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La reina que cambió Nápoles con política y devoción

Fe y mala fe en los tiempos de Juana

 Fede e malafede  al tempo di Giovanna  DCM-001
04 enero 2025

Cruzando la Piazza Plebiscito, desde el centro de Nápoles al paseo marítimo, se pasa por el Palacio Real. En su fachada hay ocho estatuas de gobernantes que han marcado la historia de Nápoles. Cada una simboliza y recuerda una dinastía específica. Entre ellas no hay ninguna mujer. Cuando hablamos de una gobernante femenina en Nápoles, la que generalmente nos viene a la cabeza es la reina Margarita de Saboya, aunque solo sea porque ha dado su nombre a una de las comidas más famosas del mundo: la pizza Margarita. Sin embargo, hay una mujer que ha marcado la vida política y religiosa del Reino de Nápoles. Juana I de Anjou-Sicilia (1325-1382) fue la primera monarca reinante de Nápoles. No era la consorte de un rey, era soberana porque era la heredera legítima de la dinastía que se había establecido en el sur de Italia en la segunda mitad del siglo XIII, tras el fin de los Hohenstaufen y el establecimiento de los Angevinos, aliados de la Iglesia.

Siendo todavía una niña de siete u ocho años, Juana fue prometida en matrimonio con un primo lejano, Andrés de Hungría. Su abuelo Roberto quiso hacer las cosas bien y en 1333 mandó redactar un contrato matrimonial formal. Andrés y Juana se casaron en 1343 cuando Juana, de diecisiete años, ascendió al trono de uno de los reinos más importantes de Europa y del Mediterráneo. Poco después, el rey Andrés fue asesinado y Juana, considerada responsable del complot, tuvo que enfrentarse a su cuñado Luis, rey de Hungría. Después se casó con otro pariente, Luis de Tarento, el segundo de cuatro maridos. Él llevaba las riendas del poder, que hacía emerger el lado más oscuro y despótico de su carácter. Como recogía un cronista contemporáneo, trataba a la reina más como a una esclava que como a una esposa. La muerte de Luis en 1362 debió ser para Juana una liberación que supuso el punto de partida de los mejores años de su reinado. Cuando habían pasado los años más oscuros - los de la Peste Negra (1347-52), recordada como la mayor pandemia de la historia, los de huir por ser amenazada por los enemigos, los años del tercer e igualmente desdichado matrimonio con Jaime de Mallorca - se casó en cuartas nupcias con Otón de Brunswick-Grubenhagen. Juana pudo dedicarse entonces al buen gobierno, a obras de caridad y beneficencia y a la construcción de iglesias y hospitales.

Juana I de Anjou-Sicilia financió la construcción de la cartuja de San Martino, erigida en la colina del Vomero y terminada en 1367-68. Inmediatamente después, emprendió la construcción de un lugar para celebrar la sacralidad de su misión, la iglesia de la Incoronata. Sus frescos, atribuidos a Roberto d'Oderisio, representan los Sacramentos y exaltan una iniciativa de valor político, social y artístico en continuidad con el trabajo realizado por Giotto en Nápoles décadas antes.  También es necesario resaltar el aspecto devocional y caritativo porque era una iglesia-hospital que tenía el privilegio de conservar una importante reliquia donada por San Luis de Francia, una espina de la corona de Cristo procedente del depósito de la Sainte-Chappelle de París. De ahí el nombre de “Spinacorona” con el que se conoce a la iglesia en la tradición napolitana.

Juana, cuya madre había muerto en Bari durante una peregrinación, fue una reina de su tiempo, extremadamente piadosa, que llevó con orgullo el título de Reina de Jerusalén.

En el plano político, Juana fue el principal contacto de la Santa Sede, entonces situada en Aviñón (sur de Francia), a la hora de defender el Estado Pontificio frente a las amenazas de los enemigos italianos, en concreto, Milán y Florencia. Además, Juana impulsó el regreso del papado a Italia, aunque ella misma intentó establecer la curia papal en Nápoles en lugar de Roma. En 1368 recibió del Papa Urbano V la rosa de oro, signo de especial distinción concedido por los papas a los soberanos. Para cumplir con la voluntad de los pontífices, Juana continuó las negociaciones para una tregua con los aragoneses de Sicilia, sancionada por el Tratado de Aviñón de 1372.

Juana reinó durante treinta y ocho largos años. A partir de 1378, afrontó años complicados debido al complejo marco político-eclesiástico que se creó tras el Cisma de Occidente, la fractura que hasta 1417 dividió la Iglesia de Roma de la de Aviñón. Después de la muerte de Gregorio XI, fueron elegidos dos papas en circunstancias diferentes. Tras dudarlo, Juana se puso del lado del francés Clemente VII, quien pasó a la historia como el “antipapa”. El Papa Urbano VI, habiendo salido victorioso de la disputa, acusó a Juana de herejía provocando que perdiera el trono de Nápoles en favor de su sobrino, Carlos de Durazzo. Condenó a la soberana al exilio, la hizo asesinar en el castillo de Muro Lucano y hasta le negó sepultura cristiana.

Sobre esta base se desarrolló el capítulo post mortem de la biografía de Juana marcado por una “mala fama” que terminó prevaleciendo. Desde un punto de vista machista, Juana fue retratada como una mujer de poca cultura, sobre todo, en comparación con su abuelo Roberto, conocido como el Sabio. También fue tachada de disoluta y lujuriosa. Lugares como los Bagni della Regina Giovanna, una famosa playa cerca de Sorrento, y el Palazzo Donn’Anna en Posillipo, con una de las vistas más hermosas de Nápoles, son presuntos escenarios de sus aventuras amorosas.

También la homónima Juana II de Anjou-Durazzo (1371-1435) acabó en la picota de la mala fama por vicisitudes dinásticas, relaciones difíciles con el Papa y matrimonios desafortunados. Incluso se decía que en el foso del Maschio Angioino vivía un cocodrilo que se alimentaba de los amantes de la reina. Así, en virtud de la damnatio memoriae, importaba poco si la disoluta era la primera Juana o la segunda. En la tradición popular se utilizaba – y todavía se utiliza – despectivamente la expresión: “¡Eres peor que la reina Juana!”.

Durante los años de las dos reinas, Nápoles, tras haber dejado atrás una larga crisis, se distinguió como centro comercial de referencia para la economía mediterránea y abrió de esta forma una brecha con las demás ciudades del sur de Italia al consolidarse como capital indiscutible gracias a un importante crecimiento demográfico. Pero también fue un centro de gran importancia cultural, hasta el punto de que Boccaccio, a quien Juana acogió como amigo en su corte, dedicó a la primera reina reinante de Nápoles su obra sobre las mujeres más ilustres (De mulieribus claris). En ella glosa la biografía de la reina Angevina. A la segunda Juana debemos la finalización, en estilo monumental – con la tumba de Ladislao y la Capilla Caracciolo del Sole – de la iglesia de San Giovanni a Carbonara, una de las iglesias más infravaloradas, pero sin duda una de las más bellas del toda Italia.

de Giuseppe Perta
Docente de Historia Medieval, Universidad degli Studi Suor Orsola Benincasa de Nápoles