
El 24 de diciembre, un Papa anciano cruzará - no sin dificultades, pero seguro que con mucha determinación- la Puerta Santa de la basílica de San Pedro. Una puerta que se define como “santa” y que fue tapiada al concluir el Jubileo anterior, el extraordinario que se abrió el 29 de noviembre de 2015, con ocasión del cincuentenario del Concilio Vaticano II, y que estuvo dedicado a la misericordia. El poder simbólico de este gesto es notable. Francisco derribará ese muro y entrará primero en esa basílica que hoy representa el corazón del catolicismo. Todos estamos invitados a hacer como él a lo largo de un año entero, a entrar, si no físicamente, al menos en la comunión de intenciones que impregna el año jubilar.
Esta vez, dado que se trata de un Jubileo ordinario y no extraordinario, al mismo tiempo que la Puerta Santa de San Pedro y las de las otras tres basílicas romanas, Francisco abrirá otra puerta. Será la de una prisión, es decir, la de un lugar donde, precisamente porque no se puede cruzar físicamente, evoca poderosamente la necesidad de liberación.
Por otro lado, ¿en la base del resurgimiento cristiano de la práctica del Jubileo judío no están quizás las palabras del profeta Isaías con las que Jesús se refiere a sí mismo en el discurso y con las que inaugura su misión mesiánica en la sinagoga de Nazaret? El profeta había dicho: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lucas 4, 18) Con ese gesto y desde esa puerta, el Papa y con él toda la Iglesia entran no solo en un espacio reconocido como sagrado, sino también en un tiempo reconocido como santo, “un año de gracia”.
La santificación del tempo
El Año Jubilar es uno de los muchos legados que el cristianismo debe al judaísmo, en concreto, por su grandiosa visión de la santificación del tiempo. Para el ser humano el tiempo representa, junto con el espacio, la situación vital por excelencia. Sin embargo, también representa al gran adversario, porque erosiona la vida y acerca la muerte. Por otra parte, ¿no forma parte del panteón de las divinidades paganas el dios del tiempo, Saturno/Cronos, hijo del Cielo y de la Madre Tierra, quien se come a sus hijos?
Con “la invención” del sábado, es decir, de la distinción entre el tiempo reservado a las obras de los hombres y el tiempo reservado a Dios, Israel lleva a cabo una operación decisiva: los hombres no están dominados por el tiempo, sino que ellos mismos lo dominan el momento en el que reconocen que Dios es señor del tiempo porque ha impreso en su creación la ley de la alternancia entre actividad y reposo. En definitiva, hay alguien que es más fuerte que el tiempo y es el único que incluso puede “redimir” al tiempo porque con el don de la vida que no muere logra quitarle a la muerte “su aguijón”, como escribirá Pablo a los cristianos de Corinto (1 Corintios 15,55).
El séptimo día, el sábado, así como el año sabático que ocurría cada siete años, santificó la secuencia de días, semanas y meses. Posteriormente, la institución del año jubilar fortaleció aún más el patrón sabático al anclarlo a una medida de tiempo más extendida: “La tierra gozará también de su descanso en honor del Señor. Seis años sembrarás tu campo, seis años podarás tu viña y la vendimiarás; pero el séptimo año será de completo descanso para la tierra, un sábado en honor del Señor: no sembrarás tu campo, ni podarás tu viña. Haz el cómputo de siete semanas de años, siete veces siete, de modo que las sietes semanas de años sumarán cuarenta y nueve años. El día diez del séptimo mes harás oír el son de la trompeta: el día de la expiación haréis resonar la trompeta por toda vuestra tierra. Declararéis santo el año cincuenta y promulgaréis por el país liberación para todos sus habitantes. El año cincuenta será para vosotros año jubilar: no sembraréis, ni segaréis los rebrotes, ni vendimiaréis las cepas no cultivadas. Porque es el año jubilar, que será sagrado para vosotros”. (Levítico 25,1-12).
En definitiva, en el año jubilar todo debía volver a su origen, es decir, volver a las manos de Dios. Por eso, se dejaba descansar la tierra, se perdonaban las deudas y se liberaba a los esclavos y así se santificaba el tiempo de la historia.
