dado la vida hasta morir en la cruz por cada hombre, por cada uno de nosotros.

Os doy las gracias por la reflexión que habéis iniciado sobre el valor de la dignidad humana, teniendo en cuenta los desafíos que la realidad actual plantea al respecto.

La segunda palabra es discernimiento. Hoy cada vez más a los creyentes se les pide el arte del discernimiento. En el cambio de época que estamos atravesando, mientras por un lado los creyentes se encuentran delante de cuestiones inéditas y complejas, por el otro aumenta una necesidad de espiritualidad que no siempre encuentra en el Evangelio su punto de referencia. Sucede así que no pocas veces tenemos que tratar con presuntos fenómenos sobrenaturales, para los cuales el pueblo de Dios debe recibir indicaciones seguras y sólidas.

El ejercicio del discernimiento encuentra después un ámbito de necesaria aplicación en la lucha contra los abusos de todo tipo. La Iglesia, con la ayuda de Dios, está llevando adelante con firme decisión el compromiso de hacer justicia a las víctimas de los abusos por parte de sus miembros, aplicando con particular atención y rigor la legislación canónica prevista. En este sentido recientemente procedí a la actualización de las Normas sobre delitos reservados a la Congregación para la Doctrina de la fe, con el deseo de hacer más incisiva la acción judicial. Esta, por sí sola, no puede bastar para frenar el fenómeno, pero constituye un paso necesario para restablecer la justicia, reparar el escándalo y enmendar al culpable.

Un compromiso similar de discernimiento se expresa también en otro campo del que os ocupáis cotidianamente: la disolución del vínculo matrimonial in favorem fidei. Cuando, en virtud de la potestad petrina, la Iglesia concede la disolución de un vínculo matrimonial no-sacramental, no se trata solo de poner fin canónico a un matrimonio, que ya ha fracasado de hecho, sino que en realidad, a través de este acto eminentemente pastoral pretendo siempre favorecer la fe católica -¡in favorem fidei!– en la nueva unión y en la familia, de la que tal nuevo matrimonio será el núcleo.

Y aquí quisiera detenerme también sobre la necesidad del discernimiento en el recorrido sinodal. Algunos pueden pensar que el recorrido sinodal es escuchar a todos, hacer una encuesta y dar resultados. Muchos votos, muchos votos, muchos votos… No. Un recorrido sinodal sin discernimiento no es un recorrido sinodal. Es necesario –en el recorrido sinodal– discernir continuamente las opiniones, los puntos de visto, las reflexiones. No se puede ir en el recorrido sinodal sin discernir. Este discernimiento es el que hará del Sínodo un verdadero Sínodo, del que el personaje –digamos así– más importante es el Espíritu Santo, y no un parlamento o una encuesta de opiniones que pueden hacer los medios de comunicación. Por esto subrayo: es importante el discernimiento en el recorrido sinodal.

La última palabra es fe. Vuestra Congregación está llamada no solo a defender sino también a promover la fe. Sin la fe, la presencia de los creyentes en el mundo se reduciría a la de una agencia humanitaria. La fe debe ser el corazón de la vida y de la acción de todo bautizado. Y no una fe genérica o vaga, como si fuera vino aguado que pierde valor; sino una fe genuina, franca, como la quiere el Señor cuando dice a los discípulos: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza…» (Lc 17,6). Por esto, nunca debemos olvidar que «una fe que no nos pone en crisis es una fe en crisis; una fe que no nos hace crecer es una fe que debe crecer; una fe que no nos interroga es una fe sobre la cual debemos preguntarnos; una fe que no nos anima es una fe que debe estar animada; una fe que no nos conmueve es una fe que debe ser sacudida» (Discurso a la Curia Romana, 21 de diciembre de 2017).

No nos conformemos con una fe tibia, habitual, de manual. Colaboremos con el Espíritu Santo y colaboremos entre nosotros para que el fuego que Jesús vino a traer al mundo pueda seguir ardiendo e inflamando los corazones de todos.

Queridos, os agradezco mucho vuestro trabajo y os animo a ir adelante con la ayuda del Señor. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.