La línea del horizonte que divide la Puerta de Europa en dos se puede percibir nítidamente. Lo más parecido a lo sagrado para las mujeres y los hombres del mar está representado por el inmenso azul, el infinito que aparece ante los ojos de quien mira a través del monumento, obra de Mimmo Paladino, desde el último pedazo de tierra de occidente. Estamos en Lampedusa, isla símbolo de esperanza, de llegada, de acogida y de futuro, el esperado o el nunca alcanzado.
“Alí, el de Ojos Azules, uno de tantos hijos de hijos, bajará de Argel en barcos de vela y de remos. Vendrán con él miles de hombres con cuerpecitos y los ojos de pobres don nadies en los barcos varados de los Reinos del Hambre. Se llevarán con ellos a los niños, y el pan y el queso, en el Lunes de Pascua. Vendrán con las abuelas y los burros, en triemes robados en los puertos coloniales”, escribe Pier Paolo Pasolini en el “Libro delle Croci”, en los versos de su Profecía de 1964. Los habitantes de Lampedusa saben que la profecía de un Dios siervo de Dios se ha hecho realidad en esta tierra cientos de miles de veces. También saben bien que muchas veces no se ha hecho realidad porque ha sido tragada por el mar, junto con las esperanzas, los sueños y la dignidad de miles de vidas.
Fida lo ha conseguido. Tiene la mirada del amor que solo una madre puede tener por sus hijos y por los hijos de sus hijos. Camina con paso cansado por la pasarela del barco humanitario Humanity 1, de la ONG alemana SOS Humanity. La suya es una historia de años de sufrimiento y abuso, una historia trágica, para la que al final ha encontrado una salida. Fue rescatada con todos sus hijos, no muy lejos de la costa libia, antes de que se hundiera el barco en el que viajaba con un centenar de personas. “Todavía recuerdo como si fuera hoy el momento en el que rogué a Dios que nos dejara morir. Hui de Siria sola con mis cinco hijos, con un bebé recién nacido y uno discapacitado”, cuenta. Y prosigue: “Había intentado cruzar el Mediterráneo ocho veces y una de las últimas creí realmente que no lo lograríamos. Recuerdo que el barco en el que íbamos, con 400 personas, empezó a hacer agua y como volcaba me vi obligada a lanzar a mis hijos al mar esperando que se salvaran. Empecé con mi hijo discapacitado, luego el mediano, después el recién nacido y por último mis dos hijas. Recuerdo que el corazón de mi hijo menor latía tan fuerte que casi podía oírlo fuera de su pecho. Después de dejar a mis hijos en el agua, me quedé a bordo, me ocupé de todos los demás niños que estaban en el barco y que viajaban sin padres, no podía abandonarlos”.
El viaje de Fida comenzó en 2012. Su marido murió durante la guerra. Ella partió desde Siria hacia Jordania y recaló en Libia. Fue un viaje sin fin lleno de violencia y abusos sufridos por ella y sus hijos. “Cuando decidí irme de Jordania ya no sentía emociones, habían secuestrado a dos de mis hijos y habían intentado violarlos. Estaba tan llena de dolor que sentía que ya no sentía nada”, continúa Fida secándose las lágrimas. “Una vez en Libia, íbamos y veníamos de campamentos de los traficantes que nos retenían para pedir un rescate por nosotros y dinero para el viaje. Un viaje que salió mal siete veces. Una vez que la guardia costera libia nos atrapó y empezó a disparar, la gente se arrojó al mar y los milicianos se quedaron mirando mientras las personas se ahogaban. Después, nos capturaron a mí y a mis hijos. Mi hijo discapacitado no hacía más que gritar hasta que de un golpe seco lo dejaron sin conocimiento. Les rogué que pararan, pero no pude detenerlos. Sueño con dar a mis hijos el futuro que hasta ahora se les ha negado”, concluye Fida. Baja del barco, con la mano derecha se aferra a su hijo Karem, de ocho años, mientras lleva en brazos a Mohammed, su hijo menor, que está suspendido entre el pecho de su madre e Italia.