Si el antiguo Israel alguna vez logró respetar esta normativa o si solo representaba el ideal de un modelo social es un tema de discusión entre los investigadores. Es un hecho que el cristianismo medieval, y luego el catolicismo romano, asumieron la norma del año jubilar después de espiritualizarlo: el perdón de las consecuencias de los pecados reemplazó a la restitución de la tierra y de la historia a Dios convirtiéndose en el elemento esencial de ese tiempo. Se afirmó con fuerza la mediación de la Iglesia para alcanzar la salvación, incluso la salvación eterna. Entonces, como predijo el salmista, será Dios mismo quien cruzará las puertas del tiempo venidero y habitará la tierra: “¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las puertas eternales: va a entrar el Rey de la gloria”. (24,7).
Yo soy la puerta
Una realidad, una metáfora, un símbolo: la puerta remite con mayor fuerza aún a la otra dimensión clave del jubileo, la del espacio a habitar, ya sea el de la casa, el de la ciudad, el del campo o el de la vida misma. No siempre nos damos cuenta, pero cada día las atravesamos continuamente, las abrimos y las cerramos. Centinelas que aseguran la pluralidad de los espacios y la determinación de los lugares, las puertas establecen el mapa de nuestro avanzar y lo señalizan, aunque sea sin darnos cuenta.
Macizas o ligeras, doradas como las del Kremlin o de tela como las de las tiendas de los campos de refugiados, las puertas son también una metáfora importante de la vida y de su ambivalencia dinámica porque remiten a acciones vitales de las que depende la calidad de los tiempos y de los espacios: entrar-salir o abrir-cerrar o incluso dar la bienvenida-marcharse. Por este motivo, la puerta puede adquirir la calidad de un símbolo, también en un contexto religioso, como lo demuestra la importancia que se le atribuye en uno de los momentos fuertes de la vida de la Iglesia católica, el año jubilar. Explorar el significado simbólico de “la puerta santa” también es posible a partir de la Biblia. Porque, como el gran libro de Dios-con-los-hombres, la Biblia está llena de puertas que, ya sean los umbrales de las casas o de las ciudades, remiten a contenidos teológicos claros. Recordemos solo dos del Antiguo Testamento y una del Nuevo que nos ayudan a identificar posibles significados teológicos de la puerta jubilar.
Después del famoso sueño de la escalera que se apoyaba en la tierra, pero cuya cima llegaba al cielo y por la que subían y bajaban los ángeles de Dios, el patriarca Jacob reconoce que el lugar donde se experimenta a Dios debe serle consagrado perdiendo así su sentido ordinario para convertirse en un lugar de la presencia de Dios, es decir, un lugar desde el que se accede al cielo: “Qué terrible es este lugar: no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo”.
La puerta de la casa de Dios permite entrar en un espacio “otro”, allí donde Dios se hace presente, donde los pensamientos se convierten en “visiones” que revelan el significado de lo que vivimos. Metafóricamente, el nacimiento y la muerte son las puertas por las que se entra a la vida y por las que se sale. Para la Biblia no están custodiadas, es decir, no determinan mecánicamente el paso entre un antes y un después, sino que, como reconoce el Salmista, Dios, guardián de la vida, es el que “guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre.” (121,8).
Las puertas también suponen el paso entre el interior y el exterior, entre la necesidad de pertenencia de la que sentirse protegido y la de libertad de la que sacar fuerza vital. Por esta razón, la expresión más cargada de teología de la puerta es la que adquiere importancia cristológica cuando Jesús la identifica consigo mismo.
En un discurso del Evangelio de Juan, tan evocador como complejo, Jesús se define en primer lugar como el verdadero pastor del rebaño porque, a diferencia de los líderes del pueblo que son lobos disfrazados de pastores, Él es el único que puede entrar al redil por la puerta, para luego, inmediatamente después, identificarse a sí mismo como esa puerta del redil: “Por eso añadió Jesús: ‘En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon’”. (10,7s). Como siempre, Jesús revela su identidad de Mesías solo a quien tiene la capacidad de entrar en la imagen, de captar su poder simbólico y su potencial para traducirse en una actualización de facto: solo pasando a través de Él su rebaño podrá salir sin miedo del redil y disfrutar del pasto que lo mantiene vivo y solo pasando por Él podrá regresar y protegerse de los lobos.
Cuando el Papa antes de la misa de Nochebuena inaugure el año de gracia cruzando la Puerta Santa, pedirá también a su Iglesia que vuelva a Dios atravesando la única puerta que da acceso a la salvación, la de la revelación que el Hijo hecho del Padre: “Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos”. (10,9).
de Marinella Perroni