La revolución social

“Los inocentes – decía Bertrand Russell - no sabían que aquello era imposible y por eso lo hicieron”. Aquí el concepto de “ingenuidad” se acerca más al concepto histórico de la antigua palabra latina, “ingenuo”, es decir, quien nacía libre. Libre de prejuicios y preconcepciones. Como Francesca Maria Govone, nacida en 1716 y fallecida en 1776, quien se hizo Terciaria Dominica con el nombre de Rosa. Fue fundadora de unos institutos conocidos como “le Rosine”, las Rosinas. Hizo el bien a muchas jóvenes pobres y desfavorecidas porque les dio un oficio y les marcó un camino que todavía hoy se sigue recorriendo. Fue considerada una santa en vida y la primera de las “santas sociales” piamontesas. Sin embargo, probablemente, por razones relacionadas con el cambio de estructura social, nunca se abrió ningún proceso de beatificación a su favor y su inmensa labor sigue siendo poco conocida.
En la Europa del 1700, el viejo continente se veía arrastrado a un movimiento expansionista que abarcaba desde la demografía hasta la producción agrícola pasando por la manufactura o el comercio. La esperanza de vida media rondaba los treinta años, la tasa de natalidad aumentaba y la de mortalidad infantil disminuía. Sin embargo, en las zonas rurales la vida seguía siendo miserable. Francia e Inglaterra seguían enfrentándose y Austria y España competían por el dominio en Italia. Una Italia evidentemente dividida: el Papa y los Grandes Ducados en el centro, los Borbones en el sur, las repúblicas en Venecia y Génova, los austriacos en el noreste y los Saboya en el noroeste. De 1730 a 1773 reinó Carlos Manuel III con sus luces y sombras. Hay que sumar a este contexto la Ilustración, con un viraje generalizado hacia la secularización, sobre todo, en la segunda mitad del siglo.
En este siglo XVIII, en este Piamonte, y en un pequeño pueblo de la provincia de Cuneo, nació el 26 de noviembre de 1716 Francesca Maria Govone. Lo hizo en una familia de nobles empobrecidos con algunas tierras. Tenía un hermano y una hermana y recibió una considerable instrucción para la época, dado que sabía leer, escribir, coser y bordar. Se unió a la Tercera Orden Dominica y se convirtió en Sor Rosa. Sus padres murieron cuando ella tenía unos veinte años y, en lugar de encerrarse en su sufrimiento, eligió actuar. Comenzó a trabajar con una joven como ella, huérfana y sola, Marianna Viglietti. Mondovì y sus tierras fueron el centro de eternas batallas donde Rosa solo pensaba en ofrecer una alternativa a la pobreza de tantas jóvenes solas. Su objetivo era fundar una comunidad independiente para acogerlas, enseñarles un oficio y ayudarlas a que fueran autosuficientes. Era una idea revolucionaria, luminosa y no solo ilustrada. Una mezcla de fe y razón.
Rosa Govone tuvo la suerte de conocer a un sacerdote reformador, el padre Giovanni Battista Trona, gran predicador de su diócesis, quien, con la condesa Lucía di Marsaglia, logró encontrar una casa adecuada para los fines de la monja. En tan solo unos años, unas setenta mujeres fueron acogidas en esta comunidad. También mujeres que arrastraban una vida difícil, las prostitutas que pasaban de mano en mano de los distintos ejércitos que pisaron esas tierras. En aquella época debió de ser muy difícil llevar adelante una obra de este tipo, empresa a la altura de emprender misión en destinos lejanos. Aunque quizá sea más difícil actuar en la propia tierra. En el Mondovì de Rosa nació el “Educatorio delle Rosine”, una casa para “acoger hijas pobres y abandonadas, pero capaces de trabajar, para educarlas según los principios cristianos”.
En la Obra fundada por Govone, las acogidas se dedicaban a bordar tejidos y a confeccionar prendas. Otra característica bastante llamativa - que demuestra cómo la modernidad, entendida como apertura mental, compasión, compartir, puede darse en cualquier periodo histórico- era que las jóvenes no debían hacer votos, aunque sí tenían que rezar juntas. Cuando, gracias a su trabajo remunerado, reunían una pequeña suma, podían salir de la comunidad, casarse o entrar en un convento tradicional.
