
Marcelo Figueroa
“Ya no los llamo siervos, porque el siervo no está al tanto de lo que hace su señor; yo los he llamado amigos…” (Juan 15,15)
Esas eternas y proféticas palabras apostólicas pronunciadas por Jesús previas a su Pascua, vienen inmediatamente a mi memoria al pensar en la comunión íntima del Señor Jesús con Jorge M. Bergoglio, el Papa Francisco, quien acaba de transitar su propia Pascua. Reservada para unos pocos, solo para quienes saben discernir los pensamientos del Galileo, para quienes buscan incansablemente seguir sus pisadas en la arena de la vida y de su Iglesia, para quienes pueden dialogan con él cotidianamente con ternura y cercanía y para quienes descubrieron en el rosto de los últimos del mundo la dulce mirada del Hijo del hombre. Bergoglio fue amigo de Jesús, Jesús es amigo de Bergoglio. Hoy estos amigos están juntos con el Padre.
Con el permiso de los lectores, no puedo, no quiero y no siento despedir Jorge o a Francisco, sin pensar en esa amistad para con quien escribe estas líneas. Amistad siempre inalcanzablemente asimétrica en términos de grandeza, de jerarquía y de espiritualidad. Termino amigo, que el mismo en un reportaje publicado hace diez años en este periódico calificó como “sagrada”, y que él decidió utilizarla para conmigo. Un amigo, un hermano, un consejero, un padre espiritual, una guía en el camino del ecumenismo y quien me enseñó con su vida y sus palabras nuevas llaves hermenéuticas para releer y transitar los Evangelios. Un amigo que estuvo cerca, muy cerca de mi vida y la de mi familia en los buenos tiempos, pero especialmente en los de dolor, desamparo y enfermedad. Un amigo que me permitió tener en los últimos veinticinco años un diálogo abierto, franco, sincero y trascendente. Un amigo que me abrió la puerta de parte de su familia en Buenos Aires para que pueda intentar ser puente de cercanía y ayuda.
Hoy despido a un amigo. Mi corazón de desangra en dolor, nostalgia y pena infinita. Mi fe cristiana me acerca el aceite de la esperanza en la vida eterna donde ahora descansa en la paz que sobrepasa todo entendimiento. “Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Si, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras los siguen” (Apocalipsis 14,13). Las obras y el legado del amigo de Jesús lo seguirán por siempre. A nosotros, quienes el kairos de Dios nos regaló ser testigos presenciales de estos tiempos de gracias divina nos toca la enorme responsabilidad y el privilegio de difundir, profundizar y enseñar ese legado testimonial y vivencial. ¡Queda muchísimo y buen trabajo por hacer querido amigo, mucho de lo que nos has dejado para acercar a las nuevas generaciones!
Pero hoy, querido amigo, déjame tomar un tiempo de reflexión, de búsqueda de consuelo, de recordar y extrañar una y otra vez tu voz, tus abrazos y tus miradas. Tu amigo que se quedó en el fin de mundo, con quien hicimos algunos “líos” en los medios de comunicación y compartimos diálogos siempre abiertos e inconclusos, necesita pedir a Dios caminar esta distancia con la esperanza de un reencuentro. Mientras tanto, solo puedo decirle al amigo de Jesús. ¡Muchas gracias de este humilde amigo protestante!