Es indudable que la preocupación por los inmigrantes y refugiados es para el Papa Francisco un aspecto fundamental de su pontificado y de la caridad social de la Iglesia. Basta recordar que el Papa dedicó su primer viaje pastoral fuera de Roma a la isla de Lampedusa, el 8 de julio de 2013, tras una de las muchas tragedias en el mar que han costado la vida a miles de personas en el Mediterráneo. En aquella ocasión, el Papa Francisco pronunció un discurso conmovedor que, leído hoy, resuena como su manifiesto programático sobre el deber de acoger. Desde Lampedusa, señaló con firmeza el desconcierto ansioso y defensivo, «por el cual el otro deja de ser un hermano al que amar y se convierte simplemente en alguien que perturba mi vida, mi bienestar»; denunció la incapacidad de cuidar el mundo que Dios ha creado para todos, lo que nos hace incapaces también de «cuidarnos los unos a los otros»; criticó la pérdida del sentido de la «responsabilidad fraterna» y la «cultura del bienestar», «que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos y nos vuelve insensibles a los gritos de los demás». Fue en ese momento cuando el Papa condenó por primera vez la globalización de la indiferencia: «Nos hemos acostumbrado al sufrimiento ajeno, no nos concierne, no nos interesa, no es asunto nuestro (…). La globalización de la indiferencia nos convierte a todos en “innominados”, responsables sin nombre y sin rostro». A lo largo del magisterio del Papa Francisco, los temas de la responsabilidad fraterna, la apertura al hermano y la ciudad como lugar de encuentro entre personas encuentran su expresión más emblemática en la acogida del diferente, del extranjero. Hoy en día, la ciudad debe entenderse como un “ámbito multicultural”, y la Iglesia está llamada a ponerse al servicio de lo que el propio Papa define como un «diálogo difícil» (Evangelii Gaudium, 74).
De ahí su exhortación a una apertura generosa, que, en lugar de temer la destrucción de la identidad local, sea capaz de generar nuevas síntesis culturales: «¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, haciendo de esta integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué hermosas son las ciudades que, incluso en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, ponen en relación, favorecen el reconocimiento del otro!» (Evangelii Gaudium, 210, Laudato Si’, 152).