· Ciudad del Vaticano ·

MUJERES IGLESIA MUNDO

Hildegarda de Bingen, Catalina de Siena, Teresa de Ávila y Teresa de Lisieux

Poseídas por Dios y Doctoras de la Iglesia

 Possedute da Dio e dottori della Chiesa  DCM-004
05 abril 2025

Hay cuatro mujeres reconocidas como Doctoras de la Iglesia. El elemento común que las une es el de la experiencia mística y la profecía. Hildegarda fue entregada a Dios a la tierna edad de 8 años cuando ingresó en una ermita. Algo impensable en nuestros días, pero lo cierto es que su presencia en ese lugar favoreció sus dotes extraordinarias. Estamos ante una visionaria en el sentido más pleno de la palabra, ante una mujer turbada por lo extraordinario. Y como en su época la línea entre la brujería y la experiencia mística era muy delgada, su cuerpo acabó rebelándose. La joven monja quedó paralizada hasta que su carisma profético salió a la luz y ella misma lo abrazó. Hildegarda se convirtió en una profetisa que combinaba las visiones con el conocimiento enciclopédico. Su saber se consolidó en todos los campos de las ciencias conocidas en ese momento: Escritura, teología, anatomía, medicina, farmacología, astronomía, gemología, música, poesía...

Fundadora de un monasterio autónomo, recorrió las orillas del Rin predicando en las catedrales. Interlocutora de papas y emperadores, no dudó en denunciar las heridas de la Iglesia. Se la puede considerar loca o poseída. Pero es una locura como la de Francisco de Asís, quien, un siglo después, se definía a sí mismo como un “loco” en el seguimiento de Cristo.

La locura es una condición límite. Uso el término en el sentido literal, es decir, estar un límite entre lo humano y lo divino; el límite de situarse en la propia historia y en la de los demás y tender hacia Dios, dándole espacio total hasta el punto de ser y aparecer en el límite. Ese lugar les permitía pronunciar palabras fuertes y proféticas para hacer presentes las contradicciones y así empujar a la Iglesia a reformarse. Huelga un ejemplo. Ya anciana, Hildegarda permitió el entierro en el cementerio del monasterio de un hombre excomulgado que al final de su vida hizo las paces con la Iglesia. Los eclesiásticos locales, que deseaban que su cuerpo fuera exhumado, no aceptaron su reconciliación. Hildegarda se negó, apeló al Papa y ganó el caso, pero el monasterio quedó bajo interdicto durante mucho tiempo.

Las monjas se vieron entonces privadas de todo lo que caracterizaba su vida: la liturgia, la asistencia espiritual, el repique de campanas… La precaria situación aceleró la muerte de Hildegarda. Este episodio nos habla de su capacidad como mujer para oponerse a la injusticia, incluso asumiendo riesgos, alineada con la primacía de la justicia y la misericordia. Hildegarda entregó su primer texto profético, el libro de Scivias, a Bernardo de Claraval, un monje inflexible con aquellos que no compartían sus pensamientos. Todas las místicas de las que hablamos debieron, de una u otra forma, someterse al juicio clerical y masculino. Paradójicamente, solo así adquirieron autoridad y, pese a que eran mujeres, se ganaron el derecho a la palabra.

Lo mismo le ocurrió a Catalina de Siena, una mujer muy singular, que también habló con emperadores y papas. Pero, a diferencia de Hildegarda, ella no tuvo otro maestro que el Espíritu. A él le debe la ciencia que emanan sus escritos. La hagiografía indica que, en un momento dado, pudo leer y escribir sin haber tenido maestros. La terciaria dominica vivió en una situación a medio camino entre la secularidad y la vida religiosa. Miembro de una familia muy numerosa, decepcionó sus expectativas de contraer un matrimonio ventajoso. Su influencia y sus palabras inquietaban a la orden dominica, que le envió un hermano sabio como “inquisidor”. Raimondo da Capua, más tarde general de la orden, fue quien la examinó y quien se acabaría convirtiendo en su más fiel seguidor.

Es difícil resumir en pocas líneas la influencia que esta mujer tuvo en la Iglesia de su tiempo. Fue a Francia para convencer al Papa de regresar a Roma. Su pasión por la paz era arrolladora y poco común. Su fidelidad al Papa resultó entrañable, el “dulce Cristo en la tierra”. Catalina experimentó las alturas del matrimonio místico. No solo la transverberación, es decir, vivir en éxtasis la experiencia del corazón traspasado por el dardo del amor divino –como le sucederá a Teresa de Ávila–, sino también el intercambio de corazones entre ella y Cristo esposo. Seguramente acabó anoréxica, alimentándose solo de la Eucaristía.

Teresa de Ávila nos dejó también una rica producción literaria que ilustra su historia reformista y su recorrido místico. No le gustaba a los clérigos contemporáneos, que se oponían a ella. Símbolo de este rechazo es el juicio que expresó el nuncio apostólico en España sobre ella: “Mujer inquieta, errante, desobediente y rebelde que, bajo el título de devoción, inventa malas doctrinas, saliendo de clausura contra la orden del Concilio de Trento y de los prelados; enseñando como maestra contra lo que recomendaba San Pablo cuando mandaba a las mujeres no enseñar”.

Considerada como loca, pero consciente de la necesidad de trabajar hacia una comprensión consistente del Evangelio. Pero también vivió profundamente atormentada por el peligro de una amenaza diabólica. La necesidad de Teresa de que le aseguraran la naturaleza sobrenatural de su experiencia era paroxística. En cualquier caso, no cejó en su empeño de denunciar lo mucho que sufrió por ser mujer. Esperó siempre el momento en que las mujeres no fueran juzgadas en base a prejuicios misóginos, sino por su valor.

Teresa de Lisieux pareció vivir otra realidad diferente a la de estas hermanas. Pero, ¿no es acaso también una locura querer ingresar en el Carmelo a los quince años? ¿Incluso ir a Roma para obtener permiso del Papa? Fue en Roma donde rompió más reglas, bajo pena de excomunión, al entrar en lugares prohibidos a las mujeres. Mucho se ha escrito sobre Teresa “doctora” y su “caminito”. Me gusta recordar aquel pasaje en el que, en el vórtice de las vocaciones que quisiera hacer suyas, antes de ceder a la más evidente –el amor–, dice que también sintió la vocación de ser sacerdote.

Pequeña mártir de una comunidad rigurosa, sabia intérprete de un Dios misericordioso al que se sacrificó, también vivió en los límites de una locura que, volviendo al sentido de la palabra en lengua griega, significa en último término “poseída”. En nuestro caso se trata de mujeres poseídas por Dios. Es decir, mujeres que han elegido dejar “invadirse” por Dios, abriéndose a su amor más allá de todos los límites razonables. Mujeres que no se resignan, que son intensamente activas. Mujeres sabias, eruditas cuyas enseñanzas todavía hoy nos interpelan.

de Cettina  Militello
Teóloga, vicepresidenta de la Fundación Academia Via Pulchritudinis ETS