Rosa tenía treinta años, pero, en aquel entonces a una mujer de esa edad ya no se la consideraba joven. Se había convertido en la cabeza de una hermosa comunidad formada por mujeres que vivían juntas en oración y de su propio trabajo, sin depender de la limosna. Algo revolucionario que no sucedía en otras instituciones caritativas. En aquella época Govone estaba decidida a abrir otra casa en Turín. Precedida por su fama, el padre Trona, consejero espiritual de Carlos Manuel III, la apoyó y fue su aval. Era 1755. El rey le dio los edificios del antiguo hospital del Santo Sudario que pertenecía a la orden religiosa de los Fatebenefratelli. Allí abrieron el “Opificio” delle Rosine, autosuficiente gracias a la venta de los textiles producidos en sus talleres. Al cabo de unos meses, “le Rosine”, las Rosinas, como las llamaban, eran ya ciento cincuenta.
Esta fe y estas obras no pasaron desapercibidas, aunque a veces resultaron difíciles de entender. En Turín, tierra de santos sociales, se cuenta una anécdota sobre Don Bosco. La Curia quería encerrarlo en un manicomio porque Don Bosco tenía sueños que luego quería materializar. Consideraban que estaba loco así que una vez le enviaron dos sacerdotes para llevarlo al manicomio. Fue Don Bosco el que al final envió al manicomio a los sacerdotes. No se ha llegado a decir que Rosa Govone estuviera loca, sino que no estaba preparada ni intelectual ni espiritualmente para gestionar y dirigir una obra que se estaba volviendo imponente. Por eso, el arzobispo Roero creó una comisión compuesta por cuatro teólogos que concluyeron que su Obra era perfecta, pero que ella no era adecuada.
Como Don Bosco un siglo después, Sor Rosa invirtió la situación e incluso obtuvo el patrocinio real en 1756 con lo que en los años siguientes llegó a abrir cinco casas, un nuevo milagro, dado que en tiempos de la Ilustración las casas religiosas más bien se cerraban. Rosa pudo también crear una escuela para huérfanos cuyas maestras eran las propias Rosinas. Acogieron además a mujeres mayores que ya no tenían dónde ir cuando envejecían o enfermaban. Dispusieron de una enfermería para ellas. En resumen, todo un abanico de ideas puestas en práctica que marcaron la diferencia. La ayuda del rey pudo ser indispensable, pero la fe, la caridad y el carisma de Rosa hicieron la mayor parte del camino. Por desgracia, no disponemos de ningún escrito en el que la religiosa contara toda esta peripecia.
Giuseppe Pomba, el gran impresor y editor, en un libro de 1842, “Descrizione di Torino” habla de la Obra en estos términos: “El Ritiro delle Rosine” fundado en 1758 sirve de refugio a las pobres hilanderas que trabajan en las fábricas de lana, seda y papel, en las fábricas de algodón y de lino y desempeñando todo tipo de trabajos femeninos. La Obra se mantiene con el trabajo de las pacientes”. En la puerta del instituto, que en Turín se encuentra en la calle hoy llamada Delle Rosine, se puede leer: “Vivirás del trabajo de tus manos”.
El instituto todavía existe y se ha convertido en un centro cultural que ofrece cursos, presentaciones de libros y representaciones teatrales. También dispone de una pensión para “estudiantes y trabajadoras”. Una joven que estuvo allí, Flavia, ahora arquitecta, cuenta que fueron sus padres los que encontraron esta solución para ella, con le Rosine, porque procede de un pueblo de Turín. “Era un instituto religioso, pero todas éramos muy laicas. Hasta las hermanas”, bromea.
Cien años después de su muerte, en 1876, sus conciudadanos en la “Gazzetta di Mondovì” la recordaban como una gran mujer, “la demostración de cuánto puede hacer una mujer cuando algo le arde por dentro y no le hace caso a lo que le dice la cabeza”. Rosa suscitó admiración por hacer realidad su idea de que una mujer con su trabajo podía ser independiente. Sin embargo, nunca ha subido a los altares. Quién sabe. Todavía hay tiempo. Si Juana de Arco fue canonizada después de 500 años… todo es posible.
de Alessandra Comazzi
Periodista, crítica televisiva