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Véronique Margron: una Iglesia que se parezca al Pueblo de Dios

Más mujeres, más laicos, más alteridad

 Più donne, più laici, più alterità  DCM-005
03 mayo 2025

Priora provincial de las Dominicas de la Presentación desde 2014, teóloga moral y presidenta de la Conferencia de Religiosos y Religiosas de Francia, Sor Véronique Margron considera que el principal desafío de la desmasculinización de la Iglesia impulsada por el Papa Francisco es el desarrollo de una cultura de la alteridad.

En 2023, el Papa Francisco lanzó un llamado a desmasculinizar la Iglesia: ¿cree que está sucediendo?

Mis observaciones se refieren esencialmente a la Iglesia en Francia, ya que es aquí donde vivo y ejerzo funciones de responsabilidad, aunque obviamente estoy en contacto con monjas de todo el mundo. Por lo que respecta a la Iglesia en Francia, nos encontramos ante un escenario contrastante, en evolución y mixto. Desde hace algún tiempo, algunas mujeres ocupan puestos de importante responsabilidad en las diócesis, ya sea como ecónomas diocesanas o como responsables de la catequesis, o como miembros de los consejos episcopales; al menos ha sucedido así durante los últimos quince años, aunque no en todas partes. En una decena de diócesis francesas hay delegadas –o secretarias– con autoridad y poderes bastante amplios. También hay mujeres que se encargan de la protección de los menores. Es cierto que se está iniciando un camino, pero es pronto para hablar de desmasculinización. La situación dista mucho de ser catastrófica, pero queda mucho camino por recorrer para que se normalice el que las mueres puedan ejercer distintas responsabilidades.

En su opinión, ¿qué significa desmasculinizar?, ¿feminizar, quizá?

En mi opinión, se trata sobre todo de considerar que la alteridad no solo es lo normal, sino algo indispensable, y que ganamos integrándola en la gobernanza; de lo contrario nos quedaremos de puertas hacia adentro, en una forma de autoaislamiento potencialmente peligroso y estéril. La alteridad es una obligación espiritual y moral. Es una necesidad vital y carnal. Y esto ya refleja la realidad concreta, dado que las asambleas dominicales están formadas por hombres y mujeres, y las mujeres son más numerosas. Pero se trata también de la alteridad de los sacerdotes y de los laicos, hombres y mujeres, de la alteridad sociológica e incluso intelectual, aunque siempre es difícil para quien tiene responsabilidades rodearse de colaboradores cercanos que piensan de modo distinto. Pero nunca debemos perder de vista este horizonte de alteridad en múltiples niveles, ya que el desafío fundamental es que la Iglesia –y su gobierno– se asemejen cada vez más al pueblo de Dios en toda su diversidad.

En concreto, ¿cómo podemos actuar ante el techo de cristal? ¿Qué responsabilidades deben darse a los laicos en general y a las mujeres en particular?

A nivel diocesano, por ejemplo, creo que es deseable la generalización o multiplicación de los delegados generales y de los secretarios generales. Es necesario que estas personas puedan inscribirse a largo plazo y que por eso mismo sean admitidas. Tomará tiempo. Los nombramientos en los consejos episcopales también permiten proceder en esta dirección, siempre que estos consejos tengan un poder real, porque no se trata de nombrar a mujeres en todas partes para demostrar que se respeta a las minorías, sobre todo, porque las mujeres no son una minoría. Entiendo bien que hay cuestiones que deben ser abordadas solo por los obispos, pero quizás en un determinado número de cuestiones todavía queda un gran margen de mejora en la atribución de responsabilidades. Esto sucede en diferentes niveles al mismo tiempo: las parroquias o la vida local, que corresponde a la vida real y cotidiana de la Iglesia, y también las instancias más simbólicas.

¿Cómo hacerlo?

Hay que tener cuidado con los modelos a seguir y con las respuestas simplistas. En este campo creo que nadie puede erigirse en modelo. Sin embargo, como monja dominica, observo que, en lo que respecta a las mujeres, la vida religiosa tiene una larga experiencia en el modelo de gobierno, que se remonta a los inicios de la propia vida religiosa. No la pondría como modelo porque también conozco sus limitaciones. Pero me parece que este tipo de gobierno –el de la vida religiosa–, (más modesto porque generalmente es más fugaz, ya que es raro permanecer superior durante toda la vida, y donde el consejo es obligatorio) es interesante. Esto no quiere decir que se pueda copiar todo en las diócesis, no tendría sentido porque son instituciones diferentes, pero sin duda hay caminos para inspirarse.

¿No es el riesgo de esta reflexión esencializar cualidades intrínsecamente femeninas o masculinas?

Por supuesto, esto no significa que el gobierno femenino sea a priori menos autoritario y que con mujeres en el poder se resuelvan todos los problemas. No es cierto, ni en la sociedad, ni en la política, ni en la Iglesia. A menudo se dice que las mujeres tienden a ser más sensatas, pero esto no siempre es verdad. Afortunadamente conozco muchos hombres que tienen una relación absolutamente concreta con la realidad. Es pues arriesgado querer extrapolar rasgos de carácter que serían propiamente femeninos o masculinos. Pero creo que habremos dado un paso adelante cuando se nombren mujeres que no tengan que demostrar por partida doble su legitimidad para ocupar un puesto. Todos estamos inmersos en nuestras culturas, imbuidos de influencias que condicionan nuestra forma de estar en el mundo, de ser hombres o mujeres. En este sentido, la educación es esencial para normalizar el hecho de que en la sociedad y en la Iglesia, tanto hombres como mujeres son capaces de participar en las decisiones y que ambos se benefician del trabajo conjunto. Por eso, es bueno que haya mujeres enseñando en los seminarios, como ya sucede, y que estén realmente involucradas en los procesos de toma de decisiones.

Usted cita el ejemplo de la vida religiosa, pero ¿cuál es la relación entre autoridades y superiores generales?

Obviamente hay contextos históricos de abuso de poder, estructuralmente abusivos desde sus orígenes, a los que solo una autoridad eclesiástica superior puede o podría poner fin. Luego hay contextos en los que el abuso surge de manera más sutil o insidiosa, porque una religiosa se encuentra en una situación de autoridad frente a un pequeño grupo de hermanas muy mayores, con un terreno marcado por una cultura muy fuerte de la obediencia y una falta de formación. Pero la gran mayoría de las superioras generales que encuentro son mujeres que tienen un gran valor porque afrontan cuestiones difíciles relacionadas, por ejemplo, con el envejecimiento de sus hermanas, así como duras situaciones de guerra, con dolorosos casos de conciencia. Para esta gran mayoría, la gobernanza es impensable sin consulta, sin diálogo y sin cuestionamiento. A veces, el problema es incluso el opuesto: tendrían dificultades para ejercer su autoridad por miedo a sufrir abusos.

de Marie-Lucile Kubacki
Responsable de la sección Religión de «La Vie»

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