A Manal se le escaparon sus hijas de los brazos y desaparecieron en el mar. Está sentada frente a la puerta de Europa, en Lampedusa, a pocos kilómetros del lugar del naufragio. Con rabia en los ojos muestra los nombres que tiene tatuados en los brazos: “Randa, Sherihan, Nurhan, Christina”. Son los nombres de las cuatro hijas que se le ahogaron el 11 de octubre de 2013, durante lo que quedó en la memoria como el naufragio de los niños en Lampedusa. Manal nunca recuperó los cuerpos de sus hijas, tragados por el mar o quizás enterrados en una de las muchas tumbas sin nombre en Lampedusa o quién sabe dónde. El marido de Manal, Whaid, explica que “estaba convencido de que mi esposa y mis hijas habían desaparecido”. “Me quedé de piedra cuando la vi en una foto que me enviaron desde Italia. Entonces la llamé y me preguntó si nuestras hijas estaban conmigo, le dije que no. Ella dijo: ‘Pero, ¿ni una?’. Le respondí otra vez que no. Luego rompió a llorar y me dijo, ‘tampoco están conmigo’. Me dijeron que la llevaron al hospital dos veces debido al trauma”.
Manal y Whaid estaban juntos en ese barco. Escaparon de Siria por la guerra y luego de Libia porque fueron discriminados y perseguidos por ser kurdos. Tenían cuatro hijas muy pequeñas. Durante el naufragio, Whaid fue rescatado por la guardia costera maltesa, mientras que Manal fue rescatada por la italiana. “Ni mujer ni yo teníamos documentos, lo habíamos perdido todo en el mar. Entonces llamé a mi hermana, le pedí dinero y pagué a un amigo que estaba en Suiza para que fuera a buscar a mi mujer. Manal estaba sola en Sicilia presa del pánico, incapaz de hablar ningún otro idioma que no fuera el árabe. Llegó sola a Milán y de allí un coche la llevó a Suiza. Después de más de 20 días en Malta, llegué también a Suiza”, continúa Whaid, abrazando a su esposa, que nunca quiso contar esta historia. “Cuando llegué, mi esposa ya se había presentado ante las autoridades, pero no sabía que yo me uniría a ella. Una amiga me acompañó hasta el campo de acogido donde estaba. Nuestra amiga le dijo: ‘¡tienes una sorpresa!’. Ella respondió: ‘¡ya llegaron mis hijas!’. Me bajé entonces del coche y ella saltó sobre mí llorando”.
Las hijas nunca llegaron y sus cuerpos tampoco. Desde hace once años Manal espera una prueba de ADN y el reconocimiento de esos cuatro cuerpos que nunca más ha vuelto a ver. Por eso cada año, el 11 de octubre, regresa a Lampedusa para lanzar unas flores al mar ya que no hay ninguna tumba a la que pueda llevarlas. Desde esa Puerta de Europa, Manal revive aquellos gritos de dolor, las imágenes del naufragio, el alivio al ver ayuda y las lágrimas de emoción al pisar tierra. Las emociones de quienes, desde el agua, divisan el mundo de los derechos, el Occidente acogedor; y las emociones de quienes, desde la tierra, ven el mar y las fronteras de una Europa que cierra sus puertas.
de Lidia Ginestra Giuffrida
Delia, una mujer justa
“Veía por la calle a muchachos que lloraban por el calor y la sed sin que nadie hiciera nada. Así que los hice pasar y les di de comer gratis, si no tenían con qué pagar. También puse un camastro para que descansaran las mujeres embarazadas. No podía fingir que ninguno estaba allí”, contaba Delia Buonomo.
Durante años fue Mamá África. En Ventimiglia su bar “Hobbit” era el único punto de solidaridad en la frontera entre Italia y Francia para cientos de refugiados varados mientras intentaban continuar su viaje hacia el norte de Europa. En el bar también había una zona de juegos para niños. Lo llamaban “el bar de los negros” o “de los inmigrantes”, pero era en realidad una puerta abierta para aquellos que no tenían nada y necesitaban un plato de pasta, darse una ducha o cargar el móvil e ir al baño.
Excluida por parte de la comunidad local, boicoteada e incluso multada, Delia Buonomo nunca dejó de distribuir alimentos para los inmigrantes, incluso después del cierre de su bar debido a las dificultades económicas provocadas por la pandemia. Murió a los 61 años, el pasado mes de octubre.