
Margherita Lotti, quien pasó a la Historia como Rita, nació en Roccaporena -un castillo gibelino en el condado de Cascia- probablemente en 1381. Era hija de Amata y Antonio, padres ancianos que, por encargo del pueblo, tenían la función de pacificadores. Con esa misión y actitud vital de trabajar por la paz criaron a una hija cuyo camino culminó en la santidad. En una época de disputas, de oposición entre güelfos y gibelinos, los Lotti mediaron entre facciones opuestas, resolvieron las disputas e hicieron todo lo posible para romper las espirales de venganza que impregnaban la sociedad donde una muerte se pagaba con otra y un asesinato exigía otro en un crescendo de violencia que podía alcanzar el paroxismo de devastación que estamos presenciando hoy.
Educada para la paz, Rita trabajó por la paz también en su vida cotidiana. Se casó con Paolo Mancini, un gibelino con un pasado violento, consiguió mitigar su carácter y llevó con él una vida pacífica, enriquecida por el nacimiento de dos hijos. Sin embargo, esta serenidad no duró mucho porque Paolo fue asesinado. Su familia exigió una venganza a la que Rita se opuso porque perdonó a los asesinos. Por eso, pidió a la familia que hiciera lo mismo, pero no tuvo ningún éxito. La venganza fue una práctica muy humana que los Mancini siguieron practicando. Rogó a Dios que al menos sus hijos no siguieran en esta espiral. Ellos morirán poco después por distintas enfermedades, uno tras otro. La muerte de un hijo es el dolor más grande, el dolor sin consuelo. Pero, ¿puede la muerte ser la puerta de la salvación? ¿Puede la pérdida de un hijo ser parte del plan de un Dios con caminos inescrutables?
Rita permaneció firme en sus convicciones, fortalecida por las palabras de Cristo, “Bienaventurados los que trabajan por la paz”, que seguirán marcando su vida. Ingresará en el monasterio y demostrará su obediencia regando un sarmiento seco que volverá a dar fruto. Ya cercana a la muerte, pedirá a un pariente que recoja para ella de su finca una rosa y dos higos. Era un invierno gélido en el que no era posible que las rosas florecieran y que los higos madurasen. Su emisaria encontrará la rosa y recogerá los higos. Esta es una señal que Rita interpretará como una garantía divina sobre el destino de sus hijos y su marido: están a salvo en el Cielo en el que ella siempre ha creído. Su hagiografía está llena de otros signos prodigiosos como el de las abejas blancas que revoloteaban alrededor de su cuna o las abejas negras que acompañaron su fallecimiento. Y están los milagros. Incontables, tantos que hicieron que el pueblo la aclamara como la santa de los imposibles.
Será también una santa pacificadora. Porque, pese a haber sufrido la violencia en su vida, se siguió oponiendo a ella y puso en práctica el perdón buscando esa paz indispensable que tanto falta en nuestro tiempo marcado por los conflictos, la carrera armamentística, los derechos vulnerados y la muerte. Demasiadas muertes.
Rita murió el 22 de mayo de 1457, día que se ha convertido en su fiesta litúrgica.
De Tea Ranno
Escritora