Miradas distintas

Una feminista
en la Edad Media

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02 enero 2021

Christine de Pizan, una vida que habla a las mujeres de hoy


Nacida en Venecia en 1365, Christine fue cuidada por un padre atento a su educación que la salvó de cualquier forma de prejuicio de género. El patriarcado en la familia Pizzano (apellido original) fue minimizado por un modelo paternal ilustrado. Presencia de libros - Accesibilidad - Posesión de herramientas mediante las cuales asimilar conocimientos. Estos tres parámetros, que todavía hoy no se han de dar por descontado, fueron obstáculos en aquel momento. Si Christine de Pizan está considerada como la primera mujer en ejercer una profesión intelectual, una de las precursoras del feminismo y la primera historiadora secular, es porque fue una de las mujeres, -más bien única que rara-, que podía aferrarse a esas tres posibilidades.

Pese a todo, el entorno culto en el que Christine tuvo la suerte de crecer no podía garantizar a ninguna mujer la posibilidad de evolucionar desde su posición. El hecho diferencial no estaba tanto en la cultura en sí, sino en la posibilidad de acceder a ella, y también en la personalidad que se forma dentro de esas posibilidades. Tommaso da Pizzano era médico y astrólogo, su sensibilidad apoyaba las aptitudes de su hija. La complicidad entre padre e hija fue el ingrediente milagroso que marcó la vida de Christine, que, incluso antes de estudiar, supo formar su propia individualidad salvaje, ilustrada e independiente.

La independencia es uno de los aspectos cruciales de la vida de Pizan que la empuja a decirse a sí misma lo que puede hacer para satisfacer su individualidad como mujer, trabajadora y ciudadana. Fue la necesidad de esta independencia la que construyó, año tras año, su figura como profesional independiente.

 En 1369, Tommaso se trasladó con toda su familia a la corte del rey francés Carlos V, donde trabajó como médico. Christine tenía cuatro años y París en aquellos días era un centro neurálgico de la civilización, la capital europea donde se cocinaban las nuevas ideas políticas y literarias. Christine menciona ese período varias veces en sus obras, recordando a los equilibristas que cruzaban el aire en una cuerda floja entre las dos torres de Notre-Dame, o el desfile del sultán de Egipto cuando visitó a los reyes de Francia. Esta multitud de personajes exóticos desprovincializó su pensamiento. Sobre todo, Christine tuvo la oportunidad de acceder a la inmensa biblioteca de la corte, -una de las más ricas de Europa-, lo que le permitió aprender a leer y escribir.

Christine se casó a los quince años con Étienne de Castel, notario y secretario del rey, nueve años mayor que ella. Por mucho que fueran unos adelantados a su tiempo, la familia de Pizan, según la costumbre, organizó la boda y Christine vivió con su marido durante diez años. Era un hombre al que amaba mucho y este aspecto influyó en la medida en que este amor, como el que la había unido a su padre, le enseñó a respetarse a sí misma.

Tuvieron hijos. Christine era mujer, madre, esposa. En sus obras nota varias veces lo doloroso que era renunciar al tiempo para leer durante esos años, pero, sobre todo, lo cansado que era renunciar al tiempo para dedicarse a sí misma. Una reflexión audaz, articulada y valiente para una mujer de aquella época.

Cuando murió su marido, Christine tenía veinticinco años. De repente, se encontró sola con hijos que mantener.

Fue en ese momento, en el dolor y en la soledad, cuando Christine realizó esa reflexión consciente sobre su propia situación como individuo. Un proceso que pertenece mucho al acto creativo: el de sumergir la mirada en uno mismo y extraer algo nuevo. Una creación nacida del propio pensamiento, que genera otro pensamiento. Fue por necesidad, -como sucede a menudo-, como Christine se transformó, gracias también a todo el sustrato emancipatorio sobre el que ya estaba injertada su personalidad.

Christine tuvo que cuidar de su familia y tuvo que administrar las cuentas de un amplio patrimonio que siempre había estado a cargo de su esposo. Fue entonces cuando Pizan se dio cuenta de que las mujeres siempre estaban fuera del espacio de gestión de las cuentas familiares, de los quehaceres burocráticos y de aquello que quedaba fuera del hogar o del cuidado de los niños.

Christine necesitaba todos los sueldos atrasados ​​de su marido olvidados en los bolsillos del soberano, dado que era una noble costumbre la de posponer la compensación para sus empleados. Pizan poseía la autonomía y las herramientas para luchar por lo suyo, así que emprendió una batalla legal que duró años. Durante ese tiempo construyó su propio pensamiento político, adquiriendo las nociones y la actitud de un estratega, y fue en ese período, siempre reconociendo sus dificultades, cuando Christine comenzó a encarnar su propia figura como intelectual laica.

