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Evangelio

Abba, el nombre que salva

 Abbà, il nome  che salva  DCM-011
04 diciembre 2021

El mensaje de la predicación de Jesús


Si tuviéramos que resumir el mensaje del Evangelio, tendríamos que decir que todo el anuncio de la Buena Nueva está concentrado en el hecho de que Jesús nos dice que Dios es nuestro Padre. La imagen poderosa de la paternidad es el contenido más precioso de la predicación de Cristo. Se ha calculado que Jesús usa la expresión “padre” unas 170 veces en los Evangelios. No es una referencia autoritaria, es una referencia de pertenencia: pertenecemos a alguien, nuestra vida no carece de fundamento, somos queridos y deseados desde el principio. Esto hace que San Pablo diga en la carta a los Romanos: no habéis recibido el espíritu de los esclavos para volver a caer en el miedo, sino que habéis recibido el espíritu de los hijos adoptivos por el que clamamos: “¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15).

Pablo intuye que la mayor madurez de la vida cristiana, de la vida espiritual, es dejar que el Espíritu se haga espacio en nuestro corazón hasta el punto de dirigirse a Él con la expresión más afectuosa que un niño puede usar para dirigirse a su padre. Recuerdo que un día estaba en Jerusalén y me fijé en un niño judío de tres o cuatro años que tomó la mano de su padre y lo llamó “¡abba!”. No es solo el equivalente a “papá”, sino que es una forma aún más íntima y confidencial de dirigirse al padre; es una especie de “¡papi!”. Cuánta impresión habrá suscitado entonces Jesús entre sus contemporáneos al dirigirse a Dios de esta manera, con esta confianza e intimidad.

Esta es también la razón por la que Jesús a lo largo del Evangelio utiliza constantemente, en sus ejemplos y parábolas, palabras que pueden explicarnos claramente cómo debemos entender la paternidad. Pensemos en que sus discípulos le piden que les enseñe a orar, Él les responde con la oración del Padre Nuestro (Mt 6,9).

Sin embargo, cada imagen también tiene un límite. Y el límite de una imagen evocadora es nuestra propia experiencia. De hecho, solo si se ha tenido una experiencia positiva de paternidad se puede entender la palabra de Jesús de la forma correcta. En caso contrario esta imagen, en lugar de ayudar a posicionarse de la mejor manera posible hacia Dios, puede convertirse en un impedimento. Si este razonamiento es válido para nosotros, también lo es para Jesús. Él tuvo una experiencia positiva de la paternidad humana por la que pudo recurrir tan frecuentemente a la palabra “padre” para explicarnos a Dios.

Por eso, es un error pensar que la figura de José de Nazaret es una figura marginal. Solo los Evangelios de Lucas y Mateo hablan explícitamente de su historia y no se recoge una sola palabra suya. Lo que habla en este hombre son sus elecciones, sus obras y su estar allí. Pero también podríamos decir que no necesita hablar porque es el mismo Jesús quien constantemente le da la palabra a través precisamente de ese hilo de paternidad que recorre toda la predicación de los tres años de vida pública. El padre adoptivo de Jesús es quien le dio una experiencia positiva de paternidad y quien lo ayudó a tomar conciencia de su verdadero Padre Dios de la mejor manera posible. En este sentido, el tema de la paternidad en la predicación de Cristo es un tema inabarcable. Sin embargo, me gustaría centrarme en dos aspectos que creo que son decisivos. Jesús utiliza la imagen de la paternidad al servicio de dos momentos importantes de la vida humana: la experiencia de la miseria y la experiencia del abandono.

En la experiencia de la miseria, cada uno toca nuestra propia condición de criatura, nuestros límites y nuestra finitud. Es el momento en que nuestro ideal se derrumba y se impone un juicio despiadado y mortal de nosotros mismos. Aquí entonces lo único que nos puede salvar es el perdón, es decir, tener otra oportunidad, ver la vida reanudarse y empezar de nuevo. En la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) vemos exactamente este tipo de experiencia puesta en escena por Jesús. Cuando el hijo menor en su delirio narcisista se va de casa y vive de manera disoluta, llega a perderlo a todo, a tocar fondo y a envidiar a los cerdos. Sin embargo, encuentra el valor para admitir que no es digno de ser tratado como un hijo, sino como un sirviente, y así, puede irse a casa. Sin embargo, al llegar a casa se sorprende con la reacción de su padre quien, en lugar de castigarlo, culparlo y humillarlo, lo abraza, lo besa, le pone el anillo en el dedo, los zapatos en los pies y le hace una fiesta. Aquí Jesús nos explica que la verdadera paternidad no es tal solo porque pone límites, establece reglas o propone un orden, sino que es tal porque también es capaz del perdón, de la reconciliación entre nuestro yo ideal y nuestro yo real. Ese hijo vuelve a casa y descubre que vuelve a ser hijo, pero ya no es como antes, hay algo más realista en su conciencia. Es su padre quien le ha dado este realismo, esta nueva conciencia de sí mismo.

El segundo momento decisivo de la vida está en la experiencia del abandono. En este caso, Jesús no cuenta una historia, sino que se convierte él mismo en protagonista. Clavado en la cruz se siente solo y abandonado y grita: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34). Es la experiencia de dejar de sentir un sentido, un significado, y así percibir que todo es absurdo, invivible, insoportable. Sin embargo, Jesús concluye este diálogo en la cruz con la palabra “padre”: Padre en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). Solo si tienes un padre puedes gritar contra él y abandonarte a él. Jesús parece decirnos que lo peor para un hombre es no sufrir, sino no tener a quien dirigir su grito, su sufrimiento, su angustia; es no tener a nadie a quien abandonarnos por completo. Jesús puede “perder” en la Cruz solo porque tiene un “Padre”. Y por eso mismo gana, porque es el “Padre” quien lo recoge de la muerte y lo resucita. Por eso la paternidad es la llave hermenéutica más eficaz de todo el Evangelio y Jesús es un testigo convencido de ello.

de Luigi Maria Epicoco