
“La presencia de estas tumbas de mujeres ilustres en San Pedro -el lugar donde se encuentran las tumbas de los pontífices, cardenales y arciprestes- indica, además de un privilegio, el reconocimiento de su adhesión a la fe católica y a su labor de defensa de la religión”. Pietro Zander, responsable de la Necrópolis y del Patrimonio Artístico de la Fabbrica di San Pietro, explica el significado histórico y religioso de cuatro extraordinarias sepulturas femeninas en la Basílica Vaticana, en la cripta y la Basílica misma. Ellas son María Clementina Sobieski, esposa del rey nominal de Inglaterra, Jaime III Estuardo; la reina Cristina de Suecia; Carlota, reina de Chipre; y Matilde de Canossa, condesa, pero tan poderosa como una reina. Zander recuerda que las tumbas de mujeres eran normales en la antigua basílica constantiniana de San Pedro y también en la actual: “Bajo el suelo descansan hombres, mujeres y niños de esta zona, como se puede leer en los registros parroquiales de los enterramientos de la basílica constantiniana de los que también quedan unas hermosas inscripciones”.
Lo que hoy impacta al visitante son estas cuatro presencias femeninas monumentales muy visibles y en tres casos de notable calidad artística. El monumento funerario de Cristina de Suecia es famoso por su espectacularidad. Su historia pertenece a los capítulos más importantes y extraordinarios del catolicismo del siglo XVII. Nacida en Estocolmo en 1626, ascendió al trono solo seis años después de la muerte de su padre en la Guerra de los Treinta Años, Gustavo II Adolfo, uno de los mayores defensores del protestantismo. Cristina abdicó del trono en 1654, en pleno apogeo de una crisis religiosa muy profunda, dejando el trono a su primo Carlos X. Se convirtió y se trasladó a Roma donde fue acogida por Alejandro VII Chigi. Murió en 1689 después de una vida compleja y agitada, caracterizada por sus frecuentes viajes a Suecia y por una presencia constante y significativa en la vida cultural de la Roma papal. Fue el Papa Inocencio XII Pignatelli (como se puede leer en la inscripción dedicatoria) que quiso un monumento funerario apropiado al rango de una soberana que había abandonado el protestantismo. En las Grutas Vaticanas, no lejos de la tumba de San Pablo VI, se encuentra su sarcófago en mármol blanco, con una lápida de bronce rematada por una corona real con cetro en la que se lee en latín que ahí reposan los restos de Christina Alexandra Reina de los godos, los suevos y los vándalos. Una sepultura sobria.
El monumento de la Basílica es un auténtico manifiesto barroco. Entre dos columnas de mármol rosa, la mano de Carlo Fontana crea una espectacular composición presidida por una urna de mármol amarillo antiguo sobre la que se sientan dos ángeles de mármol blanco esculpidos por Lorenzo Ottoni que sostienen un cetro y una espada junto a una corona real. El cetro, la espada y la corona están realizados en bronce y fueron fundidos por Giovanni Giardini. Este artista también fundió el gran medallón que retrata a Cristina de perfil. El cartel de mármol negro recuerda que la reina había abdicado, abandonando la herejía y que se había trasladado a Roma. Por último, encontramos los nombres de Inocencio XII y Clemente XI, respectivamente creador y constructor final del monumento. Sobre la urna, un bajorrelieve blanco de Jean Baptiste Théodon reconstruye la solemne abjuración del protestantismo.
También escenográfico es el monumento a Clementina Sobieski, esposa de Jaime III Estuardo, también conocido como Jaime Estuardo el Viejo Pretendiente, hijo de Jaime II, depuesto por la Revolución Gloriosa de 1688. Jaime III fue un soberano nominal reconocido por aquellos soberanos católicos europeos que apoyaban los derechos de los Estuardo, como lo hizo el papado que había acogido y dado residencia romana a los Estuardo después de su exilio. Clementina Sobieski (princesa polaca que era sobrina del rey de Polonia y gran duque de Lituania Juan III Sobieski, quien liberó a Viena del asedio de los turcos musulmanes y, por tanto, a su vez, solo nominalmente reina de Inglaterra) murió a la edad de 33 años, en 1735, tras un matrimonio tormentoso por las infidelidades del marido. Falleció tras refugiarse con las monjas de Santa Cecilia en Roma, dedicándose a la oración. La decisión de trasladar su cuerpo de las grutas vaticanas a San Pedro se debió a “su concesión extraordinaria” con el Papa Benedicto XIV y a su gran testimonio de fe. El monumento está situado junto a la puerta de entrada y las escaleras y el ascensor que conducen a la Cúpula. Por lo tanto, es un lugar muy popular y transitado por los visitantes.
