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1945, las salesianas de Coltano: un episodio nunca contado

Y la caridad desafió la guerra

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04 enero 2025

Hay un episodio de la historia italiana que nunca ha sido contado. Se trata de una historia de vencidos que vuelve a cobrar relevancia gracias a los estudios de una religiosa salesiana. Ocurrió inmediatamente después de la caída del fascismo, tras el fin de un terrible conflicto que era a la vez una guerra de liberación, una guerra civil y una guerra de clases. Los partisanos que cantaban que “la piedad está muerta”, “Pietà l’è morta”, tenían razón. Esa guerra, todas las guerras, también las de hoy, son una prueba de lo cruel que puede ser el alma humana. Aunque también esos sucesos constituyen una ocasión para ser testigos de espléndidos y ejemplares gestos de generosidad.

Vale la pena contar lo que sucedió en 1945 en un pequeño trozo de tierra de la Toscana, entre Livorno y Pisa, una aldea rural llamada Coltano. Una vez terminadas las hostilidades, los aliados crearon un inmenso campo de internamiento para los prisioneros de guerra que habían servido en el ejército de Benito Mussolini y para muchos civiles que habían jugado papeles importantes en el Régimen. Los detuvieron en masa. Detrás de las vallas de Coltano acabaron cuarenta mil prisioneros de edades comprendidas entre los 9 y los 80 años, llegados de toda Italia. Se les daba raciones mínimas de comida, sin apenas asistencia sanitaria. Vivían hacinados en barracones y pequeñas tiendas canadienses, sin sombra ni techo, al sol o al aire libre, expuestos a los elementos.

Pasaban semanas o meses esperando sin saber qué sería de ellos, inmersos en una especie de agujero negro. Vivieron en medio de fuertes tensiones internas y con la imposición de una disciplina que muchas veces rayaba en la crueldad. Durante meses fue un caos. “En el campo acabaron ladrones y soldados de las SS, junto a jóvenes obligados a hacer el servicio militar, desgraciados que se habían montado en camiones americanos, huérfanos, ancianos y, sorprendentemente, incluso 994 partisanos”, cuenta sor Maria Stella Calicchia en un precioso libro (1945: le Figlie di Maria Ausiliatrice “angeli” di Coltano; 1945: Las Hijas de María Auxiliadora “ángeles” de Coltano).

Como Estados Unidos no habían reconocido a la República Social Italiana de Benito Mussolini, los estadounidenses no quisieron extender las garantías de la Convención de Ginebra a su ejército. Esta elección trajo consigo una serie de consecuencias muy graves, empezando por las ínfimas raciones de comida. Ni siquiera a la Cruz Roja Internacional se le permitió visitar a los prisioneros. Pero sucedió algo increíble y nunca antes revelado, como nos cuenta Sor Calicchia. Por casualidad, por un movimiento sutil de los americanos o por la Divina Providencia, el 26 de junio un americano en uniforme se presentó en la puerta del Instituto Santo Spirito de las Hijas de María Auxiliadora de Livorno. Se trataba de un tal teniente Maramore, recientemente asignado a Coltano.

El teniente pidió clases de italiano porque le habían encomendado la tarea de supervisar una parte del campo de internamiento y no sabía cómo comunicarse con los prisioneros. Su maestra fue Sor Flora Fornara. Al mismo tiempo, una madre desesperada que buscaba noticias de su hijo llegó a Livorno y fue acogida por Sor Teresa Beccaria. En aquella época, por orden del Papa Pío XII, la Santa Sede se hizo cargo de todas las situaciones difíciles de la población y, en concreto, de todos los prisioneros. El arzobispo de Pisa, monseñor Gabriele Vettori, conociendo la situación de Coltano que estaba en su diócesis, buscó la manera de ayudar entrando en el campo.

Entre la hermana Fornara y el teniente Maramore se estableció un sentimiento de confianza mutua. Esto ayudó a la hermana Beccaria a saber si el hijo tan buscado por la madre estaba allí y cómo liberarlo. La inspectora, la hermana Lelia Rigoli, aceptó el desafío y pudo organizar un encuentro entre el comandante del campo y las dos monjas. Fue una reunión fructífera porque el 21 de julio, gracias al teniente americano, también pudo entrar Monseñor Vettori. Los acuerdos de las religiosas con el Comando Americano posibilitaron que se pusiera en marcha un servicio mínimo de asistencia espiritual. También se permitió a los presos escribir cartas al exterior, algo que ya hacían de forma clandestina. Desde la diócesis de Pisa la noticia se extendió a todas las diócesis de Italia que comenzaron a enviar cartas y paquetes. De la Santa Sede, Antonio Fusco, capellán militar, llevó los altares de campaña. Los americanos instalaron capillas-tienda en cada uno de los diez recintos, que servían como lugares de culto y también como “oficinas de correos”. El comandante también acordó liberar a muchos niños menores de 14 años.

El contacto entre las religiosas y el teniente Maramore fue el inicio de una gigantesca operación que nadie ha contado jamás. Las diócesis de Livorno y Pisa se convirtieron en centros neurálgicos para clasificar a los prisioneros desde y hacia todas las diócesis de donde provenían. Las monjas habían sido las únicas que tenían listas parciales y confusas, ni siquiera en orden alfabético, de los cuarenta mil encerrados en Coltano. Quince de ellos fueron puestos a trabajar, día y noche, para leer, escribir y catalogar las miles de cartas entrantes y salientes, preparar paquetes y ayudar a las familias. La noticia se difundió. Cientos de miles de familias, que no tenían noticias de sus familiares, escribieron a las salesianas. Y ellas, con un esfuerzo concreto y obstinado de amor y de caridad, supieron responder a muchos con noticias que dieron alas a la esperanza. Las religiosas recibieron cientos de telegramas, cartas de todo tipo y visitas. “A esto se sumaba el problema de acoger a las jóvenes esposas y a las madres que se enfrentaban a un viaje peligroso en la Italia todavía destruida de la inmediata posguerra”.

Con el paso de los meses, las enfermedades y las pésimas condiciones higiénicas, el gobierno de Washington decidió acabar con el problema entregando la gestión de Coltano al recién formado gobierno italiano el 30 de agosto de 1945. La gestión se volvió más humana, pero, si cabe, más miserable aún, porque Roma no estaba en condiciones de hacerse cargo de cuarenta mil internos. Se decidió desalojar el campamento rápidamente. Se crearon comisiones para averiguar el paradero de cada prisionero y se llevaron a cabo investigaciones sumarias para distinguir a aquellos que habían sido responsables de crímenes de guerra (y terminarían en prisión) de aquellos que simplemente habían respondido a la orden de reclutamiento. En la puerta del Campamento estaba escrito, en nombre de la Santa Sede, que se podía contactar con las Hijas de María Auxiliadora. A mediados de noviembre Coltano ya estaba vacío. Las religiosas demostraron cómo la intuición y la resiliencia de unas mujeres de Dios obtuvieron lo que el poder y la fuerza masculina no pudieron lograr.

de Francesco Grignetti
Periodista «La Stampa»