La Iglesia desmasculiniza,

La historia nos lo enseña: a todo impulso revolucionario le sigue un tiempo de restauración. Por tanto, no es sorprendente que incluso después de la revolución feminista, que comenzó a finales del siglo XIX y todavía continúa, estemos asistiendo a reveses inesperados. De hecho, durante su lento transcurso, fue necesaria una resistencia tenaz porque hubo mucha reticencia, si no abierta hostilidad, por parte de un poder patriarcal que está bien arraigado en la historia, las leyes, los hábitos e incluso las conciencias más allá de las afiliaciones políticas, sociales, religiosas o incluso de género.
La Iglesia, por su parte, asume siempre con gran cautela las peticiones que llegan del mundo del que forma parte y, sobre todo, las digiere con cierta lentitud. No hay duda, sin embargo, de que el Papa Francisco, el pontífice “venido del fin del mundo”, aun reafirmando su distancia respecto del pensamiento feminista, ha demostrado con determinación que también en la Iglesia los tiempos han cambiado definitivamente. Basta pensar, desde un punto de vista práctico, en la inclusión de muchas mujeres en la administración vaticana, o, desde un punto de vista teórico, en ese neologismo que él mismo acuñó y que ha tenido tanto impacto comunicativo por la inmediatez con que transmite todo un universo de significados: “desmasculinizar” la Iglesia.
No hay vuelta atrás, es cierto, pero el camino de los pueblos como el de los individuos no siempre responde solo a impulsos hacia adelante ni tiene siempre una progresión lineal. Es cierto que el feminismo ha supuesto un cambio decisivo en todas las culturas del mundo, en unas más que en otras dadas las fuertes diferencias ideológicas y económicas existentes en las distintas zonas del planeta, pero es igualmente cierto que las apariencias hoy dicen exactamente lo contrario, puesto que asistimos a una reafirmación del poder patriarcal que se cree invencible.
Asistimos por primera vez a la reivindicación, tanto de hombres como de mujeres, de asumir y gestionar el poder según una especie de “genoma patriarcal” compartido y esto da cuenta de que las reglas del juego han cambiado profundamente: el poder patriarcal se ha vuelto unisex y ya no necesita legitimarse tras la continua exclusión de las mujeres del ejercicio de cualquier forma de poder o autoridad públicamente reconocida, ni camuflarse con sublimaciones románticas de lo femenino. Sin embargo, aunque la historia de las mujeres siempre ha tenido un camino kárstico, la revolución feminista tiene connotaciones de profundidad y vastedad que difícilmente pueden ser condenadas al olvido una vez más. Las razones están ahí para que todos las vean.
En primer lugar, desde un punto de vista general, no hay vuelta atrás desde la conciencia de que la pertenencia sexual de cada individuo es una realidad amplia y articulada y, sobre todo, no estática ni unívoca y uniforme, y no hay vuelta atrás desde la actitud hacia un pensamiento que, habiendo superado el monopolio del ritmo binario, ha asumido la complejidad como registro y la textura como método. Se dirá que esto pertenece a la realidad de los “dos Occidentes” y tiene poca relevancia para otros mundos de vida y pensamiento, costumbres y creencias. Es cierto, quizá, pero ¿estamos realmente seguros de que Nicolás Copérnico o Galileo Galilei, que revolucionaron la ciencia física, son legado exclusivo de la cultura italiana, o Ada Lovelace, la matemática que en 1843 escribió el primer algoritmo diseñado para ser ejecutado por una máquina e inventó el software de la calculadora mecánica, son solo legado de la cultura británica y no son en cambio un patrimonio universal que la humanidad ha sabido invertir en su crecimiento y desarrollo? Al fin y al cabo, ¡hasta los talibanes utilizan teléfonos móviles!
En segundo lugar, porque la conciencia ahora globalizada de que la identidad y la orientación de género se han convertido en criterios básicos irrenunciables para comprender lo humano es fruto de los diferentes feminismos que se han enraizado en el discurso público de todos los organismos internacionales y cualquier intento de hombres y mujeres de salirse de lo establecido podrá hacer más arduo el camino, frenarlo, pero no podrá revertir la tendencia. Sin embargo, se tiene la sensación clara de que, mientras el mundo rehabilita visiblemente pensamientos y prácticas sexistas, la Iglesia, en cambio, se debate en la laboriosa búsqueda de nuevos horizontes para elaborar una visión antropológica y, por tanto, teológica, finalmente inclusiva y sanar esa herida a la justicia de género que todavía la convierte en uno de los sistemas patriarcales más resistentes del mundo. Veremos si, después de Francisco, la petición de “desmasculinizar” la Iglesia sufrirá retrocesos o avanzará.
La Iglesia católica avanza lentamente, pero las iglesias son las únicas instituciones en las que la cuestión de la relación entre autoridad y poder se juega no solo desde el punto de vista de la redistribución entre los géneros y en todos los niveles de la escala ideológica, política y social, sino también desde el punto de vista del pensamiento de Dios. La teóloga Elizabeth Schüssler Fiorenza lo llamó kiriarquia, es decir, el poder de un grupo sobre otro, insistiendo en que hoy lo que está en juego no es tanto o solo la división democrática del poder postulada por el feminismo, sino que la teología cristiana quiera llegar a una revisión del poder como tal, incluso el de Dios mismo, el Kyrios.
Explorar nuevas caras del poder y nuevas formas de gestionar la autoridad es la tarea que la revolución feminista ha asignado a las futuras generaciones. Un nuevo desafío que el feminismo interseccional –aquel que no aísla ni absolutiza la justicia de género, sino que la sitúa junto a las luchas contra el racismo, el militarismo, la pobreza y la contaminación– lanza al corazón de las democracias liberales. Es una tarea que todas las iglesias cristianas no pueden dejar de asumir desde el cántico de una joven que creyó que su Dios “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos (Lucas 1, 51-53).
de Marinella Perroni