El traslado tuvo lugar en 1745. El monumento diseñado por Filippo Barigioni (alumno de Carlo Fontana y colaborador de Alessandro Specchi), en colaboración parcial con Pietro Bracci, es de gran y rara belleza, elocuente en sus referencias. Dos ángeles de mármol blanco sostienen el cetro y la corona dorada, en sus hombros se apoya el sarcófago de mármol gris que lleva el nombre y rango de la difunta en latín. El drapeado suave y sinuoso, con sus flecos dorados en alabastro rojo, es muy sugerente. Sobre el sarcófago está sentada la estatua de la Caridad que, ayudada por un ángel, sostiene el bello retrato de la joven mujer realizado en mosaico con colores brillantes por Fabio Cristofari, quien copió el retrato sobre lienzo de Ignazio Stern. La Caridad sujeta el retrato con su mano derecha y con la izquierda eleva un corazón ardiente. Al fondo hay un obelisco rojo, símbolo del poder, sobre un cielo azul, el de la eternidad.
Y luego está la obra maestra de Gian Lorenzo Bernini para Matilde de Canossa cuya historia es muy particular. Matilde de Canossa, condesa de Mantua, Margravio de Toscana, murió en Bordero di Roncore en 1115 y fue enterrada, porque así lo había pedido, en la abadía de San Benedetto in Polirone en San Benedetto Po, cerca de Mantua. Pero su tumba fue profanada varias veces a lo largo de los siglos.
En 1632, por petición del Papa Urbano VIII, su cuerpo fue trasladado a Roma, al Castillo de Sant'Angelo. En 1634 fue definitivamente reubicado en la Basílica de San Pedro. El nicho de mármol blanco, esculpido en falsa perspectiva, solemne y sugerente, es obra de Gian Lorenzo Bernini (trabajó con su taller) quien recibió un encargo directo de Urbano VIII. En la parte superior, dos ángeles sostienen el escudo de la condesa con el lema Tuetur et unit, que significa “proteger y unir”. Debajo aparece el sarcófago sobre el que se encuentra el bajorrelieve que narra la famosa sumisión del emperador Enrique IV de Alemania en el Castillo de Canossa el 25 de enero de 1077 para la revocación de su excomunión decretada por Gregorio VII. También encontramos la gran estatua de la condesa, representada con su corona y sosteniendo la Tiara papal y las llaves pontificias con el brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha sostiene un cetro o, más concretamente, el bastón de mando que ejercía en nombre de la Santa Sede. Una auténtica protectora de la fe y del papado: El arco que lo rodea lleva un trofeo de armas.
A sus pies, dos ángeles sostienen el pergamino dedicatorio de Urbano VIII, que le atribuye la fuerza de un ánimo viril al describir el famoso episodio de Canossa. Matilde era una poderosa señora feudal y, por ello se la consideraba soberana a todos los efectos. Se comprometió con fervor por el papado durante la Querella de las Investiduras. Emergió como una figura de primera relevancia política, extendiendo su dominio sobre todos los territorios italianos situados al norte de los Estados Pontificios. Bajo su liderazgo, el supremacía de la familia Canossa alcanzó su apogeo en términos de extensión territorial. En 1076 tomó el control de una gran región que incluía Lombardía, Emilia, Romaña y, como duquesa y marquesa, también Toscana. El centro de este vasto territorio era precisamente Canossa, en los Apeninos de Reggio Emilia. Una soberana que tuvo una importancia política y espiritual de primer orden para el papado en medio de un conflicto entre el pontífice y el emperador.