Christine cuenta, en una de las anécdotas personales que caracterizan su obra, cómo se produjo este reconocimiento. Tan pronto como quedó viuda, tuvo un sueño en el que estaba a bordo de un barco en medio de una terrible tormenta y sin capitán, probablemente una figura que representaba a su esposo. A los mandos del barco en la tempestad, Christine invocó a la Fortuna, quien comenzó a tocarla, y mientras Fortuna la tocaba, Christine se dio cuenta de que ya no tenía el anillo de bodas y que había asumido físicamente los rasgos de un hombre. Para superar la tormenta había sido necesario asumir la apariencia de un varón. Cuando despertó, escribe Christine, se dijo a sí misma: “Me sentí mucho más ligera de lo habitual”. Si el sueño es real o inventado, no importa. Pero podemos darnos cuenta de que desde ese momento Christine entendió que su actitud tendría que cambiar para imponer su propia voz de mujer. El mecanismo es el de la mayoría de las artistas y trabajadoras que, a lo largo de los siglos, han tenido que imponer, -y siguen teniendo que hacerlo-, su propia visión para dominar la del universo masculino. Para entenderlo, sirva lo que Agnese piensa en el libro de Anna Banti, Un grido lacerante, de 1981: “No, ella no había reclamado nada más que la igualdad de pensamiento y la libertad de trabajo entre hombres y mujeres, que todavía, de vieja contestataria, le atormentaba”.

A partir de ese momento, Christine comenzará a escribir tratados relacionados con la política y la cuestión de género que desembocarán en el célebre, Livre de la Cité des Dames, de 1405, que pretendía contradecir los tópicos misóginos planteados, sobre todo, por el Roman de la Rose de Jean de Meung. El verdadero proceso emancipatorio, sin embargo, estaba en los hechos. Más que en los libros, la fuerza empresarial y profesional de Christine quedó demostrada por su propia vida, un testimonio ejemplar, ya que sus muchos de sus libros fueron reconocidos y demandados en todas las cortes de Europa. Ella misma dirigía el taller donde se copiaban sus textos, un lugar de trabajo para maestros calígrafos y diseñadores de miniaturas, en su mayoría mujeres.

Su papel como trabajadora e intelectual no necesitaba ser contado porque estaba ampliamente demostrado.

Después de quince años de enorme éxito, en 1415 Francia fue derrotada en Azincourt por Enrique V y parte de los franceses se puso del lado de los ingleses. En 1418, los borgoñones saquearon París. Es en este período cuando Christine conoce el silencio. Por prudencia se retira a un hermoso y rico monasterio cuya abadesa es hija del rey (Christine disfrutó de una red de amistades muy influyentes). En la calma del retiro, lejos de la violencia que aniquila a Francia, Christine afronta su vejez familiarizándose con la idea de la muerte. Es mayor, tiene más de cincuenta años, y en la tranquilidad de las estancias monásticas se obliga a deponer su vida combativa. Sin embargo, alguien, después de once años de absoluta calma, vuelve a estimular su imaginación, a cuestionar su curiosidad intelectual como ciudadana. Es una joven animada por un espíritu profético, enviada por Dios, que aparece en el campo de batalla contra los ingleses que están reduciendo a fuego y espada al ejército enemigo. Es Juana de Arco, una mujer que empuja a Christine a volver a escribir y a crear lo que hoy llamaríamos un instant-book sobre su vida cuya escritura acompañará a Pizan hasta su muerte en 1430 en el monasterio. El libro se llama Le Ditie de Jehanne d´Arc y comienza así: Yo, Christine, que he llorado durante once años encerrada en la abadía, ahora por primera vez me río, río de alegría.

de Rossella Milone


La autora

Rossella Milone vive y trabaja en Roma. Ha publicado con Einaudi: Cattiva (finalista Premio Volponi, 2018), Poche parole, moltissime cose (2013), La memoria dei vivi (2008); con Minimum fax Il silenzio del lottatore (2015); con Laterza Nella pancia, sulla schiena, tra le mani (2010); y con Avagliano Prendetevi cura delle bambine (2007).  Escribe para L’Espresso, TuttoLibri y Donna Moderna. Rossella Milone coordina el proyecto dedicado a la divulgación y promoción del cuento, Cattedrale, observatorio sobre el cuento. (www.osservatorio cattedrale.com)


Poesía

Solita estoy


Solita estoy solita quiero estar
solita me ha dejado mi dulce amigo
solita estoy, sin compañero ni maestro
solita estoy, desdichada y enfurecida
solita estoy, de languidez aquejada
solita estoy, más que ninguna abandonada
solita estoy, al quedar sin amigo
solita estoy, junto a una puerta o a una ventana
solita estoy, en una esquina recostada
solita estoy, alimentándome de lágrimas
solita estoy, sufriendo o descansando
solita estoy, nada más me desplace
solita estoy, en mi cuarto encerrada
solita estoy, al quedar sin amigo
solita estoy, doquiera y en todo lugar
solita estoy, que camine o me siente
solita estoy, más que ninguna cosa en la tierra
solita estoy, de cada uno dejada
solita estoy, duramente humillada
solita estoy, toda envuelta en lágrimas
solita estoy, al quedar sin amigo
Príncipe, ahora que ha comenzado mi dolor
solita estoy, de todo pesar amenazada
solita estoy, más sombría que lo oscuro
solita estoy, al quedar sin amigo
abandonada.

El poema que Christine de Pizan escribió tras la muerte del marido Étienne en 1390 a causa de una pandemia