Un hombre venido

Un concilio y un pontificado son dos realidades complejas, inciden en la actualidad, pero también dan fruto en la historia. Como todos los demás pontificados, también el de Francisco será juzgado por la historia y, como todos los demás concilios, también el Vaticano II está pasando la prueba del juicio histórico. Más que el de los historiadores, sería mejor decir el juicio de la Iglesia que vive en la historia. Y sabemos bien lo difícil que ha sido en estos primeros sesenta años acoger un Concilio convocado con la intención precisa de renovar la Iglesia católica y en un momento en que la Iglesia católica se había hecho verdaderamente universal porque estaba representada en el Concilio por los obispos de todos los continentes que traían consigo la fuerza de Iglesias particulares que anunciaban y vivían la fe en contextos ya muy diferentes entre sí. No hubiera sido posible después del Concilio ver sucederse a un Papa polaco, a uno alemán y a uno argentino si la realidad no hubiera sido ya la de una Iglesia para la cual la calificación de católica coincidía con el abandono del eurocentrismo y la diáspora hacia los confines de la tierra.
Una cosa es cierta y es que, desde los primeros días de su elección, Francisco dejó claro que el Concilio Vaticano II no fue en vano. Hay que decirlo sin énfasis, por supuesto, pero no sin convicción. Basta pensar en la homilía que mismo pronunció en una celebración el 11 de octubre de 2022, con ocasión del sexagésimo aniversario de la solemne apertura de aquella asamblea que ha pasado a la historia como tiempo de “primavera para la Iglesia”, una celebración que el Papa había querido intuyendo también el significado que el recuerdo mismo del Concilio podía y debía tener a lo largo de todo el año jubilar. “Volvamos a las fuentes puras del amor del Concilio. Redescubramos la pasión del Concilio y renovemos la pasión por el Concilio”. Sesenta años después, Francisco intentó retomar el hilo que había desencadenado ese clima dibujado su horizonte y establecido sus fines.
“Gaudet Mater Ecclesia” (La Iglesia Madre se alegra): estas fueron las primeras palabras del discurso con el que Juan XXIII inauguró el Concilio. Y Francisco reiteró: “Que la Iglesia se llene de alegría. Si no se alegra, se niega a sí misma, porque olvida el amor que la creó”. Y sabemos bien que, especialmente en la primera parte de su Magisterio, Francisco no tuvo miedo de insistir precisamente en las actitudes de alegría y alabanza que revelan la disposición confiada con la que la Iglesia mira a Dios y camina a través de la historia. Basta pensar en los títulos de sus primeros cuatro documentos que se refieren a la alegría del Evangelio (Evangelii gaudium); a la alabanza de Dios ante el don de la creación (Laudato si'); a la alegría de un amor capaz de encarnarse en el claroscuro de la vida cotidiana (Amoris laetitia); a la misericordia (Misericordia et misera), palabra fuerte en el léxico evangélico que Francisco puso en el corazón de su pontificado cuando eligió como lema la frase con la que el Venerable Beda comenta en una homilía la vocación de Leví el publicano: Miserando atque eligendo (Mt 9,9: “lo miró con amor y lo eligió”).
¿Reconocer la presencia de Dios en la historia y agradecerla porque es una presencia benévola y llena de gracia no nos remite quizás a la constitución Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo con la que el Concilio convirtió al mundo en una asamblea casi totalmente clerical e inició así ese proceso de desclericalización que Francisco entendió como la única posibilidad de sacar a la Iglesia católica del abismo en el que corre el riesgo de quedar atrapada a principios del tercer milenio? Por otra parte, su incesante referencia a una Iglesia que “es comunión” y, por tanto, no cede “a la tentación de la polarización”, ¿no remite con fuerza a la Constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium? Lo dijo también aquella tarde con la intensidad que caracterizó su eclesiología a lo largo de su pontificado: “El Pueblo de Dios nace extrovertido y se rejuvenece gastándose”. Fue el sueño del Concilio y se ha convertido en el programa de vida de las iglesias nacionales y de las comunidades eclesiales que en estas décadas no han dejado de trabajar para construir un mundo un poco menos injusto.
Cabría preguntarse si, precisamente como “hombre venido del Concilio”, Francisco no tuvo que sufrir las mismas vicisitudes. Porque tanto el Espíritu como la letra del Concilio han buscado por todos los medios no ceder a las divisiones, mediar en las diferencias que ahora son inevitables en una Iglesia extendida por el mundo y encontrar un lenguaje capaz de no renunciar a la gran herencia de la tradición sin ceder sin embargo al miedo ante la renovación que todo futuro impone. Del Concilio, Francisco recibió el pesado legado de una Iglesia que debe afrontar un giro, una Reforma que le pide repensar su pasado con lucidez para entender qué hacer con el corazón reconciliado. Para liberarse del peso de los abusos de poder y de conciencia, así como de los abusos sexuales, pero, sobre todo, para afrontar un mundo cada vez más sediento de violencia y mantener la propia fe en la fuerza que viene de su Dios y en la bondad íntima del ser humano. Y también encontrar nuevas maneras de combinar doctrina y disciplina para construir un hogar acogedor para todos.
Francisco estaba justamente convencido de que el mundo necesita de la Iglesia. Lo hemos visto en tiempos del Concilio cuando la Iglesia testimoniaba que podía ser para el mundo, como amaba decir Juan XXIII, la fuente de la plaza del pueblo. Lo vemos en los días oscuros que vivimos en los que solo un pontífice anciano y enfermo fue la voz de un Dios que decía: “Pues sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza” (Jeremías 29,11).
de Marinella Perroni