· Ciudad del Vaticano ·

La fuerza extrovertida, débil y silenciosa del cristiano

 La fuerza extrovertida, débil y silenciosa del cristiano  SPA-007
05 junio 2025

Andrea Monda

La alegría de Dios es el motor de la acción del cristiano, su conversión misionera. Dirigiéndose a los nuevos presbíteros, el Papa León, en su homilía densa y rica de imágenes y matices muy significativos, hizo referencia a una “alegría no ruidosa”: «Dio non si è stancato di radunare i suoi figli, pur diversi, e di costituirli in una dinamica unità» dijo, precisando que «no se trata de una acción impetuosa, sino de esa brisa ligera que devolvió la esperanza al profeta Elías en la hora del desaliento (cf. 1Re 19,12). La alegría de Dios no es ruidosa, pero realmente cambia la historia y nos acerca unos a otros». La imagen de la teofanía en el monte Oreb fue citada por el Papa León precisamente dos días después de su elección cuando, hablando a los cardenales, afirmó que «a nosotros nos toca ser dóciles oyentes de su voz y ministros fieles de sus designios de salvación, recordando que Dios ama comunicarse, más que en el fragor del trueno o del terremoto, en «el rumor de una brisa suave» (1 R 19,12) o, como lo traducen algunos, en una “sutil voz de silencio”. Este es el encuentro importante, que no hay que perder, y hacia el cual hay que educar y acompañar a todo el santo Pueblo de Dios que nos ha sido confiado». Un concepto que retomó el 12 de mayo en su primera audiencia dedica a los periodistas: «No sirve una comunicación estridente, de fuerza, sino más bien una comunicación capaz de escucha, de recoger la voz de los débiles que no tienen voz. Desarmemos las palabras y contribuiremos a desarmar la tierra. Una comunicación desarmada y desarmante nos permite compartir una mirada distinta sobre el mundo y actuar de modo coherente con nuestra dignidad humana».

Papa León elige el camino silencioso, discreto, el camino paradójico de la debilidad. Este camino para la Iglesia no se realiza solo en el acto del comunicar sino en el sencillo hecho de existir, porque la Iglesia existe en cuanto comunica, las dos cosas coinciden.

Este es el fuerte vínculo con la tierra, por el que la Iglesia, querida por Dios, es un puente entre la tierra y el cielo porque como exclamó en el primer saludo recién elegido Papa: «tomados de la mano con Dios y entre nosotros sigamos adelante. Somos discípulos de Cristo. Cristo nos precede. El mundo necesita su luz. La humanidad lo necesita como puente para ser alcanzada por Dios y por su amor». Sobre este tema del vínculo con la tierra el Papa volvió a hablar a los nuevos presbíteros: «Ser de Dios -siervos de Dios, pueblo de Dios- nos une a la tierra: no a un mundo ideal, sino al mundo real. Como Jesús, son personas de carne y hueso las que el Padre pone en vuestro camino». La consagración a sacerdote, subrayó el Papa, no hay que vivirla como un privilegio sino como un don para los otros, de forma “extrovertida” para evitar ese riesgo del que tantas veces el Papa Francisco ha advertido a la Iglesia, esa autorreferencialidad que «apaga el fuego del espíritu misionero. La Iglesia es constitutivamente extrovertida, como lo son la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús».

Sacerdotes débiles pero fuertes en su “extroversión”, en el ser abiertos, acogedores, don uno para los otros. Esta es la fuerza, el “poder” del cristiano a los que Jesús «nos ha dado el poder de convertirnos en hijos de Dios. ¡No busquéis, no busquemos otro poder!». Es la paradoja de la Iglesia y de sus ministros que nunca son dueños sino custodios de la misión, que siempre es Jesús: «Él ha resucitado, por lo tanto, está vivo y nos precede. Ninguno de nosotros está llamado a sustituirlo. El día de la Ascensión nos educa en su presencia invisible. Él confía en nosotros, nos da espacio». Dios no ama ocupar espacios, sino que se “retira” para generar al mundo y a sus criaturas, a este ejercicio de humildad está llamado también el cristiano que debe hacer espacio a los otros, «y a toda criatura, de la que el Resucitado está cerca y en la que ama visitarnos y sorprendernos. El pueblo de Dios es más numeroso de lo que vemos. No definamos sus límites».

Este es el poder débil de la Iglesia que no razona según las lógicas de los poderes mundanos; el Papa cita a San Pablo: «De modo que nosotros desde ahora no conocemos a nadie según la carne» (2 Cor 5,16): todo lo que a nuestros ojos se presenta roto y perdido ahora se nos aparece en el signo de la reconciliación». Este poder vaciado, desnudo, herido, es un gran poder, el más grande de todos los poderes porque está enraizado en la pertenencia a Dios: «¡El amor de Cristo nos posee!», ¡queridos hermanos y hermanas! Es una posesión que libera y que nos habilita para no poseer a nadie. Liberar, no poseer. Somos de Dios: no hay mayor riqueza que apreciar y participar. Es la única riqueza que, compartida, se multiplica». Y es así: somos verdaderamente dueños de algo cuando tenemos la fuerza de perderlo y ponerlo al servicio de los otros, de compartirlo, es decir multiplicarlo. Una fuerza no ruidosa sino invencible.