· Ciudad del Vaticano ·

MUJERES IGLESIA MUNDO

Cuando las montañas cobran vida gracias a los niños

El gran milagro
del pequeño Opi

  Little Opi’s  great miracle   DCMEN-006
07 junio 2025

Justo después de la línea que separa el Lacio de los Abruzos, tras kilómetros de hayas, un aparece a la derecha un grupo de casas en lo alto de una roca. Es Opi. Un pequeño pueblo como su nombre. Mil doscientos metros de altitud y 370 habitantes. Se encuentra en una sola calle, orientada de sur a norte, cubierta de adoquines rectangulares dispuestos horizontalmente. Colocados así, explica Giorgio Cimini, alcalde durante una década e incansable guardián de Opi, “porque así las pezuñas de las mulas no se atascaban en las grietas”. Hasta hace no muchos años la gente se desplazaba así, a lomos de un asno. Y la riqueza se medía por el número de animales que se poseían. Había noventa establos a los pies del pueblo. Ahora solo quedan tres. Y la manipulación de lana de las ovejas, fuente de bienestar entonces, es hoy una actividad residual. Las bodegas terminaron incluso peor porque había ochenta y ya no queda una sola.

Opi comparte el destino de muchos pueblos pequeños en todo el mundo que se están despoblando. En Italia, se clasifican como “zonas internas” y se miden según la distancia por carretera desde los centros que ofrecen servicios esenciales, como hospitales y escuelas. En Italia más de 4.000 municipios entran en esta categoría, el 48,5% del total. Poco menos de la mitad. Sin embargo, están habitados por más de 13 millones de personas, aproximadamente una cuarta parte de los residentes en Italia. Su población disminuye progresivamente. En veinte años, según las proyecciones, el 80% de estos municipios estarán casi vacíos. Opi es un ejemplo perfecto de un pueblo en proceso de abandono: declive demográfico, caída de la natalidad y auge de la emigración. En las paredes de las casas hay placas que conmemoran las actividades del pasado. Giorgio Cimini nos guía por este río de tiendas: aquí había una carnicería, allá un estanco, aquí una bodega, allá una tienda de especias. Aquí está la guardería, cerrada en los 80. Y luego la escuela primaria, transformada en hotel en los 90. Hoy en día, los únicos negocios que quedan son un bar, una panadería y una tienda de comestibles, pero el dueño se jubila a finales de agosto y nadie se ha ofrecido a hacerse cargo de la tienda.

Un destino que parecía marcado hasta el año pasado, cuando nacieron cuatro niños: Giulio, Anita, Antonio y Francesca. Y tres más nacerán este año. Hacía más de diez años que no nacían tantos niños en un solo año. En comparación con los residentes, la tasa de natalidad incluso supera la nacional. Un cambio que desmiente las estadísticas. Aunque en realidad ya había algunas pistas. Desde hace algunos años, asistimos a un tímido éxodo en sentido inverso ya que muchas parejas jóvenes han vuelto al pueblo de sus padres o abuelos. Otros que dejan sus trabajos en la ciudad y se inventan uno en estas montañas. Es el caso de Roberta, propietaria del bar del pueblo y madre de Giulio, el primer hijo nacido en 2024. Sus abuelos eran de Opi y luego se mudaron a la vertiente Lacio del Parque Nacional de los Abruzos. En 2016, junto con su pareja, decidió regresar al pueblo de sus abuelos y hacerse cargo del bar. También tiene una hija, Chiara, de 6 años. Todas las mañanas toma el autobús escolar hasta la escuela más cercana, que está en otro pueblo. Otra mujer, Elisabetta, también madre, conduce el autobús y, además de conductora, preside un club de esquí. La suya es también la historia de un regreso. “Mi marido pertenece a la Guardia di Finanza y vivimos tres años en Trentino” cuenta. “Cuando terminó su misión, decidimos volver aquí, donde vivían mis abuelos”. En el bar también conocemos a Eleonora, que espera su segundo hijo. Ella viajó por todo el mundo con su pareja antes de establecerse felizmente en este pueblo. “He estado en Perú, Australia, Nueva Zelanda, y luego decidimos quedarnos aquí. Nos gustaba la idea de vivir en un pequeño pueblo. Y a ambos nos encantan las montañas y la tranquilidad”.

Ella es farmacéutica en un pueblo cercano, y él, además de profesor de yoga, es osteópata. También está Elena, la madre de Anita. “No me cambiaría por nada del mundo. Aquí nos conocemos todos, nos ayudamos, los niños juegan en la calle. En una ciudad ni siquiera sabes quién es tu vecino”. Opi es una gran familia. Los niños son de todos. “Chiara, la primogénita—dice Elena— creció en el abrazo del pueblo”. Roberta cuenta que cuando era un bebé “siempre dormía aquí en el bar, en el cochecito. Ahora pasa todo el día al aire libre, se mueve sola por el pueblo, nos despertamos con el canto de los pájaros, no hay coches ni ruido”. Las madres han creado un grupo de WhatsApp para ayudarse mutuamente. “Celebramos cumpleaños juntas, intercambiamos impresiones”. Ettore formará parte de esta gran familia. “Nacerá en julio”, cuenta su madre Domitila. Ella es topógrafo en un pueblo cercano y su esposo es conductor de autobús. Otra historia de regreso es la de Danilo que era mecánico en una empresa y ahora es guía turístico y ha abierto un negocio de alquiler de bicicletas.

Esta red, formada por lazos que no son solo de sangre, ayuda a no tener miedo. Piera, por ejemplo, dio a luz a Francesca el año pasado y regenta el restaurante familiar a los pies del pueblo. Nacida y criada en Brescia, lleva años aquí. “Vivir aquí no siempre es fácil”, admite. El pediatra viene a Opi una vez a la semana; para ir al gimnasio, al cine u otras cosas hay que ir en coche. Pero, al final, no es muy diferente de quienes viven en una gran urbe. “Al fin y al cabo, es como cruzar una gran ciudad, yendo de un lado a otro”. La esperanza es reabrir la escuela primaria, o al menos la guardería. Maria Grazia así lo espera. Profesora de secundaria, ahora trabaja en un pueblo cercano. “El problema son los jóvenes. Cuando crecen, también quieren irse porque aquí no hay muchas oportunidades laborales”. Para poblar estos lugares, nos explica Giorgio Cimini, no basta con dar las casas por un euro, como hacen muchas regiones. “Si tienes trabajo, te quedas. La línea entre la resiliencia y la rendición es delgada”, añade.

Mariangela, propietaria del único hotel y restaurante, creado en lo que antes era la vieja escuela, lo sabe bien. “Era empleada de una multinacional y me trasladaban para abrir una nueva sede. Decidí dejar mi trabajo y volver al pueblo de mis abuelos”. Además de ella, quienes dirigen el negocio son Bella Madeleine, encargada de las habitaciones y el comedor, e Ibrahim, un manitas que también es cocinero desde hace un tiempo. Todos tienen contrato indefinido, a pesar de los altibajos. “Estamos llenos tanto en verano como en invierno; a mitad de temporada estamos más vacíos”. El restaurante está repleto de fotos de Opi del siglo pasado: bodas, abuelos, mujeres con recipientes para llevar agua... En una se puede ver la calle del pueblo llena de niños. La misma calle donde, dentro de unos años, Giulio, Anita, Francesca, Antonio y los tres hijos que nacerán próximamente darán sus primeros pasos. Un cambio que se ha producido gracias al valor de algunas mujeres.

de Elisa Calessi