Por último, justo delante del sarcófago de Cristina de Suecia, en las grutas donde están enterrados los papas, se encuentra la sobria tumba que contiene los restos de Carlota, la última reina soberana de Chipre. Está realizada en mármol blanco y la inscripción es muy sencilla: Carola Cypri Regina, con la fecha, 1487. En la cubierta está el monograma de Cristo. Su entierro original, como se desprende claramente de la fecha de su muerte, está registrado en la basílica constantiniana. Tiempo después fue enterrada en la nueva basílica barroca. Con la nueva disposición de las grutas a mediados del siglo XX, bajo Pío XII, la tumba fue definitivamente colocada frente a la de Cristina de Suecia. Carlota, hija de Juan III, fue la última descendiente de la dinastía Lusignan y, por tanto, fue reina de Chipre, Jerusalén y Armenia.
Reinó, según relatan las crónicas de la época, con sabiduría y equilibrio, ganándose la estima de los gobernantes europeos, incluidas las cortes imperiales germánica y bizantina. Poseía un gran sentido de la responsabilidad que creía haber recibido como misión divina directamente de Dios. Supo mantener la autonomía del reino, gracias también a una capacidad innata para tejer alianzas en nombre de la distensión. Una curiosidad histórica: implementó una reforma fiscal que logró identificar, para cada zona de la isla, los índices de riqueza sobre los que calcular la base imponible. Un sistema muy innovador en su época y que luego tuvo un gran éxito a lo largo de los siglos. Fue depuesta por su medio hermano quien se proclamó rey con el nombre de Jaime II, pero ella nunca dejó de reclamar el trono. Sin herederos directos, dejó sus derechos de descendencia a su sobrino Carlos I de Saboya. Y es la razón histórica por la que desde entonces los Saboya se definieron como reyes de Chipre y Jerusalén.
Son cuatro imponentes presencias femeninas en San Pedro, todas en nombre de la fe, de la historia y también del gran arte. Formidables figuras de mujeres muy fuertes, decididas y, sobre todo, autónomas que también hablan a nuestros días.
de Paolo Conti
Editorialista «Corriere della Sera»
Cristina de Suecia
Fue reina desde 1632 hasta su abdicación en 1654, cuando se convirtió al catolicismo. Temiendo las reacciones y la venganza de los protestantes, abandonó Suecia para pasar el resto de su vida en varios países, estableciéndose finalmente en Roma, donde se dedicó a la caridad, el arte, la música y el teatro en un movimiento cultural que culminó con la fundación de La Academia Arcadia en 1690.
Matilde de Canossa
Condesa de Mantua, Duquesa de Spoleto, Margravina de Toscana, Duquesa consorte de Baja Lorena, Condesa consorte de Verdún y Duquesa consorte de Baviera, también conocida con el seudónimo de Magna Comitissa. Reinó durante 40 años. Pasó a la historia por “La Humillación de Canossa” cuando el emperador Enrique IV, para que el Papa le revocara su excomunión, fue obligado a esperar tres días y tres noches frente a su castillo arrodillado y con la cabeza cubierta de ceniza.
María Clementina Sobieski
Una de las herederas más ricas de Europa, pero con una vida matrimonial infeliz, reina consorte titular de Inglaterra, Escocia e Irlanda, murió en Roma el 18 de enero de 1735, con tan solo 33 años. Su funeral se celebró en la Basílica de los Santos Apóstoles, donde en la segunda capilla de la nave derecha, sobre el segundo pilar, se encuentra una placa de mármol realizada en 1737 por el escultor Filippo Della Valle que representa serafines y ángeles con una urna. En su interior se colocó el corazón de María Clementina, mientras que el resto del cuerpo fue depositado en la Basílica de San Pedro. El monumento del Vaticano representa la figura de la Asunción con el corazón ardiente en su mano. El medallón de mosaico es un retrato de María Clementina, realizado por Paolo Cristofari.
Carlota de Chipre
Con dos matrimonios en su historia y un hijo muerto en la cuna poco después de nacer, falleció en Roma a la edad de 43 años. Elogiada por ensayistas y poetas, también por su moderación en el campo de la justicia, donde dedicó sus energías a un código penal que garantizaba penas seguras, pero humanas y tendentes a la reinserción de la persona. La pena de muerte se reservaba solo para los traidores al Estado.